Yoani Sánchez: En la patria de la solidaridad no hay extranjeros
Grafitti pintado y borrado posteriormente en un muro de La Habana. (14ymedio)
Pepes, yumas y turistas son algunos de los nombres que damos a quienes visitan nuestro país. Para muchos cubanos, estos viajeros son la principal fuente de ingresos, a través de servicios de alojamiento, transportación, clases de baile e idioma. Algunos comparten también aulas en la universidad o laboran en una empresa mixta. Sin embargo, en la mayoría de los casos su estancia es breve, están de paso, solo por unos días o meses. ¿Qué pasa cuándo vienen para quedarse?
Una pintada en un muro habanero aborda la contradicción entre un discurso oficial que se vanagloria de la solidaridad de una nación pero en la que el inmigrante no tiene cabida. Ese dibujo de un Che Guevara con un discurso «conflictivo» –«En la patria de la solidaridad no hay extranjeros»– aguantó apenas unas horas en su lugar improvisado, donde la censura llegó en forma de un brochazo azul para taparlo. Para el gobierno, mientras los extranjeros lleguen en cruceros, se hospeden por unas noches y dejen su dinero contante y sonante en las arcas, todo parece ir bien. Algo muy diferente es que decidan llegar para quedarse. Ahí, se destapa la hostilidad nacionalista que caracteriza al sistema político cubano.
La legalidad migratoria cubana es quizá una de las más estrictas del planeta para que un extranjero se radique en territorio nacional
La legalidad migratoria cubana es quizá una de las más estrictas del planeta para que un extranjero se radique en territorio nacional. Durante décadas, vivir aquí era un privilegio que sólo se permitía a los «camaradas» de Europa del Este, a los aprendices de guerrilleros y a asilados políticos de dictaduras latinoamericanas. Personal diplomático, prensa extranjera y algunos académicos elegidos completaban el mapa de los nativos de otros países que podían quedarse en Cuba de forma más o menos permanente.
La Isla dejó de ser un país de inmigrantes, donde en el crisol de la identidad se juntaban culturas distantes y cercanas. Chinos, franceses, árabes, haitianos, españoles y polacos, entre muchos otros, aportaban sus costumbres, recetas culinarias e iniciativas empresariales para lograr la maravilla de la diversidad. Hoy, es raro que alrededor de las mesas familiares haya personas que no nacieron por estos lares.
La Oficina Nacional de Estadísticas anunció a finales de 2014 que el número de residentes extranjeros en Cuba representaban en 2011 sólo el 0,05 % de la población. Una cifra que contrasta con los 128.392 extranjeros, el 1,3% de la población total, con los que convivíamos en 1981. Dos factores explican la brusca caída de residentes foráneos: la implosión, en los años noventa, del campo socialista, de donde llegaban aquellos «técnicos» de antaño; y, sobre todo, porque nuestro país ha dejado hace mucho tiempo de ser una nación de oportunidades.
Mientras se iban los residentes extranjeros, los visitantes temporales se convertían en «salvavidas» económicos ante el aumento de las miserias materiales. Estos últimos fueron, por un largo tiempo, los únicos que tenían moneda convertible, y con ella la capacidad de comprar champú en las diplotiendas y darse el enorme lujo de tomar una cerveza fría en el bar del hotel. El turista se convirtió en el soñado príncipe azul de muchas jóvenes cubanas, el yerno que todo suegro quería tener y el inquilino preferido en las habitaciones para rentar.
El turista se convirtió en el soñado príncipe azul de muchas jóvenes cubanas, el yerno que todo suegro quería tener y el inquilino preferido en las habitaciones para rentar
Todavía hoy son vistos por muchos cubanos como billeteras con piernas que caminan por las calles, a las que hay que vaciar de cada moneda. Es difícil para un extranjero en Cuba deslindar hasta qué punto esa amabilidad que encuentra en las calles es la natural gentileza de nuestra gente, o una representación histriónica cuyo objetivo es meterle la mano en el bolsillo.
El cubano ha perdido también la costumbre de vivir –de igual a igual– con «el otro«. Compartir empleo con inmigrantes, aceptar que en el ómnibus público otros hablan una lengua diferente. Nuestra cocina se ha empobrecido a falta de contacto con otras experiencia gastronómicas, nos hemos vuelto menos universales y más marcadamente isleños en el peor sentido de la palabra. Hemos perdido la capacidad de tolerar y darle la bienvenida a otras formas de hacer, decir y vivir.
¿Cómo reaccionaremos cuando nuestro país vuelva a ser un destino para los inmigrantes? ¿Serán condenados a los peores empleos? ¿Surgirán grupos xenófobos que rechacen a los que llegan allende los mares? ¿Habrá ONGs que los protejan? ¿Programas que los ayuden a integrarse? ¿Políticos que no les teman? Todas esas interrogantes deben encontrar una respuesta en un plazo de tiempo menor del que pensamos. Cuba puede volver a ser, pronto, una nación de gente que llega desde muchas partes.