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Yasmina Reza: «La ética acaba donde empiezan los nervios»

La dramaturga francesa, una de las más importantes del mundo, repasa su trayectoria y sus obsesiones en esta entrevista. Anagrama ha publicado este año su 'Teatro', así como el monólogo 'Anne-Marie La Bella' y la novela 'Adam Haberberg'

                                                Yasmina Reza © Pascal Victor/ArtcomArt

Cuando Yasmina Reza publicó en 2007 ‘El alba la tarde o la noche’ (Anagrama), el libro que escribió después de seguir durante un año a Nicolás Sarkozy, un comentarista anónimo dijo: «A veces el cazador es más interesante que la presa».

Ese mismo año, Judith Thurman le dedicó un amplio perfil en ‘The New Yorker’ en el que la describía así: «El talento para la ingratitud es a menudo un requisito para conseguir grandes logros. Pocos creadores tienen el descaro de Yasmina Reza, pero son menos los que tienen una imaginación tan poderosa como la suya».

A Yasmina Reza (París, 1959) la envuelve el misterio y una cierta fama de misántropa que ella, reticente a conceder entrevistas, no se ha encargado de disipar. Su autor de cabecera es Thomas Bernhard, estudió sociología a la vez que teatro en la Universidad de París X Nanterre («estaba matando el tiempo»), confía en la intuición («no soy cerebral, mi trabajo es visceral y subjetivo») y tiene un árbol genealógico retorcido y bello, a su manera, aunque el pasado siempre ha sido una niebla en su familia: ninguno de sus padres mencionó nunca nada sobre sus experiencias bajo el régimen nazi. El éxito le llegó a los treinta y cinco años con ‘Arte’ (1995), una de las obras de teatro más representadas del mundo. En 2009 se estimaba que los ingresos brutos generados por este título habían superado los trescientos millones de dólares. La avalancha de elogios, ofertas e invitaciones la desestabilizó tanto que decidió esconderse del ruido. Se fue a la playa con su hija y allí empezó ‘Desolación’, su primera novela, el monólogo de un padre que, al final de su vida, se dirige a su hijo para mostrarle el inmenso rencor que lleva dentro.

Todo esto tal vez explique algo de su obra, que mirada desde lejos y en su conjunto es una caricatura de nuestra especie en las posturas más risibles: una cena de parejas, una reunión de amigos, una reunión de padres preocupados por sus hijos. El ser humano, en sus escenas, es un animal al borde de un ataque de nervios. Y la humanidad los platos rotos en el suelo.

Esta entrevista se hizo por escrito y en francés, como quiso la dramaturga.

—Vayamos por orden: ¿en el principio qué fue? ¿Qué recuerdos primeros tiene de la literatura, del teatro?

—Siempre fui una gran lectora de literatura. De pequeña leía colecciones juveniles. Mi primer libro de formato adulto, por llamarlo así, fue ‘El Gran Meaulnes’ de Alain Fournier. Mi atracción por el teatro llegó un poco más tarde. Me llevaron a ver una obra ‘de boulevard’, y para mí fue un verdadero choque; tuve la sensación de que las personas que había sobre el escenario eran de un tamaño mucho mayor al normal.

—Su madre era violinista, su padre no he podido averiguarlo. ¿Cómo fue su infancia? ¿Hasta qué punto le marcó el ambiente de su casa para convertirse en dramaturga? Y pregunto esto siendo consciente de que poco o nada sabemos del pasado de sus personajes, porque casi siempre escribe en presente.

—Mi madre era húngara, una violinista de alto nivel, pero después de las peripecias del exilio dejó de tocar. Mi padre era iraní, judío, nacido en Moscú. Tras dar vueltas por varios países, su familia se instaló en Francia. Cursó estudios de ingeniería de puentes y luego se lanzó a los negocios. El ambiente en casa era muy cosmopolita porque la mayoría de los amigos de mis padres eran exiliados. El francés que oía hablar era muy variopinto, y creo que mi estilo elíptico proviene en parte de los acentos, el ritmo y de cómo manejaban las palabras las personas de mi entorno.

—Sus padres eran judíos, también, aunque creo que la religión no es uno de sus temas literarios. ¿No le preocupa esa cuestión?

—Los judíos aparecen a menudo en mis libros. Sobre todo en ‘Una desolación’ y en el último, ‘Serge’, donde es incluso uno de los temas centrales. La religión judía no es en absoluto uno de mis temas literarios; en cambio, me hago preguntas sobre personajes judíos.

—En sus obras de teatro la civilización es una capa de esmalte muy fina que pronto se quiebra. Los personajes pasan de la educación y los buenos modales a los gritos y la ira en apenas una cena, una reunión. Eso que llamamos civilización, los valores occidentales, ¿es una hipocresía compartida? Y más importante: ¿es algo necesario?

—No usaría la palabra «hipocresía». Las relaciones humanas obedecen a reglas, y es mejor que así sea. Esto nos permite vivir juntos y tomar decisiones. Personalmente, me limito a poner en escena a personajes que pierden los papeles. Sin quererlo, no por voluntad de sedición, sino porque creo profundamente que la ética acaba allá donde empiezan los nervios. No hay que perder de vista que los códigos son solo un barniz. El ser humano también está hecho de violencia.

—¿Le interesa la actualidad o lo actual como materia literaria?

—Por supuesto que sí. No la actualidad del día a día, pero el mundo tal como es, tal como evoluciona. Todo puede servir de material: una cazuela, la luna, una galleta, una idea política…

—«Los grandes dramaturgos son moralistas», dijo una vez. ¿Lo sigue creyendo? ¿Cuál es el deber del dramaturgo, si es que tiene algún deber?

—No recuerdo esta frase. Ni el escritor ni tampoco el dramaturgo tienen ningún deber. Quiero decir, en el sentido social de la palabra. Su único deber es la justa restitución de su intuición.

—En ‘Arte’, tres amigos discuten acaloradamente ante un lienzo en blanco. Y el arte contemporáneo viene a ser lo que queda después de los gritos: solo al final de la obra Marcos acepta que el cuadro representa a un hombre atravesando el espacio. ¿Sin debate no hay obra?

—Interesante pregunta porque remite verdaderamente a nuestra época. Usted dice ‘sin discusiones’, yo diría incluso ‘sin comentarios’. El comentario conduce a la confusión entre el arte y la moralidad, la estética y la ética. Es la pendiente de nuestros tiempos, la obsesión por el ‘significado’. Personalmente, me parece que al reducir el arte a su interpretación buscamos domesticarlo.

—«A los veinte años ya sabes todo lo que hay que saber, no necesitas haber experimentado la vida para poder escribir sobre ella», sentenció en ‘The Paris Review’. ¿Qué sabía entonces? ¿Qué sospechas o intuiciones ha confirmado con el paso del tiempo?

—Mantengo esta frase, pero no sabría explicarla mejor hoy en día. Resulta bastante misterioso. No lo sabemos todo, por supuesto, pero tenemos el presentimiento de lo esencial. La vida que viene después permite verificar este presentimiento.

—Por cierto, empezó su carrera artística siendo actriz, pero pronto lo dejó. ¿Qué ocurrió? ¿Nunca ha querido volver a actuar?

—No. Lo he hecho varias veces desde entonces y he disfrutado, pero no es mi vida. Prefiero, de lejos, escribir o dirigir teatro.

—Sus historias parten de detalles pequeños, nimios, de frivolidades que esconden lo importante. ¿Cree que le falta prestigio a la frivolidad en la literatura? ¿O no le hace falta el prestigio?

—La frivolidad es necesaria. Ayuda a vivir, a soportar el tiempo, los días y ciertos sufrimientos.

—«La vida conyugal mata a todo el mundo», sentencia Nadine en ‘En el trineo de Schopenhauer’. «Yo me aburría con mi marido, pero ya se sabe, el aburrimiento forma parte del amor», dice Anne-Marie la Bella al principio de su monólogo. Hay quien dice que no soporta el concepto de pareja, que tiende a la misantropía… ¿Se vive mejor en soledad?

—No sé dónde ha leído esto. Me divierto con este concepto en la literatura y en el teatro. La pareja es una formación extremadamente rica. Pero no siento ninguna hostilidad particular hacia la pareja y menos aún hacia el amor, en el que creo, a Dios gracias. Este tipo de confusión resulta bastante habitual. Se atribuye al autor lo que dicen algunos personajes dentro de la ficción. Y esto es un error.

—Thomas Bernhard es uno de los autores más importantes de su vida, según ha declarado varias veces. Él era un ilustre misántropo…

—Me siento cercana a Bernhard no en mi visión del mundo, sino en mi manera de abordar la escritura. En su narración lleva a cabo una crítica de la existencia. No narra historias. Me siento cercana a esto. Yo tampoco cuento historias; de hecho, no sé hacerlo. Misántropa, no.

—Muchos directores de cine han querido adaptar alguno de sus textos, pero hasta ahora sólo Polanski lo ha logrado con ‘Un dios salvaje’. ¿Por qué? ¿Le preocupa que las adaptaciones no respeten su obra?

—No sé. No tengo prisa por ver mis obras en la pantalla grande.

—Por cierto, ¿cómo es su rutina de escritora?

—Es una cosa misteriosa que de hecho nunca es la misma. La única constante es la discreción. Trabajo con menos. Suprimiendo, borrando.

—A juzgar por la lista de los premios Nobel más recientes, parece que Francia sigue siendo uno de los referentes literarios mundiales. ¿Cómo lo ve usted?

—Pues es fantástico que usted vea las cosas así. Y confirmo que en Francia hay buenos escritores.

 

 

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