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¿Y si acabamos con las elecciones?

clickhandler-ashxHay libros que aparecen en los mostradores de los aeropuertos como provocaciones. Pocos lugares tan adecuados para medir las preocupaciones mundiales como las librerías de estos sitios, algo así como el duty-free de los intereses planetarios. Uno, pongamos por caso, se dirige a Toronto desde Reikiavik. Los misterios de las escalas son inescrutables. El origen es Venecia. De festival en festival de cine. Y allí está, recomendado, tal y como señala la solapa, por el propio J.M. Coetzee, Against Elections: The Case for Democracy (Contra las elecciones: el caso de la democracia). Conclusión, lo compras (no llega a 10 euros) y, en las cinco horas de vuelo por delante, lo devoras. Dicen que los virus se propagan así.

Lo que hace el belga David Van Reybrouck es analizar lo que él llama el «Síndrome de fatiga de las democracias». Uno levanta la vista y qué ve. Gobiernos maniatados por organismos internacionales, primaveras árabes convertidas en la excusa de los peores terroristas, referéndums vividos como una pesadilla en el corazón de la Europa educada, la posibilidad de que un provocador (además de payaso confeso) alcance el puesto más poderoso del universo conocido… Lo de España tampoco tranquiliza.

Lo que, resumiendo mucho, viene a decir este belga que en un libro anterior diseccionó las atrocidades de su país en el Congo es que hemos acabado por hacer coincidir el término de democracia con el de las elecciones hasta casi la enfermedad. ¿Tiene sentido, en plena era digital, seguir montando el circo que se monta cada vez que se vota cuando un simple clic o un mail valdrían para saber al instante la opinión de un país entero? ¿Por qué la política sigue funcionando con su viejo sistema aristocrático de castas maniatadas por los poderosos y sus voceros mediáticos en plena eclosión de, lo han adivinado, las redes sociales? Son sólo algunas de las preguntas más vistosas, o demagógicas, en un bonito rosario de ellas servido con un poder de seducción aeroportuario incuestionable. La metáfora más conseguida es ésa que dice que las elecciones fueron durante mucho tiempo la gasolina de los sistemas democráticos y, de la misma manera que los combustibles orgánicos, han acabado por transformarse en su gran problema ecológico. Su supervivencia (la de la democracia) depende de encontrar energías renovables. Aplausos.

¿Y la solución? Lo que él propone es fijarse en Atenas. La de antes. Eso, o menos retórico, en el sistema de jurados públicos. ¿Y si en lugar de elegir a los representantes dejamos que, en vez de nosotros, lo haga la suerte? No me miren así, la idea es buena. Se trataría de hacer rotar los puestos (ministerios incluidos) de manera aleatoria entre la población. Si damos por bueno que un hombre común con un nivel mínimo de educación y habilidades sociales decida sobre la vida de un acusado, ¿por qué no habría de hacer otro tanto y con igual nivel de acierto o error sobre dónde dirigir los presupuestos? ¿Realmente lo que pasa ahora es mejor? «Sortition» (es decir, algo así como Sorteocracia, lo llama). De un plumazo, fuera las luchas internas de los partidos. Me imagino (él no dice nada al respecto) lo bien que le sentaría a la educación pública e igualitaria un sistema así. Aunque sólo sea por miedo a que el próximo presidente de Gobierno fuera quién sabe quién, ¿no dedicaríamos la parte del león del gasto público sin excusas ni excepciones ni conciertos a que todos adquiriésemos la mejor preparación posible? Es sólo un sueño.

Por supuesto que la idea tiene pegas. La primera es que es irrealizable. Pero, ¿no tendría sentido aplicarla a muchos, o a algunos o a unos pocos (venga), ámbitos de la política? A ver qué encuentro en el viaje de vuelta.

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