Democracia y Política

“¿Y Dilma, qué ha conseguido?”

En octubre de 2012 fui a Recife a ver a Eduardo Campos. Después de hablar de su balance como gobernador de Pernambuco, le pregunté por las elecciones presidenciales en Brasil. Prefirió hablar confidencialmente. “Fernando Henrique ganó un segundo mandato porque acabó con la inflación. Lula ganó un segundo mandato porque sacó a millones de personas de la pobreza”, dijo.

“¿Y Dilma, qué ha conseguido?”. “Ha abierto muchos temas pero no ha cerrado ninguno.” Dilma Rousseff —simplemente Dilma para los brasileños— era la favorita para ganar las elecciones, como lo ha seguido siendo durante la mayor parte del tiempo desde entonces. El agudo instinto político de Campos supo ver en la debilidad de ella su propia oportunidad, que la muerte le arrebató trágicamente en accidente aéreo el pasado agosto. Pero esa pregunta —¿qué ha conseguido Dilma?— ha estado flotando sobre la campaña. La presidenta solo ha sido capaz de ofrecer una respuesta a medias. Y esa es la razón, a mi parecer, de que el 26 de octubre probablemente pierda frente a Aécio Neves en la segunda vuelta de las elecciones.

Esa no es aún la opinión más general. Los analistas se han convencido a sí mismos de la invulnerabilidad de Dilma. Se dice que los presidentes en ejercicio no pierden en América Latina (solo dos lo han hecho desde 1990). El Partido de los Trabajadores (PT), en el Gobierno, es el que tiene más dinero y los mejores propagandistas. En Luiz Inácio Lula da Silva, su mentor y aliado político, Dilma tiene al más eficaz activista de Brasil, al único político capaz de hablar en su mismo lenguaje a las masas de pobres, y no tan pobres, del noreste y de la periferia de las grandes ciudades. Están agradecidos a Lula y al PT por una década de crecimiento económico rápido y ambiciosos programas sociales: no solo Bolsa Família, al que ahora tienen acceso unos 12 millones de familias pobres, sino también por millones de becas estudiantiles.

La respuesta a medias de Dilma es que ella los ha mantenido, añadiendo un popular programa de viviendas de bajo coste, un gran esfuerzo de erradicación de la pobreza extrema e iniciativas como los depósitos de agua rurales. A pesar de las dificultades económicas, Brasil todavía disfruta de casi pleno empleo y los salarios reales, aunque lentamente, siguen subiendo.

Pero para muchos brasileños esto ya no basta. Su insatisfacción se escenificó en la espontánea ola de protestas de junio de 2013, que en su punto culminante llevó a un millón de personas a la calle. La principal exigencia era la de mejores servicios públicos —sanidad, educación, transporte público y policía— y menos corrupción política. En otras palabras, un tipo diferente de Estado, algo a lo que Dilma y el PT han visto que es difícil responder.

Desde la crisis financiera de 2008, el PT y Dilma han empezado a resucitar el viejo Estado corporativo, el de Getúlio Vargas, líder de la construcción nacional de Brasil de mitad del siglo XX y de la dictadura militar de 1964-85. Convencida de que el capitalismo anglosajón del laissez-faire ha fallado, Dilma ha intervenido sin cesar en la economía. Apremió al Banco Central para rebajar los tipos de interés, permitió que Hacienda utilizara trucos contables para cumplir los objetivos fiscales, incrementó los préstamos subvencionados de bancos de los Estados para favorecer a empresas y reajustó constantemente una abrumadora variedad de exenciones tributarias. El resultado fue destruir la confianza de inversores y empresarios en su política económica. La inversión se ha hundido, incluso a pesar de los estímulos oficiales sobre la demanda. El mediocre crecimiento económico —una media del 1,6% anual bajo Dilma— ha dado paso este año a una leve recesión. Si la inversión representa solo alrededor de un 17% del PIB en comparación con la media del 22% en América Latina, se debe también a que Dilma ha hecho poco por enfrentarse al coste Brasil: un oneroso sistema fiscal, pobres infraestructuras, un marco laboral copiado de Mussolini y montones de inútiles regulaciones. Además, Dilma carece del talento político de Lula y de su capacidad para adaptarse a los acontecimientos. En tanto que líder sindical, él se educó en el pragmatismo y la negociación; nacida en el seno de la clase media, Dilma fue una estudiante marxista; de ahí procede un terco dogmatismo que difícilmente se adapta al flexible entorno de Brasilia.

Con el menor crecimiento, el Gobierno ha carecido del dinero necesario para gastar en servicios públicos. Recauda ya el 36% del PIB vía impuestos, similar a la media de la OCDE. Los manifestantes tienen razón en que el Estado gasta de forma equivocada; hay demasiado dinero que va a parar a sectores privilegiados (pensionistas del sector público, empresarios, políticos). Y ahora los brasileños están empezando a notar la desaceleración económica: la industria está despidiendo trabajadores, la confianza de los consumidores se ha hundido y la inflación ha aumentado hasta un 6,7%, lo que anima a gastar sin freno.

Por todo ello, durante el pasado año las encuestas han mostrado de forma consistente que el 60%-70% de los brasileños quieren que el próximo presidente sea alguien distinto a Dilma. Pero para que pierda Dilma, la oposición tiene que ganar las elecciones. Y eso es difícil. En los últimos 12 años Lula ha conseguido polarizar la política: el PT y el lulismo están con la gente, mientras que el liberal Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) de Cardoso y Neves es el partido de los banqueros, de la privatización y de la austeridad. Lo cual es una caricatura: Lula pudo gastar más gracias a la difícil, y a menudo impopular, tarea de Cardoso de estabilizar la economía, y los beneficios de la banca nunca fueron tan altos como con el Gobierno del PT. Pero es políticamente eficaz.

La muerte de Campos desorganizó las elecciones, como señala Claudio Couto, un politólogo de la Fundación Getúlio Vargas. Detuvo el firme ascenso de Neves en las encuestas de opinión y catapultó a Marina Silva, coaligada con Campos en la carrera electoral. En contra de lo que se daba por sentado, eso ayudó a Dilma. Silva, con su preocupación por el medio ambiente y su exigencia de una “nueva política”, es un símbolo de cambio. Pero ante el feroz ataque del PT no consiguió persuadir a los votantes de que podía gobernar a 200 millones de brasileños.

Aécio Neves tenía un problema distinto. Miembro del sistema, en sus dos mandatos como gobernador de Minas Gerais (segundo Estado más importante de Brasil) transformó las finanzas públicas mediante un tratamiento de choque mientras mantenía los mejores sistemas escolares del país. Pero había un interrogante sobre la voluntad de ocupar el máximo cargo por parte de un hombre cuyo hobby era ir a fiestas acompañado por modelos. En su campaña de la segunda vuelta, Neves ha mostrado una resolución nueva. Cuenta con un impresionante equipo de tecnócratas. Promete un rápido retorno a las políticas económicas sólidas, un choque inversor, una reforma fiscal y una reforma política. El respaldo que le dará Marina ayudará a rebatir las (falsas) insinuaciones del PT de que Aécio recortará Bolsa Família.

Salvo que el PT destape un escándalo en la vida privada de Neves, lo que podría inclinar la elección en su favor es el escándalo público relacionado con Petrobras. Las continuas revelaciones de que, bajo el control del PT, la joya de la corona empresarial del Estado se ha convertido en una máquina de canalizar sobornos al partido están perjudicando mucho a Dilma. Nadie sugiere que sea personalmente corrupta, pero, cuando fue ministra de Energía, ella presidía el Consejo de Petrobras. El abuso de una opacidad estatal sin escrúpulos en favor de intereses de partido sintetiza lo que va mal en Brasil.

Tras 12 años de PT, Brasil está maduro para el cambio y la alternancia. Necesita mejores políticas para volver al crecimiento económico y al progreso continuado. Si Dilma resiste, su Gobierno será débil, y nada indica que estuviera lista para un cambio serio de rumbo. Si gana Neves, su victoria repercutiría en toda Latinoamérica. Demostraría que el poder de la presidencia le debe mucho a la recompensa económica del auge de las materias primas. Tiempos económicamente más difíciles darán paso a una nueva política, en la que la hegemonía de la izquierda habrá terminado.

 

Michael Reid es columnista para América Latina de The Economist. Es autor de Brazil: The Troubled Rise of a Global Power (Yale University Press).

Traducción de Juan Ramón Azaola.

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