Yoani Sánchez / Día 41: La plaza vacía
Desde que vivo en este bloque de concreto cerca de la avenida Rancho Boyeros, he aprendido que a partir de la medianoche del 30 de abril es casi imposible pegar ojo
Lloviznaba cuando amaneció. En la mañana de este 1 de mayo todavía no había caído el célebre aguacero de la suerte que la gente espera como cosa buena nada más comenzar el quinto mes del año. Tampoco se escuchaba el tradicional ruido que en la madrugada anuncia que ha comenzado el traslado masivo para el desfile del Día de los Trabajadores. Mi barrio estaba silencioso y dormido.
Por más de dos décadas, desde que vivo en este bloque de concreto cerca de la avenida Rancho Boyeros, he aprendido que a partir de la medianoche del 30 de abril es casi imposible pegar ojo por la fila de ómnibus con gente traída desde barrios y provincias distantes que viene a copar la Plaza de la Revolución. La algarabía lo llena todo en esta fecha.
Pero este año, con el covid-19 que ya se ha cobrado 64 vidas hasta ahora, según las cifras oficiales publicadas este sábado, el desfile fue suspendido
Pero este año, con el covid-19 que ya se ha cobrado 64 vidas hasta ahora, según las cifras oficiales publicadas este sábado, el desfile fue suspendido. No es una pérdida significativa pues se trata de una convocatoria más pensada para aplaudir al poder que para expresar algún tipo de reivindicación laboral. En este 2020, en lugar de la habitual congregación masiva, los medios nacionales han llamado a aplaudir y conmemorar el día del proletariado desde cada casa. La suerte… es que yo vivo en un piso 14.
Desde mi atalaya, he visto a uno de mis vecinos -el que vende el combustible de su vehículo estatal en el mercado negro- aplaudir con un frenesí desmesurado. Lavar los pecados de la ilegalidad pasa muchas veces por demostrar un ferviente apoyo en estas fechas. Recuerdo unos amigos que tenían una visa para emigrar a Estados Unidos y el día anterior fueron a desfilar en la Plaza para no «marcarse» y evitar el susto de una negativa de salida.
También, esta mañana vi ondear una bandera roja en su balcón al mismo vecino que ayer se quejaba del paupérrimo módulo de cuatro huevos, un poco de harina de maíz y algo de fideos que le habían dado por tener más de 65 años y para sobrevivir a la pandemia. Su esposa, que se pasa todo el día hablando mal de los jerarcas del Partido hasta lanzó hoy un «¡Viva Díaz-Canel!» y sonó una vieja matraca de madera.
El grupo en el poder se apropió una fecha que era de todos los trabajadores. Censuraron los carteles con demandas y levantaron vallas con consignas de apoyo; cortaron de cuajo el derecho a huelga mientras fomentaban la obligación del aplauso; prohibieron la existencia de sindicatos independientes y convirtieron al único permitido en una polea de transmisión del poder.
Pasada la gritería de esta mañana, que duró apenas un par de minutos, la vida volvió a la «normalidad» del confinamiento y a la búsqueda obsesiva de la comida. A diferencia de otros años, esta vez no nos llegaron el intenso olor a orine de los baños públicos colocados a lo largo de la cercana avenida, ni el eco de las canciones patrióticas resonando en los altavoces mientras los participantes partían raudos y veloces.
«¡Cebolla!» Gritó un vendedor ilegal en los bajos del edificio. Para este pequeño comerciante no hubo hoy día feriado
«¡Cebolla!» Gritó un vendedor ilegal en los bajos del edificio. Para este pequeño comerciante no hubo hoy día feriado. En fin de cuenta, no se enfrenta a un patrón que le saca una suculenta plusvalía, sino a un Estado para el que ahora mismo la venta de productos agrícolas es una trinchera que quiere dominar a plenitud. Tras el pregón, la vecina que hasta hace unos minutos estaba gritando consignas políticas bajó como un rayo a comprar una ristra por la que pagó la cuarta parte de su pensión mensual.
Después llegó de vuelta el silencio. Corté algo de remolacha, hice un arroz y miré hacia la Plaza de la Revolución. Esa fea torre que corta en dos el paisaje que se ve desde nuestro balcón. En lugar de una multitud ansiosa que salía del lugar, solo vi calles vacías y una llovizna que pasaba por agua cualquier vestigio de falso entusiasmo.