Ya es hora de enterrar al Che Guevara para siempre
El 9 de octubre de 1967 el ejército boliviano, con la asistencia de la CIA, mató a Ernesto «Che» Guevara a sangre fría, bajo las órdenes del presidente de Bolivia. Así terminó su efímero intento de desatar una guerra de guerrillas en el corazón de la Cordillera de Los Andes. Cincuenta años después, el actual presidente de Bolivia, Evo Morales, y varios miles de activistas se reunieron allí esta semana para honrar la memoria de Guevara.
La muerte del Che, con su melena y boina, se ha convertido en uno de los iconos favoritos del mundo revolucionario. Sus seguidores se extienden por todo el mundo. Jóvenes rebeldes visten camisetas con su imagen. Irlanda este mes emitió una estampilla conmemorativa. Pero es en América Latina donde su influencia ha sido mayor, y donde su legado – especialmente para la izquierda – ha sido más perjudicial.
El asceta y asmático médico argentino combatió junto a Fidel Castro en las montañas de la Sierra Maestra de Cuba. Después de que la Revolución Cubana impusiera el comunismo en la isla, Guevara salió a intentar «liberar» primero al Congo y después a Bolivia. Quienes idolatran al Che, lo hacen porque ven en él un idealista que sacrificó su vida por una causa. Un aura de sacrificio cristiano le rodea.
Esa causa, declaró Evo Morales esta semana, era el «anti-imperialismo» y poner fin a la explotación, sustituyéndola por el «socialismo» (es decir, el comunismo). En esto, Guevara fue un hombre de los años 60; fomentó la revolución mientras bombarderos yanquis lanzaban napalm sobre campesinos vietnamitas y cuando todavía era posible para muchas personas creer que sólo la violencia y el comunismo podrían derrotar al expansionista imperialismo americano.
Para la izquierda latinoamericana, esa visión se ha quedado en el arcaísmo. En Colombia contribuyó con la insurgencia destructiva de las FARC, que finalizó el año pasado, y del Ejército de Liberación Nacional (ELN), un grupo abiertamente guevarista, que declaró un cese del fuego el mes pasado. Nicolás Maduro, el presidente de Venezuela, justifica el aplastamiento de la oposición como un acto de anti-imperialismo. Morales, quien después de 11 años en el poder no muestra señales de estar dispuesto a abandonarlo, todavía puede tratar de hacer lo mismo.
Así de cerrada es la visión anti-imperialista que gran parte de la izquierda latinoamericana no ha podido detectar que la injerencia estadounidense en la región se terminó con la guerra fría, y que la mayoría de los jóvenes latinoamericanos consideran a los Estados Unidos como una fuente de inversión, de oportunidades y de avances tecnológicos (o al menos lo hacían antes de la llegada del presidente Donald Trump). Pero los viejos dogmas difícilmente mueren. «La Cordillera», un film argentino recién estrenado, retrata a un diplomático norteamericano que ofrece un soborno masivo a un ficticio presidente argentino (interpretado por Ricardo Darín, de la película ganadora del Oscar «El secreto de sus ojos»). El aliciente es votar en contra de un cártel petrolero regional propuesto por un líder brasileño de izquierda. La película parece olvidar el hecho de que América Latina ha visto recientemente casi lo contrario: empresas cercanas a un presidente de izquierda en Brasil distribuyendo dinero para lograr la elección de candidatos amigos en otros países y luego pagar sobornos para ganar contratos públicos.
En opinión de Guevara, la igualdad puede lograrse mediante una nivelación hacia abajo. Como ministro de industrias en Cuba, quería expropiar cada granja y cada negocio. Cierto, Cuba ofrece a sus habitantes un razonable cuidado de la salud y de educación, y les ayuda en los desastres naturales, pero esos logros han llegado a costa de salarios de miseria, la negación de oportunidades y una brutal represión de la disidencia. El pastiche venezolano de la revolución cubana, instalado por el fallecido Hugo Chávez, otro fan del Che, ha empobrecido a las masas mientras que los amigos del régimen se han vuelto fabulosa y corruptamente ricos.
El error de Guevara fue negar la posibilidad de la democracia, o el progreso social que ella podría traer, en América Latina. La mayoría de los países de la región ya no están controlados por una oligarquía cerrada, ni están bajo control yanqui. Independientemente de sus errores y fracasos, los gobiernos reformistas en países como Chile, Brasil y Colombia han demostrado que la desigualdad, aunque sigue siendo elevada, puede reducirse mediante políticas adecuadas. Cuando el Che llegó por primera vez a Cuba, la Isla era uno de los países más desarrollados de América Latina. A pesar de su inversión en salud y educación, otros países con mayor libertad ya la han alcanzado y superado en algunos casos.
Al erigir el anti-imperialismo y la igualdad como valores supremos, demasiados izquierdistas han sido cómplices de la tiranía y la corrupción. Se han negado a condenar vergonzosamente la dictadura de Maduro en Venezuela. La democracia no sólo ofrece la mejor esperanza de progreso para las masas, también protege a la izquierda de sus propios errores. Hace mucho tiempo que llegó la hora de enterrar al Che y encontrar un mejor icono.
Traducción: Marcos Villasmil
NOTA ORIGINAL:
The Economist
BELLO
Time to bury Che Guevara for good
ON OCTOBER 9th 1967 the Bolivian army, with the CIA in attendance, shot Ernesto “Che” Guevara in cold blood, on the orders of Bolivia’s president. Thus ended his short-lived attempt to ignite a guerrilla war in the heart of the Andes. Fifty years on, Bolivia’s current president, Evo Morales, and several thousand activists assembled there this week to honour Guevara’s memory.
In death Che, with his flowing hair and beret, has become one of the world’s favourite revolutionary icons. His fans span the globe. Youthful rebels wear T-shirts emblazoned with his image. Ireland this month issued a commemorative stamp. But it is in Latin America where his influence has been greatest, and where his legacy—for the left in particular—has been most damaging.
The ascetic, asthmatic Argentine doctor first fought alongside Fidel Castro in the mountains of Cuba’s Sierra Maestra. After the Cuban revolution had imposed communism on the island, Guevara left to try to “liberate” first Congo and then Bolivia. Those who idolise Che do so because they see him as an idealist who laid down his life for a cause. An aura of Christian sacrifice surrounds him.
That cause was “anti-imperialism” and ending exploitation by replacing it with “socialism” (ie, communism), Mr Morales declared this week. In this, Guevara was a man of the 1960s—he fomented revolution as yanqui bombers were napalming Vietnamese peasants and when it was still possible for many people to believe that only violence and communism could defeat expansionary American imperialism.
For the Latin American left, that vision has congealed into archaism. In Colombia it contributed to the destructive insurgency of the FARC, which ended only last year, and that of the ELN, an avowedly guevarist group, which declared a ceasefire last month. Nicolás Maduro, Venezuela’s president, justifies the crushing of opposition as an act of anti-imperialism. Mr Morales, who after 11 years in power shows no sign of being prepared to relinquish it, may yet try to do the same.
So occluded is the lens of anti-imperialism that much of the Latin American left has failed to detect that American meddling in the region largely ended with the cold war, and that most younger Latin Americans see the United States as a source of investment, opportunity and technological progress (or at least did so before the arrival of President Donald Trump). But old dogmas die hard. “La Cordillera”, a newly released Argentine film, portrays an American diplomat offering a massive bribe to a fictional Argentine president (played by Ricardo Darín of the Oscar-winning “The Secret in Their Eyes”). The inducement is to vote against a regional oil cartel proposed by a left-wing Brazilian leader. The film seems oblivious to the fact that Latin America has just seen something that is almost the reverse: companies close to a left-wing president in Brazil showering money to get friendly candidates elected in other countries and then paying bribes to win public contracts.
In Guevara’s view, equality was to be achieved by levelling down. As minister of industries in Cuba, he wanted to expropriate every farm and shop. True, Cuba offers its people reasonable health care and education, and helps them through hurricanes, but those achievements have come at the cost of miserable wages, the denial of opportunity and the brutal suppression of dissent. In Venezuela’s pastiche of the Cuban revolution, installed by the late Hugo Chávez, another Che fan, the masses have been impoverished while insiders have become fabulously and corruptly rich.
Guevara’s mistake was to deny the possibility of democracy, or the social progress it could bring, in Latin America. Most countries in the region are no longer controlled by a narrow oligarchy, nor under the yanqui thumb. Whatever their mistakes and failings, reformist governments in countries like Chile, Brazil and Colombia have shown that inequality, while still high, can be reduced by good policies. When Che first set foot in Cuba, it was one of the most developed countries in Latin America. Despite its investment in health and education, freer countries have now caught up and in some cases surpassed it.
By erecting anti-imperialism and equality as supreme values, too many leftists have been complicit in tyranny and corruption. They have shamefully refused to condemn Mr Maduro’s dictatorship in Venezuela. Not only does democracy offer the best hope of progress for the masses, it also protects the left against its own mistakes. It is long past time to bury Che and find a better icon.