ELECCIONES: La Magia de los Debates
I
Vivimos una verdadera temporada de debates. En Perú, donde la segunda vuelta electoral se realizó el pasado domingo 5 de junio; en México, elecciones locales ese mismo día; España, donde las nuevas elecciones generales se llevarán a cabo el domingo 26-J. Nicolás Maduro, molesto ante la visita de Albert Rivera, y las constantes alusiones a la crisis venezolana por la mayoría de los candidatos hispanos –con la excepción, claro, de los dirigentes de Podemos-, incluso ha invitado a los candidatos a que se trasladen a Caracas a debatir, retando específicamente a Mariano Rajoy. Y en Estados Unidos, país donde se ha desarrollado en gran medida esta forma de gimnasia confrontacional entre aspirantes al poder, se cuentan por decenas los debates que se realizaron en estos meses de primarias y de caucus, especialmente en el caso del partido republicano.
¿Cuándo se originaron? Sin duda alguna, fueron muy importantes en la ágora griega, la plaza pública, y en el senado romano; las catilinarias de Cicerón, ¿no eran acaso una forma temprana de debate? (“¿quousque tandem abutere Catilina patientia nostra?”, “¿hasta cuándo abusas, Catilina, de nuestra paciencia?).
El día 26 de septiembre de 1960 es una fecha que se menciona mucho en este tipo de notas, y no voy a ser yo quien lleve la contraria. La razón de dicha preeminencia es que ese día se llevó a cabo el primer debate entre John Kennedy, candidato demócrata, y el candidato republicano, para ese momento vicepresidente en funciones, Richard Nixon. Fue el primer debate político televisado de la historia. Lo cierto es que luego de esa contienda la política y la Tv cambiaron para siempre.
Tan solo unas cifras comparativas: imaginemos cuántos habitantes tenían los EEUU en ese entonces, y comparemos con 2012; y cuántos televisores había en 1960, y cuántos hace 4 años. El primer debate entre Barack Obama y Mitt Romney, en octubre de 2012, fue visto por 60 millones de personas. El de Kennedy-Nixon, 52 años antes, fue visto por 10 millones más, 70 millones de norteamericanos. Nada menos. Y otro buen número lo siguió por radio.
Del debate Kennedy-Nixon (duró 58 minutos) destaca, en primer lugar, cuánto sudaba Nixon -una de las razones que le hicieron perder el debate, según los analistas, aunque los radioescuchas fueron más indulgentes, incluso lo dieron como ganador-, y su traje gris (en una televisión en blanco y negro), frente a un Kennedy joven, dinámico e incluso asoleado; luego, cuán cándidos eran los candidatos. Muy serios ambos en el abordaje temático, en un momento dado Kennedy afirmó que no dudaría en aumentar los impuestos y, para sorpresa general, Nixon le dio la razón.
Aquí se puede ver el debate completo:
Es curioso que los debates, hoy considerados como indispensables en ese supremo show que es una campaña electoral, en los EEUU no eran bien vistos al principio. El historiador Daniel Boorstin –nos recuerda Christopher Buckley, en una nota reciente publicada por “The National Interest”– los consideraba dudosos, pero sin embargo llegó a aceptar que “nunca más nadie conseguirá la presidencia o podrá desempeñar sus funciones sin entrar en una relación íntima y consciente con la ciudadanía”. El señor Boorstin (1914-2004) no era por cierto un opinador más: Premio Pulitzer de Historia, fue asimismo el doceavo Bibliotecario de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, entre 1975 y 1987; sus Alma Mater fueron Harvard y Balliol College, en Cambridge, y por 25 años fue profesor de la Universidad de Chicago.
Sobre los debates, nuestro profesor afirmó asimismo: “a todos nos interesa observar un magistral acto de magia; pero nos interesa más mirar detrás de bastidores, y ver cómo fue que la dama fue cortada por la mitad…Incluso después de haber sido llevados detrás del escenario, todavía podemos disfrutar los placeres del engaño”.
Y no hay engaño moderno más notorio, una ficción más atractiva en la política que pensar que mediante las liturgias de un debate, con los asesores influyendo en el más mínimo detalle, los intereses de las cadenas televisivas que lo transmiten, o la manipulación de los formatos, con su ritmo trepidante, más necesitado de “punchlines” (golpes de efecto) que de análisis u opiniones serias, se puede en verdad conocer qué hay en la mente de los candidatos, más allá de las meras intenciones de llegar al poder. Sabemos, siguiendo con la metáfora de Boorstin, que cortar a la chica por la mitad es simplemente un truco, pero obviaremos siempre los pases mágicos de nuestro candidato, mientras desplegamos a los cuatro vientos las iniquidades del adversario.
Ya hace medio siglo, Hannah Arendt, que conocía muy bien a los magos de la política delante y detrás de los escenarios, temía que debido a los nuevos desarrollos tecnológicos que se estaban dando, en especial en las campañas electorales, con la creciente influencia de los asesores de imagen y la llegada de los “spin doctors” (la expresión como tal se acuñaría mucho más recientemente, a mediados de los ochenta), “la sociedad podría sucumbir a una forma peculiar de cinismo, una negativa absoluta a creer en la verdad de algo”.
II
Aparece en escena el empresario Trump. Viendo la conducta de Donald Trump en los recientes debates republicanos, donde su lenguaje ha estado lleno de falsedades, inexactitudes, mentiras directas, insultos y exageraciones («El Señor de las Mentiras«, según una nota del New York Times), y todo ello sin hacer mella en la opinión de sus seguidores, al contrario, concluimos este párrafo con esta afirmación contundente de Buckley: “para fin de año sabremos si Trump era una aberración, o una evolución”.
El debate se ha convertido en la forma más completa de teatro político. Un consejo, amigo lector: una forma simple de adivinar quién triunfó en un debate es ver la puesta en escena sin sonido, así se pueden evaluar los grados de soltura, naturalidad, tensión, humor, comodidad y demás aspectos del lenguaje corporal.
A esta altura, es justo afirmar que Trump, en su manipulación extrema, en su populismo sin fronteras, en su cinismo sin límites éticos, no puede ser juzgado según reglas convencionales (es un “empático negativo” –ver abajo-). Mal lo tiene Hillary Clinton, la candidata demócrata que enfrentará al candidato republicano.
En España, luego de unos debates de ligas menores (previos a las elecciones de diciembre), como corresponde al nivel de sus protagonistas, este lunes 13 de junio se realizará un encuentro a cuatro –Rajoy, Sánchez, Rivera e Iglesias-. La verdad, aquí el enfrentamiento real será entre sus spin doctors. Y los temas serán fundamentalmente parroquiales; eso sí, la relación de los mandarines de Podemos con el chavismo seguramente será mencionada.
Los debates políticos, sinceremos la cosa, son una forma particular de “reality-shows”, pero no tan entretenidos como los originales. Siempre será mejor ver «The Voice», o «Factor X UK», que un encuentro entre los actuales profesionales de la política. ¿Que exagero? Dígame, amigo lector, si hay un debate reciente que usted haya visto que supere a la ganadora de «The Voice» 2016, en EEUU, hace un par de semanas: su nombre es Alisan Porter, y canta una extraordinaria versión de una canción clásica del musical «West Side Story»: Somewhere.
En materia de debates, no hay que olvidar nunca la importancia del formato (el debate Rajoy-Sánchez, a fines del año pasado, fue un auténtico desastre en esa materia, facilitando que los televidentes notaran con facilidad cuán mediocres eran los contrincantes). ¿Por qué es importante el formato? porque hay que evitar a toda costa el “efecto Mamet”.
David Mamet es un dramaturgo, guionista y director de cine norteamericano, ganador del Pulitzer y dos veces nominado al Oscar; algunos de sus más celebrados guiones son “El cartero siempre llama dos veces” (1981) y “Los Intocables” (1987). Mamet ha afirmado lo siguiente: “Habitualmente, la gente no habla como lo hacen mis personajes. Lo que muestran mis obras es mi interpretación de cómo habla la gente; es una ilusión.” El lenguaje es entrecortado, muchas veces agitado, dicho por personas destinadas a hablar y hablar, pero sin lograr conectarse.
Hay muchos debates que dejan esa impresión. Una suma de monólogos previamente ensayados, con candidatos que responden cualquier cosa menos lo que se les ha preguntado, y que solo se dirigen al adversario para denigrar e insultar.
No recuerdo quién dijo lo siguiente, pero lo comparto: se deben ver los debates de manera algo similar a como Churchill veía la democracia: es la peor forma de confrontación de ideas, salvo que no hay otra.
Un substituto post-moderno, y políticamente correcto del antiguo, y venido a menos, boxeo, hoy en día implica semanas enteras de adiestramiento, con asesores para todo, hasta del color de la corbata que debe usar (si el candidato es caballero), o el peinado de la candidata. Nada se deja al azar, convirtiéndose algunos asesorados en meros robots repetidores de consignas.
Todd Graham, considerado un especialista del tema en los Estados Unidos, tiene una fórmula con la que ilustra lo que debe hacer un político para ganar un debate. La resume bajo las siglas AARP: “argumentar”, “atacar”, “responder” y “presencia”. Para ganar un debate, un candidato debe exponer su proyecto, atacar cuando sea necesario y responder con gran firmeza a los ataques en su contra, buscando revertirlos. Todo esto, mostrando serenidad y seguridad, transmitiendo fuerza y confianza, “lucir presidencial”. Más fácil decirlo que hacerlo, dados los debates de estos tiempos, donde la argumentación y el verbo se hunden en las ciénagas de las medias verdades, exageraciones, y falsedades que sus asesores les hacen memorizar. Nada que ver con la “relación íntima y consciente con la ciudadanía” de la que hablaba nuestro historiador Boorstin.
Con perdón del muy experto señor Graham, creo que a su receta le falta un ingrediente fundamental, indispensable: la capacidad de generar empatía. Buena parte de los problemas de comunicación de la actual generación política es esa distancia que marcan con los mortales comunes, con los ciudadanos que los eligen; esa clara tendencia a no tomar en cuenta los problemas de las personas, salvo en los muy gastados discursos donde todos dicen más o menos lo mismo, rindiéndole pleitesía únicamente al más estúpido de los dioses: el Dios de lo políticamente correcto.
Si hay un candidato que ha logrado establecer lo que podríamos llamar una empatía “negativa” con sus seguidores, una forma primaria, cruda, de conexión empática, pero empatía al fin, es precisamente Donald Trump.
¿Es usted amigo lector, un aspirante a político, o político de oficio? ¿Necesita contratar asesores, spin doctors y demás conocedores del terreno de juego? Le aconsejo que aplique lo que yo llamo el “test Churchill”. Cada vez que le den un consejo, le digan lo que tiene que hacer, o qué decir, piense: ¿qué diría al respecto Sir Winston Churchill, el estadista democrático más importante del siglo XX?
Para dedicar al menos un párrafo a la política criolla, y ahora que Maduro ha retado a debatir a la clase política hispana ¿no sería oportuno que la oposición escogiera un campeón que retara a Maduro a debatir sobre las actuales tribulaciones patrias? Ofrezco la idea por si acaso a alguien le parece interesante; esa sí sería una cadena de radio y tv que merecería ser vista.
¿Vivimos acaso en una sociedad post-verdad? ¿O tenía razón Hannah Arendt, cuando afirmó que incluso la manipulación (“el spin”) tiene límites? Lo cual nos lleva a recordar la genial respuesta del primer ministro francés Georges Clemenceau (1841-1929), cuando un periodista le preguntó cómo valorarían los historiadores futuros las responsabilidades diversas en el origen de la I Guerra Mundial: “No lo sé; pero sí estoy seguro de que no podrán afirmar que la guerra se inició porque Bélgica invadió Alemania”.
Lo fundamental, queridos lectores, todos –espero- votantes en sus respectivas vecindades geográficas, es nunca olvidar que, por mucho que nos agrade lo que vemos en el escenario, son los trucos escondidos tras bastidores los que realmente importan.