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Y mi amor en tu ventana…

(Ventanas para voyeristas, enamorados, francotiradores, serenatas y algo más)

La ventana, más limitada que el balcón y la puerta, aunque más íntima y resguardada para ciertos efectos, es otra conexión del afuera y el adentro. No sé cómo será un espacio de vivienda carente de ventanas. Debe ser, aparte de melancólico, lo más parecido a una mazmorra, a un calabozo de angustia. Esa transmisión que hace una ventana con el exterior establece vínculos con la voz de la calle, con el transeúnte, con los vehículos, con el mundo que pasa… y —bueno, tal vez ya no tanto— con las serenatas.

Una ventana tiene ojos. Es una estructura singular para la comunicación. Y para otros usos, a veces en la categoría de lo subrepticio. Ventanas hay en las que, en sus alféizares, se depositan macetas de plantas de jardín. Y tienen el encanto de la observación clandestina, tras cortinajes o persianas, hacia fueros de lo público.

Una ventana muy recordada es “La ventana indiscreta”, el filme de Alfred Hitchcock que nos conecta con espacios de urbanización de apartamentos y, en especial, con la situación de un fotógrafo confinado a una silla de ruedas, cuya residencia da a un patio interior en el que sobresalen ventanales, que, por la estación del calor, permanecen abiertos. El observador profesional (al fin de cuentas, tiene un ojo adiestrado) aspira a que suceda en uno de esos espacios (que pueden conectarse con la idea de asfixiante confinación) un asesinato.

La ventana es una aliada del voyerismo. De mirones y gateadores. De aquel que aspira a descubrir, a través de las hendijas, de una abertura de la persiana o por un corrimiento sutil de cortina, otras emociones y paisajes. A veces, conectados con la intimidad de otras personas, de vecinos y visitantes de otros ámbitos. Desde la ventana puede clavarse la mirada sobre una vecina atractiva, ver el vuelo de los pájaros, la presencia en los alambrados de azulejos, canarios y otras especies de aves, y avistar el ruidoso volar de guacamayas y loras.

Una ventana a veces es una trinchera. Un espacio para el francotirador. Una vía de escape para el amante furtivo cuando está a punto de ser pillado por aquel que, engañado, ya siente en su frente cómo crecen las cornamentas. Ventana de salvaciones y culpas. De murmuraciones y secretos.  Cantada, pintada, poetizada. Y también erigida como una suerte de espacio por el que te pueden arrojar, en una acción cuyo nombre parece dibujar y narrar toda la dimensión del desastre: la defenestración.

Tirar la casa por la ventana es un dicho con capacidad simbólica y representativa. Está alineado con la festividad, la celebración, el goce y, por qué no, el despilfarro. Hay en la ventana, además, unas estampas románticas, unas destinaciones al canto, a las declaraciones de amor. En un tiempo, en la ciudad era una rutina, una manera de ser urbana, el visitar a la novia por la ventana. Ventana para la conversación, el romance y los besos robados. “Asómate a la ventana para que mi alma no pene”, dice un bambuco de Alejandro Flórez, interpretado, en otro ritmo, por Carlitos Gardel.

En cualquier caso, esta parte vital de la casa (que tiene presencia hacia el exterior y también hacia el adentro), que como se ve ha sido una colección de usos diversos, tiene diversidad de formas y materiales. Maderas y cementos, granitos y vidrieras. Ventanas corredizas, fijas, enrejadas, con barrotes, con calados, las célebres ventanas arrodilladas de la arquitectura antioqueña; las que casi tienen el tamaño de una puerta, como las que apenas están sugeridas, sin presencia contundente.

 

 

 

 

 

Hay ventanas tristes (las de algunos poetas, como Kavafis, por ejemplo) y contentas. Envejecidas, con una añeja pátina del tiempo, y otras muy rejuvenecidas o recientes. Son, se ha dicho, los ojos de la casa. Y un puente o camino de la curiosidad, sobre todo infantil. Hay viejos, claro, que se asoman a las ventanas y quizá hacen una reconstrucción de su pasado, se ven caminar por las calles, tal vez retornen a sus días ágiles y juveniles cuando el afuera era una insistente presencia de su cotidianidad.

En la recepción del Premio Príncipe de Asturias, en 2007, el escritor Amos Oz pronunció un discurso, al que tituló La mujer de la ventana, en el que, entre otras sugerencias, llamó a leer novelas, porque es como visitar las estancias íntimas de otras personas y penetrar en sus espacios, a veces insólitos o inesperados.

El autor de Judas y Contra el fanatismo, también dijo, como remate de su intervención: “La mujer de la ventana puede ser una mujer palestina de Nablus y puede ser una mujer israelí de Tel Aviv. Si desean ayudar a que haya paz entre las dos mujeres de las dos ventanas, les conviene leer más acerca de ellas. Lean novelas, queridos amigos, aprenderán mucho”.

La ventana, elemento arquitectónico que aparece en poemas, canciones, relatos, novelas, ha sido una invitada especial a las artes plástica. Se dice que ella, en sí misma, es una narración visual, atiborrada de sugerencias y misterios. El Renacimiento otorgó a esta construcción un atractivo lugar en lienzos y otros materiales. Los pintores flamencos y toscanos la tuvieron en cuenta, y así, por ejemplo, se pueden apreciar ventanas de Durero, de Vermeer, de Friedrich. Es probable que las ventanas más sugerentes sean las de Edward Hopper, aunque, para otros, hay una atracción descomunal y deliciosa en obras de Murillo, Velásquez, Matisse, Chagall, Dalí, Magritte…

Ventanas en las que se asoma una muchacha bonita, una anciana, un gato, un perro… En algunas residencias suple al balcón. Baudelaire tiene en su libro El spleen de París, una nota titulada Las ventanas: “Quien desde fuera mira a través de una ventana abierta, jamás ve tantas cosas como quien mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, tenebroso y deslumbrante que una ventana tenuemente iluminada por un candil”.

Y las ventanas de las tres de la mañana, en Buenos Aires, narradas por Roberto Arlt en una de sus Aguafuertes porteñas. En ellas se insinúan los interiores de conventillos, las conversaciones con mate de amigos que ya decidieron no dormir, las ventanas de los pobres y de los trasnochadores.

 

 

 

 

La ventana ha sido imprescindible en tiempos de pestes y pandemias. En los confinamientos obligatorios Una unión con lo que está más allá de los muros. A veces, el transcurrir del barrio, de la calle, de la ciudad, solo se puede medir y descifrar desde la observación cuidadosa desde un ventanal. No es poca cosa cuando hay encierros obligatorios.  “En estas salas oscuras, en las que paso / días opresivos, camino de un lado a otro, /
buscando las ventanas”, anuncia Kavafis.

Hay ventanas siniestras y festivas. Angustiantes y jubilosas. Ventanas que cantan. Ventanas que lloran. Por unas pueden penetrar las estrellas y las brisas de la noche; por otras, una corriente de aire que puede ser fatal, como en un cuento de Maupassant. Ventanas del crepúsculo, de los amaneceres, de las lluvias, de las voces perdidas. Y también de los arreboles y las flores del guayacán.

En el tango hay ventanas cantadas y poetizadas, tanto en el centro como en los arrabales. Una, muy sentida, es la de Sur, de Homero Manzi: “Las calles y las lunas suburbanas / y mi amor y tu ventana / todo ha muerto, ya lo sé…”.

(Escrito en Medellín el 9 de mayo de 2021)

 

 

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