En la lotería ilegal cubana el número ocho significa muerto, la misma cifra del congreso del Partido Comunista (PCC) que concluyó este lunes en La Habana. El cónclave ha tenido toda la solemnidad de un funeral político para una generación que se despide de sus altos cargos, pero ha dejado pocas señales optimistas para la vida nacional que atraviesa su peor crisis en este siglo.
La salida de Raúl Castro de la secretaría de la organización más poderosa del país no sorprende. El irremediable paso de la biología lo ha empujado a echarse a un lado, al menos públicamente. Sin embargo, aunque en la cúpula del Partido ya nadie lleva el apellido del clan familiar que ha regido en Cuba por 62 años, sería ingenuo pensar que la estirpe salida del pequeño pueblito de Birán no intentará seguir controlando el destino nacional.
Para mantener el timón de la nave sin estar visiblemente en la cabina principal, Raúl Castro trazó con tiempo un plan que ha ido cumpliendo con la metódica disciplina de su lema personal: «sin prisa pero sin pausa». El nombramiento al frente del PCC de Miguel Díaz-Canel, un benjamín formado para mantener la continuidad del sistema a toda costa, ha sido un paso fundamental en esa plan de transferencia de responsabilidades públicas.
La irrupción en el Buró Político de Luis Alberto Rodríguez López-Calleja, exyerno de Castro y jefe del consorcio militar que controla gran parte del negocio del turismo en la Isla, apunta a que las prioridades del saliente líder del Partido son evitar que un giro reformista desmorone el sistema y que su familia termine por perder la gestión de los más suculentos trozos del pastel económico nacional.
Esa es la hoja de ruta que ha definido el general para pasar sus últimos días a salvo de los tribunales y de los barrotes, pero no basta. El país que ha traspasado, al menos nominalmente, vive su momento de mayor malestar ciudadano con el modelo político y económico. Las prohibiciones absurdas, el centralismo y una pésima gestión productiva han contribuido a un descalabro material que la pandemia ha profundizado en el último año.
Las demostraciones públicas de inconformidad ya no son exclusivas de la oposición y es rara la semana en que en las redes sociales no se difunda alguna protesta callejera, un enfrentamiento entre la gente y la policía o una denuncia contra los excesos de la Seguridad del Estado. Toda la nación parece como una vasta extensión de pasto seco bajo el inclemente sol de la miseria y de la represión que puede prenderse con una pequeña chispa o desembocar en otra de las tantas crisis migratorias que cíclicamente hemos vivido los cubanos.
En este Octavo Congreso, los jerarcas salientes del Partido Comunista prefirieron enviar el mensaje de la persistencia en un camino en lugar de enarbolar el cambio y optaron por apegarse al guion de una entrega del testigo ideológico en detrimento de anunciar el plan de aperturas que una parte de la población estaba esperando. Las próximas semanas, en la medida en que se publiquen más detalles del evento, habrá unos pocos que se froten las manos, muchos que terminen por armar la balsa para emigrar y otros más que encenderán la vela por la nación que sigue expirando.