Yoani Sánchez: Reguetón, la música de la realidad
Es la nueva lengua franca. Ha vencido a la canción protesta que tantas ilusiones sociales, la mayoría fracasadas, levantó en América Latina. Los reguetoneros son ídolos de adolescentes con sus letras crudas y el ritmo lascivo.
El vehículo está a punto de desarmarse en cada bache de las deterioradas calles habaneras. Los pasajeros del taxi colectivo vibran con el traqueteo de la estructura y un reguetón que suena en el reproductor. Es la banda sonora de este principio de siglo, un género de letras crudas y sexualidad explícita que acompaña cada minuto de la realidad.
Con una paternidad compartida entre Puerto Rico y Panamá, este sonido urbano marca el nacimiento del milenio. Le ha agregado a los tiempos que vivimos un toque descarnado y cierto ritmo de lascivia. En las letras de sus canciones se venera la aparatosidad como si fuera una virtud. Ensalzan un mundo donde el tamaño del reloj y el grueso de la cadena de oro cada vez importan más.
El reguetón ha vencido a la canción protesta que tantas ilusiones sociales, la mayoría fracasadas, levantó en América Latina. Su cruda materialidad ha desplazado también a esos antológicos boleros que hacían llorar en la barra del bar y a los villancicos que aguardan cada fin de año. Los cantantes de esta música feroz no quieren ser vistos como héroes ni como enamorados de corazón roto. Más bien desean transmitir una imagen de cínica supervivencia, de calculada liviandad.
De ahí la polvareda que levantó en algunos la impúdica letra de Cuatro babys, la canción del intérprete colombiano Maluma en la que fanfarronea por disponer a su antojo de cuatro mujeres. La repulsa que ha recibido el tema se disuelve en los 200 millones de reproducciones que exhibe el videoclip en YouTube. Son tiempos de hits… no de indignación.
Las aseveraciones de Maluma no escandalizan a los seguidores del ritmo, más bien lo ven como el cronista de una realidad tangible y conocida. No es el reguetón, es la vida la que no ha cuajado como debería. El colombiano solo es el altavoz de un mensaje tan preocupante pero cotidiano que no despeina ni una sola ceja por estos lares. Los sonrojos no cambian el entorno.
El reguetón se ha convertido en una manera de mirar la vida, en una cosmogonía sin delicadezas ni medias tintas. No importa si se sigue o no, si gusta o no, no hay manera de taparse los oídos y obviarlo. Está aquí, por todos lados. Nuestros hijos tararean sus estribillos. “Tengo money”, repetía una niña de siete años en un aula cubana; y sus colegas completaban la frase de una popular canción de reguetón. Minutos antes, habían gritado en el matutino escolar la consigna “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che”.
Hablar y comprender los códigos del reguetón resulta indispensable para comunicar con la generación más joven, pero también con muchos de sus padres. Minimizarlo y censurarlo solo lo potencia, porque se ha vuelto el compás que expresa la rebeldía. Ha durado más que cualquier otro género aupado por las casas discográficas o las políticas culturales.
A finales del siglo pasado muy pocos hubieran vaticinado que este ritmo urbano dominaría durante varios lustros la música que se difunde en las discotecas, las fiestas privadas y los reproductores a los que nos aferramos a través de un par de audífonos. Sin embargo, se quedó, nos atrapó en su desmedida impudicia. Quizás solo interpretó lo que latía más abajo, lejos de las luces de las ceremonias, los trajes para la ocasión y el oportunismo.
¿Quién lo hubiera dicho? De las canciones de Víctor Jara a las pegajosas frases de Don Omar, del utópico Silvio Rodríguez a los descarnados músicos cubanos Yomil y El Dany. El unicornio azul pasta ahora en una pradera de minúsculos biquinis y billetes de cien. Aquellos que tarareaban que venían a “entregar su corazón” han decidido canjearlo por una piscina en la que retozan mil y una ninfas que ni siquiera hablan.
Negarse al reguetón, ese ritmo musical incubado en el Nuevo Mundo, viene a ser como rechazar la patata domesticada en el altiplano. Tarde o temprano terminarán comiéndola, tarde o temprano terminarán bailándolo. Incluso en las fiestas de más glamour, los vestidos se suben, el maquillaje se descorre y los pijos, los pinchos, los “niños bien” terminan bailando al estilo perreo, sudando en un espasmo de lujuria y olvido.
Peleados muchas veces con el diccionario, la academia y tanto sabio de café con leche, los reguetoneros son ídolos de adolescentes y dictan moda, costumbres y maneras de decir. No viajan en submarinos amarillos, sino en autos de lujo, rodeados de alcohol y besos. Estos no son años de sicodelia sino de aterrizar, cuanto más abajo se caiga y más profunda sea la zambullida en los abismos de los excesos más discos venderán.
El reguetón es también una lengua franca, un lenguaje común, como una vez lo intentó el esperanto y lo logró el código html. Todos sus seguidores descienden o ascienden al mismo nivel cuando lo bailan. Las caderas que se tocan bajo su influjo no entienden de ideologías, clases sociales, explotación del hombre por el hombre ni plusvalías. Es el idioma universal de la gozadera, la jerga aprendida antes de nacer y con la que transmitimos el desparpajo.
No por gusto, Barack Obama durante su histórico discurso en La Habana hizo alusión al contagioso ritmo cuando aseguró: “En Miami o en La Habana, se pueden encontrar sitios para bailar el chachachá o la salsa y comer ropa vieja. La gente en ambos países ha cantado junto a Celia Cruz o Gloria Estefan, y ahora escuchan reguetón o a Pitbull”.
Batalla lírica, en la que escala la enemistad de escenario y el enfrentamiento por los micrófonos, los reguetoneros luchan por la audiencia y lo hacen como en un reality show. Las letras crudas y los sonidos de metralleta en sus producciones refuerzan la sensación de combate. Una contienda donde todo se logra con el sudor de la pelvis.
El reguetón ha resultado ser el inesperado antídoto contra el malestar de la cultura diagnosticado por Sigmund Freud. Representa, como pocos fenómenos, el fin de la inocencia. ¿Acaso quedaba alguna? Un tirón animal que nos devuelve a ese estado del que tal vez nunca hemos salido, un momento en que somos solo carne y vísceras.
Yoani Sánchez es periodista cubana y directora del diario digital 14ymedio.