Enorme, refrigerado y con sellos que delatan su andadura por los mares del mundo, así es el contenedor que ha llegado a nuestro barrio en La Habana. La alargada mole se ha convertido, en pocos días, en el centro de los rumores, las ilusiones y las críticas. «Es del dueño de una mipyme, que lo trajo para vender pollo congelado», me dice una vecina. «También va a ofertar salchichas, refrescos y cervezas», asegura un pensionado que vive justo frente al recipiente. «Seguro que pondrá los precios por las nubes», especula otra anciana.
En una zona con numerosos edificios de más de 12 pisos y escasos supermercados, el contenedor, de la marca Seaco, ha sido colocado sobre la acera a escasos metros de la oficina de Inmigración y Extranjería de Factor y Final, un lugar temido por tener una cárcel para extranjeros y un centro de procesamiento para deportados. «Hay que tener mucho valor para ponerle algo así delante de la cara a ‘esta gente'», opina uno de los jóvenes que pasa la mayor parte de sus días en el banco de un parque cercano. «Tiene que ser un alguien con palanca, un ex militar», concluye.
En poco tiempo, todo tipo de leyendas se han tejido alrededor del depósito. Lo que se cuenta muestra mucho de las aprehensiones y las esperanzas de los cubanos con las micro, pequeñas y medianas empresas, autorizadas hace apenas un par de años. Hay quienes creen que cuando se abran las puertas de la caja ya no habrá que desplazarse hacia Centro Habana o El Vedado para poder comprar un paquete de pollo congelado. «Será caro pero al menos estará cerca», me dice con alivio un antiguo microbrigadista que ayudó a construir nuestro bloque de concreto.
«Hay que tener mucho valor para ponerle algo así delante de la cara a ‘esta gente'», opina uno de los jóvenes que pasa la mayor parte de sus días en el banco de un parque cercano
El contenedor también ha hecho crecer la ojeriza. Su reluciente aspecto se erige muy cerca de la carnicería del mercado racionado, con la refrigeración rota hace años, los suministros que cada vez menguan más y su larga fila de personas con caras largas y salarios paupérrimos. «Ahí no van a poder comprar los jubilados», concluye una señora que intenta sobrevivir, exclusivamente, con su pensión de 1.400 pesos mensuales. Sin parientes en el extranjeros ni negocios ilegales, la mujer no tiene ninguna posibilidad de pagar a las mipymes más de 1.200 CUP por un kilogramo de leche.
Aunque en la zona hay locales que algunas vez funcionaron como tiendas en pesos convertibles y, anteriormente, como mercados para los productos que llegaban desde Europa del Este durante la época del subsidio soviético, nadie pone ya sus esperanzas en esos comercios. La gente sabe que ahora la venta más dinámica y con una oferta más variada es la que se hace en una esquina, sobre la acera, en un kiosco improvisado o desde el propio camión. La economía cubana ha pasado a tener como centro el contenedor.
«Vendo contenedor de aceite vegetal», «Hagan sus encargos ahora que el contenedor llega en la segunda quincena de agosto», «ofrecemos servicio de traslado profesional de su contenedor hasta cualquier parte de La Habana», «Nada de al menudeo, o compra el contenedor completo o no hay trato», son frases que se leen en grupos de Facebook, en portales de clasificados y en las listas de WhatsApp donde se promocionan las mercancías importadas. La experiencia de la tienda: tomar el carrito, desplazarse por los estantes y elegir el producto se ha vuelto superflua. Se compra a ciegas, la mayoría de las veces en cajas cerradas que afuera dicen el peso, unas frases en otro idioma y llevan un altanero gallo dibujado. «Tiene que comprar la caja de cuartos de pollo entera», aclara otro mipymero a un internauta que indaga por las cantidades.
También, cada vez con más frecuencia, se compra en divisas. «Somos mipymes con servicio a domicilio. Pida por esa boca. Pago en dólares, euros y MLC (moneda libremente convertible). Su familia puede hacer el pago desde el extranjero por Zelle, transferencia o Bizum», reza la publicidad de un negocio que tiene en su catálogo desde jugos, pasando por bebidas alcohólicas, hasta bombillos led. En el local principal, una decena de ordenados contenedores almacena la mercancía recién llegada del Puerto de Mariel. «Todo de calidad y traído de afuera», se vanagloria el comerciante.
Si se lograra fotografiar La Habana desde arriba poniendo una marca roja en cada contenedor que hace las veces de venduta, la ciudad parecería haber desarrollado la varicela. Un sarpullido de negocios improvisados que, allí donde se colocan, provocan esa fiebre popular que mezcla malestar e ilusión. «¿Ya te pusieron un contenedor en el barrio?», me saluda un amigo al que reencuentro después de un tiempo. «En el mío hay como cuatro», se adelanta en contarme. «Ahora ya la gente no está pendiente de cuándo llega el arroz a la bodega, sino del barco con el próximo contenedor».
Los sueños de millones en esta Isla ahora tienen forma rectangular, superficie metálica y pesan, pesan mucho.