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Yoani Sánchez: Crisis y autofagia en La Habana, el ciclo que no termina

Leer 'Nuestra hambre en La Habana' ahora mismo dentro de Cuba es como desplegar el mapa de la escasez que se ha apoderado otra vez de nuestro país

Hay un hambre que no se sacia con comida ni disminuye aunque se consigan alimentos y no vuelvan a faltar por largo tiempo. Es el hambre que queda en la memoria y hace arder el estómago aunque esté lleno. Esa sensación crónica de vacío recorre la historia de un joven en la Cuba del Período Especial que ha publicado el escritor Enrique del Risco con Plataforma Editorial.

Nuestra hambre en La Habana es un testimonio que hay que comenzar a leer después de cenar y, aun así, provocará en el lector intensas ráfagas de ansiedad por llevarse algo a la boca, viajes constantes al refrigerador y a la cocina. El volumen, de un poco más de 300 páginas, se sumerge en la crisis de los años 90 y retrata con crudeza la obsesión nacional alrededor del plato y de las cazuelas.

Del Risco muestra las costillas afuera de una sociedad reducida al ciclo de la supervivencia más básica, donde transportarse, hacer colas y tratar de masticar cualquier cosa ocupaban la mayor parte del tiempo. Con un estilo directo, irónico y, muchas veces, apelando al humor más descarnado, el escritor nos permite acompañarlo por la ruta de la voracidad que se adueñó de toda la Isla.

Así, de la mano de un joven recién graduado de Historia, asistimos al momento en que empieza a resquebrajarse la falsa burbuja de prosperidad que el subsidio soviético permitió en Cuba durante los años 80. Como un nubarrón que se avecina, empiezan los primeros síntomas de una crisis económica a la que Fidel Castro le colgó el eufemismo de «Período Especial en tiempos de paz».

Como un nubarrón que se avecina, empiezan los primeros síntomas de una crisis económica a la que Fidel Castro le colgó el eufemismo de «Período Especial en tiempos de paz

Mientras intenta saciar el inmenso apetito de un veinteañero, el protagonista de Nuestra hambre en La Habana debe lidiar también con el deterioro ético de una sociedad dispuesta a hacer casi cualquier cosa por poner algo en el plato. Con su bicicleta, que cruza la ciudad de un lado a otro, es testigo del incremento de los asaltos, la caza masiva de gatos callejeros para comérselos, el aumento de la prostitución con extranjeros y del único renglón en el que se siguió cumpliendo y sobrecumpliendo por todo el país: la represión.

Al concluir sus estudios, el joven logra un empleo en el Cementerio de Colón, el sitio que pone la tapa al pomo dramatúrgico de la historia. Allí convive con los saqueos a las tumbas, los nichos sin nombre de los que habían caído en desgracia y los malabares de un centro de trabajo estatal donde las delaciones y los informes inculpatorios estaban a la orden del día. La necrópolis insertada en esa otra ciudad de los muertos que al otro lado de los muros multiplicaba la tragedia del camposanto.

Y el sexo y el alcohol destilado, como las vías de escape de toda aquella realidad opresiva. Una nación impúdica que aprovechaba cada escalera, cada construcción a oscuras para amarse con ese frenesí que hubiera preferido descargar a mordidas sobre una hamburguesa. Beber hasta olvidarse del hambre o besar hasta dormirse y no tener que pensar en la leche condensada que ya no vendían, en la carne de res que había desaparecido o en el chocolate que había pasado a ser un producto mitológico del que se hablaba en los círculos alrededor de la vela que aliviaba de los apagones.

Sin embargo, a pesar de la descripción puntual de toda esa carestía colectiva que nos hizo quedarnos con harapos como ropa interior, nos sacó las clavículas hasta que parecían que iban a reventar la piel y nos obligó a convivir con el gruñido apagado del cerdo al que le habían hecho una cirugía para que no sonara en la bañadera del apartamento en que lo criaban, nada de eso deja una sensación tan apabullante como el retorno de aquella pesadilla.

Leer Nuestra hambre en La Habana ahora mismo dentro de Cuba es como desplegar el mapa de la escasez que se ha apoderado otra vez de nuestro país para revisar cuáles estaciones hemos transitado y cuáles nos faltan por vivir de nuevo. El guiño del título a la novela del escritor británico Graham Greene adelanta que esta vez no se trata de seguir la pista de espías ni de descubrir conspiraciones, sino más bien de perseguir la jama por los intrincados caminos de un sistema disfuncional.

Aunque tengas un plato a mano y mastiques durante un rato, intuyes que todo ha sido una ficción de bonanza y que pronto el hambre saltará

Mientras mis ojos recorrían las páginas de este libro de Enrique del Risco, el gallo que cría el vecino en el balcón apenas me dejaba concentrarme. Cuando ya iba por la mitad del volumen tuve que interrumpirlo por dos días porque una amiga me llamó para salir «al campo a comprar comida» que después escondimos en el maletero de un viejo vehículo y así logramos meterla en la ciudad. Apenas terminaba de procesar los últimos párrafos y un pariente me contó que había convertido en leña el escaparate de caoba de su abuela porque en su pueblo «ya no hay apagones sino alumbrones».

Existe un hambre que no se quita nunca porque siempre se teme que regrese. Aunque tengas un plato a mano y mastiques durante un rato, intuyes que todo ha sido una ficción de bonanza y que pronto el hambre saltará desde una esquina y se adueñará de tu mesa. Es el hambre que persigue a todo un país, incluso a los que emigran y que en los primeros tiempos fuera de la Isla tragan todo lo que pueden y lo que antes no han podido.

Hemos vuelto a aquel punto que Del Risco detalla en su texto: a la autofagia nerviosa de todo un pueblo dispuesto a no dejar nada donde se pueda hincar el diente.

 

 

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