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Yoani Sánchez – Día 31: Adivina adivinador

Desde que me levanto trato de impedir que la pandemia moldee mi existencia y dicte mi rutina, pero es difícil

El tiempo se deforma en cuarentena. Parece que ha pasado una eternidad desde que se informó del primer caso de covid-19 en Cuba y, sin embargo, hace unas pocas semanas anunciaron en la televisión oficial que tres viajeros presentaron síntomas al llegar a la Isla. Desde entonces, los días han tomado otra estructura y prolongado su duración. Para muchos, las jornadas ahora se dividen en esperar, sobrevivir, buscar alimentos y escuchar noticias.

Desde que me levanto trato de impedir que la pandemia moldee mi existencia y dicte mi rutina, pero es difícil. Las horas de trabajo han aumentado y muchas de las actividades que permitían relajar después del estrés de una Redacción periodística ya no existen o no se pueden hacer. Ni la visita a los amigos, ni la escapada al muro del Malecón, mucho menos invitar a unos colegas a compartir algo de buen cine sacado del paquete.

En el mercado que antaño llamábamos «el agro de los ricos» -por sus precios más altos- solo había unos tomates que parecían haber sido lanzados desde un camión

Hoy preparé mi bolsa y salí a recorrer el barrio para comprar comida. En el mercado que antaño llamábamos «el agro de los ricos» -por sus precios más altos- solo había unos tomates que parecían haber sido lanzados desde un camión. El local, ubicado en la calle Tulipán y que una vez fuera el epicentro comercial de la zona, cayó en desgracia hace años cuando las restricciones a los intermediarios y la aparición de otro mercado estatal lo asfixiaron.

Por las moscas y el olor a podrido supe que tendría que desechar parte de lo que comprara, pero valía el riesgo porque hace días que no hay tomates en ninguna tarima cercana. «No importa que estén aplastados, eso me adelanta algo el puré», me dije a mí misma en tono optimista y pagué por dos libras. Seguí por la misma calle y crucé hacia una tienda cercana pero la fila de más de 50 personas me hizo desistir.

Regresé y terminé en la línea de tren. A pocos metros, en la puerta de una pequeña tienda solo tres personas esperaban por ser atendidas. «Mi día de suerte», pensé. Marqué en la cola y aproveché para revisar el móvil y hacer un par de llamadas. Finalmente me tocó el turno. Un mostrador impedía el paso a los clientes pero desde afuera no eran visibles los estantes interiores con la mercancía. «¿Qué va a comprar?», me preguntó la mujer.

El coronavirus no solo ha torcido el tiempo sino que además parece haberle agregado varias nuevas distorsiones al absurdo cubano

El coronavirus no solo ha torcido el tiempo sino que además parece haberle agregado varias nuevas distorsiones al absurdo cubano. «¿Qué tiene a la venta?», respondí, pero la empleada era infatigable: «Usted me tiene que decir lo que busca y yo le digo si hay». Tremendo ejercicio, ahora iba a tener que repasar todo los alimentos que se me ocurrieran a ver si -por casualidad o suerte- quedaban en esa tienda.

Respiré profundo y empecé: ¿Pollo? No, no hay. ¿Salchichas? Hace rato que no tenemos. ¿Aceite? Está perdido. ¿Sardinas? No. Todo el glosario de los productos que alguna vez he visto vender en las tiendas cubanas comenzaron a desfilar por mi boca. ¿Mantequilla? Niña, qué memoria. ¿Leche? Hasta la semana pasada tuvimos evaporada. ¿Galletas? Nada de nada. Cuando ya estaba pensando que aquello era una broma colosal, se me ocurrió decir ¿Miel? y la sonriente empleada me respondió con otra pregunta «¿De cuál quieres de la chiquita o de la grande?»

«De la grande, sin duda», casi grité. «Si cada vez que necesito algo tengo que hacer esta enumeración se me va a gastar la mascarilla», no pude dejar de agregar con sarcasmo. Así que compré aquella botella de medio litro y de producción nacional. Regresé a casa, revisé las noticias, regué las plantas del huerto de autoconsumo y rescaté por enésima vez uno de mis zapatos de la boca de la nueva perrita.

En una pausa del trabajo me preparé el maní que tosté ayer con algo de la miel de esta mañana. Lo disfruté mirando La Habana desde el balcón del piso 14. Mañana será otro día. El tiempo y el absurdo  se volverán a dilatar y a contraer caprichosamente.

 

 

 

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