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Yoani Sánchez: Las estadísticas que faltan sobre la mujer en Cuba

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En la barriada de Cayo Hueso todos la conocían como «la mujer de los machetazos». No había que acercársele demasiado para ver en sus brazos las cicatrices. Esas marcas para toda la vida, hechas una noche en que el marido regresó a casa con más alcohol que paciencia y la emprendió machete en mano contra ella. Él estuvo un par de años preso y después volvió al mismo cuarto de solar donde había sido la pelea. «No tiene ningún otro lugar para vivir y la policía no lo saca de aquí», contaba ella en tono de disculpa. La violencia de género se cobra cada día un número indeterminado de víctimas en Cuba, pero las estadísticas de esos actos repudiables no salen a la luz pública.

Durante semanas y con motivo del 55 aniversario de la Federación de Mujeres Cubanas (FMC), hemos tenido que escuchar en la televisión y la prensa oficial las cifras de féminas que han escalado posiciones administrativas, están al frente de una empresa, forman parte del parlamento o han logrado graduarse en la universidad. Nos atiborran con solo una parte de los números, para demostrar la emancipación femenina que ha alcanzado el país, mientras silencian los datos sobre ese lado oscuro de la realidad donde el hombre manda y la mujer obedece.

Hace un par de años conversaba en un clima de confianza con al menos ocho amigas, todas graduadas en la enseñanza superior, con profesiones en el campo de las humanidades y cierta autonomía económica. La mayoría confesaba haber sido golpeada al menos una vez por su marido, un par de casos había sufrido violaciones sexuales dentro del matrimonio y tres de ellas habían tenido que salir huyendo «con lo puesto» para evitar la violencia doméstica. Lo más alarmante es que lo narraban con el conformismo de «eso es lo que nos toca por ser mujeres».

Nos atiborran con solo una parte de los números para demostrar la emancipación femenina que ha alcanzado el país, mientras silencian los datos sobre ese lado oscuro de la realidad donde el hombre manda y la mujer obedece

Si nos alejamos de La Habana, el problema empeora y toma connotaciones de tragedia. Pegarse candela por las humillaciones que se viven en el seno de la pareja es una práctica más común entre esposas maltratadas de lo que confiesan las estadísticas. Odieti, una campesina de un pueblito perdido en el campo cienfueguero, se bebió de un tirón un pomo de tinta china para poner fin al calvario en que el marido la tenía sumida. Después de horas de sufrir, salvó la vida y se ganó la siguiente paliza «por floja«. Eso le repetía él mientras le descargaba el cinto sobre la espalda.

Vivir en un país donde no existe la ablación del clítoris, los matrimonios forzados ni está prohibido que las mujeres conduzcan un auto no es suficiente razón para respirar tranquilas y creer que el grave problema de la desigualdad de género está resuelto. Mostrar los números de superación profesional, la integración a la vida laboral y las responsabilidades como dirigentes de millones de mujeres a lo largo de la Isla no debe acallar el drama en que viven sumidas tantas de ellas.

Hay que mostrar las otras estadísticas. Esas que revelan el número de pateaduras que cada semana caen sobre senos, espaldas y rostros femeninos. Debe publicarse con claridad la cantidad de víctimas que han llegado a una estación de policía suplicando porque alejen al marido abusador del hogar y se han encontrado a un oficial de guardia que bosteza y dice «lo que tienen es que arreglarse entre ustedes».

¿En qué lugar está el inventario de los suicidios o de los intentos de suicidio por las vejaciones sufridas a manos de un hombre abusador?

Son necesarios también los números de las que están «esclavizadas» al fogón después de cumplir una jornada laboral en la calle y que probablemente coincida con los cuatro millones de afiliadas de las que se pavonea la FMC. Las madres solteras o divorciadas, con pensiones ridículas que no les alcanzan ni para darle de comer al hijo una semana. A esas, ¿quién las incluye en los recuentos que después informarán los periodistas oficiales? Y aquellas a las que su pareja las ha amenazado con que «si me dejas te mato», ¿dónde aparecen registradas? ¿A cuántas les han cortado la cara con una cuchilla como se «marca» una vaca, para que todos sepan que pertenecen a ese macho, varón, masculino, que además les es infiel con tantas otras?

¿En qué lugar está el inventario de los suicidios o de los intentos de suicidio por las vejaciones sufridas a manos de un hombre abusador? ¿Cuál es el número de las que han sido acosadas por un novio celoso que las persigue a todas partes y les da golpizas y escándalos públicos? ¿Cuántas tienen que ceder a las presiones sexuales de su jefe en el trabajo, porque saben que de otra manera no podrán ascender profesionalmente? ¿Y la cifra de las que son acosadas en las calles por parte de quienes creen que es una obligación viril meterse con una mujer, tocarla, insinuársele todo el tiempo?

Sólo podremos enorgullecernos de lo logrado en cuanto a la dignificación de la mujer cuando podamos empezar a solucionar todos esos males, que ni siquiera pueden debatirse públicamente en estos momentos. Tener organizaciones femeninas autónomas es esencial para alcanzar esas reivindicaciones. Los refugios para féminas maltratadas, un corpus legal que penalice con fuerza al abusador y una prensa que refleje el sufrimiento de tantas se vuelven esenciales para dejar tales atrocidades en el pasado.

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