Wolfgang Gil Lugo: Sobre el colaboracionismo
Klaus Maria Brandauer, como Hendrik Hoefgen, en la película Mefisto de 1981.
“¿Has bailado alguna vez con el diablo a la luz de la luna?”. El Guasón (Jack Nicholson) en Batman, 1989, de Tim Burton.
La palabra “colaboracionismo” es un término penoso. Designa a todo aquello que tiende a auxiliar o cooperar con el enemigo. El término tiene su origen en la República de Vichy (1940-1944), forma eufemística de llamar a la Francia ocupada por los nazis y gobernada por el Mariscal Pétain, héroe de la primera guerra mundial, convertido luego en presidente títere.
En un sentido más amplio, el colaboracionismo puede describirse como la tendencia política que defiende un régimen político dictatorial, especialmente si se trata de un régimen de ocupación, como los nazis en Europa o los japoneses en Asia.
¿Cuáles son los motivos de los “colaboracionistas”? Dichos motivos se pueden agrupar en tres categorías. Primero, el colaboracionismo entusiasta: en el que se siente una gran simpatía por el enemigo, ya sea por afinidad ideológica o por coincidencia en los objetivos. En segundo lugar, el coaccionado: el de los que se ven obligados a colaborar por miedo a las amenazas. En tercer lugar, el colaboracionismo oportunista: el de los que esperan a obtener ganancias, posiciones, enriquecimiento o favores del enemigo.
El último caso, el colaboracionismo oportunista, es estudiado con profundidad psicológica en la novela Mefisto (1936). De esta obra se hizo una magnífica versión cinematográfica en 1983, dirigida por István Szabó, y protagonizada por Klaus Maria Brandauer. El film ganó el Oscar a la mejor película extranjera.
¿Se puede engañar al diablo?
La novela Mefisto, de Klaus Mann, hijo del gran Thomas Mann, describe la carrera de un oportunista. Se cree que Klaus vio en su cuñado, Gustaf Gründgens, esposo de Erika Mann, de quien se divorció en 1929, ese tipo de personalidad de trepador social sin escrúpulos. En otras palabras, la novela de Mefisto explora la vida interior de un arribista que solo puede ser auténtico al representar lo que no es.
El personaje protagonista, Hendrik Höfgen, es un excelente actor dramático que llegó a hacer con virtuosismo a Mefisto, el demonio tentador del Fausto de Goethe. Höfgen comienza con simpatías por la izquierda. Tuvo militancia activa en el movimiento socialista de la Alemania de la República de Weimar. Con el ascenso del nacionalsocialismo, cambia de bando y se convierte en dignatario del Tercer Reich. Para disfrutar de sus prebendas, se gana el aprecio de los jerarcas con adulaciones y llega a colaborar en la persecución de sus antiguos camaradas.
El tema de la novela es la seducción que el poder ejerce sobre aquellos que prefieren acallar su conciencia moral con la excusa de garantizar el libre desarrollo de sus talentos. Esto tiene sus consecuencias para la integridad de la persona. No podemos olvidar que somos seres morales. Así, presenciamos el vacío de la vida de un actor que únicamente se siente pleno en la realización de sus personajes.
La trama concluye con una amarga ironía. El sueño más preciado del protagonista es ser considerado el mejor actor de Alemania. Para lograr este sueño vende su alma al diablo. Se da cuenta demasiado tarde de que, en la vida real, no está encarnando a Mefisto sino el papel de Fausto. Con amargura descubre que el líder nazi, que ha promovido su carrera, es el verdadero Mefisto. En conclusión, al diablo no se le puede engañar. No hay medias tintas en lo que se refiere a la moral.
El colaboracionismo cotidiano
A las formas de colaboracionismo que enumeramos más arriba, se le puede agregar una más. El colaboracionismo indiferente. Aunque nos repugne el enemigo, queremos pasar desapercibidos y no meternos en problemas. Así decidimos cumplir con nuestras tareas sin hacer nada que pueda poner en peligro nuestra existencia. Refiere a la categoría de la “esclavitud tranquila” a la que refiere el viejo adagio.
En este caso se plantea el problema de la responsabilidad personal bajo un régimen totalitario. Puede que no seamos oportunistas, como el personaje de Mefisto, y que solamente mantengamos la actitud de vivir y dejar vivir. Pero, ¿eso nos exime de responsabilidad?
Según Hannah Arendt, en su libro Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, no podemos creer que toda una sociedad se ha convertido en un monstruo sádico, y nos explica que el mal, en un régimen totalitario, es cometido de forma cotidiana, de manera trivial e indiferente. Esto es lo que ella califica como la banalidad del mal. El mal es el producto de seres humanos que no reflexionan, cuyo drama radica en no haberse atrevido a hacer un examen de conciencia.
En la obra, Arendt nos enfrenta a la capacidad del ser humano corriente de causar daño a sus congéneres por la ideología. Segundo, lo nocivo que significa sobrevivir en un Estado totalitario tratando de cumplir solo con nuestro trabajo sin evaluar las consecuencias morales. Tercero, nos lleva a la toma de conciencia acerca de la extensión del colaboracionismo, el cual provocó una actitud irreflexiva en la población de un país culto como Alemania. Cuarto, se adentra en cómo el colaboracionismo consigue involucrar a las propias víctimas, las cuales llegan a negociar con sus verdugos para sobrevivir.
Arendt reconoce que hubo personas excepcionales que supieron distinguir entre el bien y el mal, a pesar del universo de terror y muerte al que estaban enfrentadas. Este es el valor moral que devuelve la esperanza sobre la humanidad.
El libro de Arendt gira en torno a la figura de Otto Adolf Eichmann, quien fue un teniente coronel de las SS nazis y responsable directo de la “solución final”, principalmente en Polonia, y de los transportes de deportados a los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Al final de la guerra huyó a Argentina, donde se ocultó con un nombre falso, hasta que el servicio secreto israelí lo descubrió, lo secuestró y lo transportó a Israel para ser sometido a la ley por sus crímenes.
Nos cuenta Arendt que, en el juicio a Eichmann, llevado a cabo en Jerusalén, tanto a los miembros del jurado como al público se les hacía imposible creer en la normalidad de Eichmann. Lo veían como un ser demoníaco, como un sádico que disfrutaba asesinando judíos. Arendt lo vio distinto. Como a una persona normal, un ciudadano preocupado por cumplir las órdenes burocráticas, sin cuestionarlas. Esa vocación de funcionario obediente lo convirtió en insensible al dolor ajeno e incapaz del juicio moral.
“Lo más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales.” (EJ, p. 177)
Arendt revela el propósito de los gobiernos totalitarios en reducir al ser humano a funcionario, para luego convertirlo en pieza de una máquina burocrática deshumanizada. Por otra parte, los crímenes son legalizados para que el funcionario sienta que no está violando la moral o la ley. Por eso son tan excepcionales las personas que pueden tomar conciencia del horror de la situación y tienen el valor de no colaborar.
El tema del colaboracionismo indiferente recuerda al famoso poema de Martin Niemöller: Cuando los nazis vinieron (atribuido erróneamente a Bertolt Brecht):
Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era comunista.
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata.
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista.
Cuando vinieron a por los judíos,
no pronuncié palabra,
porque yo no era judío.
Cuando finalmente vinieron a por mí,
no había nadie más que pudiera protestar.
En conclusión, podemos ser colaboracionistas si dejamos anestesiar nuestra conciencia moral y la entregamos.
La dignidad: tres ejemplos
Nos cuenta Herodoto (VII, 134) que en la antigua Grecia dos nobles espartanos se ofrecieron voluntariamente como víctimas a los persas como reparación de los embajadores que fueron asesinados por su ciudad cuando se le exigió que se sometiera al rey Darío. Estos caballeros se presentaron ante Hidarnes, el general persa que los recibió con amabilidad, y les hablo de esta manera:
-¿Por qué, oh amigos Lacedemonios, mostráis tanta aversión a la amistad con la que el rey os convida? En mi persona y en mi fortuna tenéis a la vista una prueba evidente de cómo sabe el rey honrar a los sujetos de mérito y a los hombres de valor. En vosotros mismos experimentaríais otro tanto si quisierais declararos por vasallos del rey, quien, como está de vuestras prendas bien informado, haría sin falta que fuese cada uno de vosotros gobernador de alguna provincia de la Grecia.
A lo cual ellos respondieron:
-Este tu aviso, Hidarnes, por lo que a nosotros mira no tiene igual fuerza y razón que por lo que mira a ti, tú que nos lo das; sí sabes por experiencia el bien que hay en ser vasallo del rey, pero no el que hay en ser libre e independiente. Hecho a servir como criado, no has probado jamás hasta ahora si es o no dulce la independencia de un hombre libre; si la hubieses probado alguna vez, seguros estamos de que no sólo nos aconsejaríais que la mantuviéramos a punta de lanza, sino a golpe de seguir ofreciendo el cuello al acero.
Los dos valientes pusieron su dignidad por encima de su vida. Al final, los persas quedaron tan impresionados por su actitud que, en un acto de gallardía los perdonaron y los dejaron ir.
El 5 de octubre de 1938, el primer ministro Neville Chamberlain se presentó ante la Cámara de los Comunes del parlamento británico para defender el acuerdo entre Francia, Gran Bretaña, Alemania e Italia que cedía a las ansias expansionistas nazis la región checa de los Sudetes. Con esta decisión, pretendían evitar una guerra en Europa a costa de traicionar a Checoslovaquia, a la que ni siquiera permitieron asistir a la reunión.
Tras esta reunión, una sesión del parlamento británico pasó a la historia por su cobardía y su ceguera política, con la excepción de Winston Churchill, quien en su intervención afirmó categóricamente: “Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra… elegísteis el deshonor, y ahora tendréis la guerra”. Con el tiempo, Churchill lograría convertirse en el líder de Gran Bretaña, invertir la actitud política de su país y enfrentar con éxito a un enemigo despiadado.
Un ejemplo de fuerza moral tomado de nuestra historia nacional, lo tenemos en Fermín Toro. El 24 de enero de 1848, el congreso venezolano se planteaba enjuiciar al presidente de ese momento, José Tadeo Monagas, por trasgredir la constitución. Entre los parlamentarios se caldearon los ánimos hasta que tuvo lugar un violento enfrentamiento.
Dicho evento ha sido recordado como el Atentado al Congreso, también ha sido llamado el Fusilamiento del Congreso. Todo ocurrió bajo la mirada complaciente del presidente Monagas, quien aprovechó la situación irregular para intervenir el parlamento. Días después, el poder legislativo se volvió a instalar bajo el control del gobernante. Desde entonces perdió su autonomía. Muchos se plegaron a las nuevas condiciones. Pocos se negaron. Entre estos últimos destaca Fermín Toro, diputado por Caracas, quien, ante el requerimiento de los emisarios del dictador, contestó: “Díganle ustedes al general Monagas que mi cadáver lo llevarán, pero que Fermín Toro no se prostituye”.
Desmond Tutu, pacifista sudafricano y Premio Nobel de la paz 1984, ha dicho: “Si eres neutral en situaciones de injusticia has elegido el lado del opresor”.