Yoani Sánchez: Navegar entre los disparates migratorios
Un balsero emigrado hace siete años quiere regresar ahora en su yate, pero desde la Marina Hemingway le han dicho que su familia en Cuba no puede salir a pasear en la embarcación. (umbrellatravel)
Tres días y treinta llamadas, así resume Carla las jornadas posteriores al anuncio de las nuevas medidas migratorias. «Marqué todos los números que tenía a mano», cuenta, mientras toma una taza de té en su casa de Centro Habana. Esta graduada de enfermería aguarda ansiosa por el reencuentro con un hermano balsero radicado en Tampa desde hace siete años.
Sin embargo, en la compleja madeja de prohibiciones de la política migratoria cubana, las flexibilizaciones que comenzarán a regir a partir del 1 de enero próximo han arrojado más incertidumbres que certezas. «Él quiere venir en su yate y que la familia pueda pasear en la embarcación por la costa cubana y hasta pescar», explica.
Varias llamadas a la Marina Hemingway han hecho aterrizar los sueños de la enfermera. «Su hermano puede arribar en su barco, pero los cubanos residentes en la Isla no pueden todavía salir a pasear en la embarcación», le dijo una voz al otro lado de la línea. Carla chocó entonces con esa parte de la legislación que sigue sin moverse un milímetro.
Durante décadas, los cubanos han sido encerrados en sucesivas cajas. Unos compartimentos estancos encaminados a lastrar su capacidad de decidir desde quién gobierna el país hasta qué periódicos pueden leer. En la última década, algunas de esas restricciones se han vuelto obsoletas, han sido derogadas o cambiadas, pero su «núcleo duro» sigue en pie.
En el centro de tantas limitaciones está la convicción del Gobierno de que si permite a los ciudadanos contar con mayores espacios de decisión y acción, estos terminarán por echar abajo el actual régimen. Un paseo en yate por la costa cubana podría hacer que la familia de Carla se pregunte por qué le han negado ese placer durante tanto tiempo y su inconformidad aumente.
Las flexibilizaciones de la política migratoria que comenzarán a regir a partir del 1 de enero próximo han arrojado más incertidumbres que certezas
Lo que puede desencadenar ese hipotético y ansiado recorrido tiene connotaciones a largo plazo para la parentela.
La madre, con una pensión mensual que no supera los 15 dólares, llorará de alegría al ver antes de morir la cara oculta del Morro, esa que pocos habaneros han podido disfrutar. Tal vez hasta se atragante con una cola de langosta recién sacada del agua por su hijo, «el enemigo que escapó de la Revolución», según lo catalogó el presidente del Comité de Defensa de la Revolución al saber de su salida.
Cuando la tierra se aleje y queden en la segura discreción del inmenso azul, es probable que Carla cuente al balsero cómo roba medicamentos del hospital para venderlos en el mercado negro y que sueña con un proceso migratorio de «reunificación familiar» que la saque del país. «Esto no hay quien lo aguante, mi hermanito», le confesará protegida por las olas y el cielo.
Si ese recorrido marítimo se diera, un tabique del compartimento estanco en que han sido encerrados caerá y no podrá volver a levantarse. Una tapia interior, de miedo y falta de oportunidades, quedará seriamente dañada. Consciente de eso, por el momento, el oficialismo debe estar meditando todos los costos de permitir algo así.
Hasta ahora, y como van las cosas, todo parece indicar que el próximo año, el hermano balsero de la enfermera podrá disfrutar en su condición de emigrado de algo que a sus parientes radicados en la Isla les está vedado. Los cambios a medias provocan esas contradicciones, pero los cambios completos desatan el miedo en las altas instancias.
Con su taza de té, Carla sigue marcando números telefónicos para que alguien le responda una simple pregunta: «¿Podremos subirnos a ese yate y pasear por la plataforma insular?» Nadie se arriesga a contestar con seguridad, pero muchos aguardan por un desliz que eche abajo ese y otros muros.