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Para qué sirven las malas noticias

Los sistemas de salud, especialmente los de Honduras, Guatemala, El Salvador y Nicaragua, no están listos para enfrentar una ola de la dimensión vista en otros países

El martes, unas horas antes de anunciar el contagio número 77 de Covid-19 en su país, el presidente de Guatemala, Alejandro Giammattei, ordenó que helicópteros del Ejército sobrevolaran la capital haciendo ondear una enorme bandera nacional. En todas partes hay, ya se sabe, quienes creen que todo se arregla con banderas. Y ante el tsunami que parece cernirse sobre Centroamérica habrá, claro, quien por reflejo condicionado encuentre alguna paz en los colores patrios y los uniformes. La epidemia ha pillado al mundo entero con los niveles bajos de multilateralidad y subido de nacionalismos. Aquí, además, el virus llega en pleno auge autoritario y de regreso a lo militar.

Centroamérica apenas registra su primer centenar de muertos por coronavirus. Dos tercios de ellos en Panamá. La región cruza los dedos para que el cierre de fronteras y las medidas preventivas o de reacción temprana funcionen, mientras observa con ansiedad cómo la pandemia inunda de cadáveres España, Italia, Estados Unidos o, más cerca, Ecuador. Los sistemas de salud, especialmente los de Honduras, Guatemala, El Salvador y Nicaragua, no están listos para enfrentar una ola de la dimensión vista en otros países. Si la epidemia llega con fuerza, aquí las consecuencias serán devastadoras. Especialmente para los millones de personas que dependen de su trabajo diario para comer y ni siquiera pueden cumplir la cuarentena domiciliar al mismo tiempo que la recomendación de lavarse las manos, porque en casa no tienen agua corriente.

En la antesala de la desolación, necesitamos en estos días que alguien nos diga que todo va a estar bien. Hay quien lo reclama de los periodistas. Las señales, por desgracia, dicen lo contrario.

En El Salvador, un país de cerca de siete millones de habitantes, hay actualmente 125 Unidades de Cuidados Intensivos. El gobierno, que en noviembre aprobó un presupuesto que recortaba fondos a salud y aumentaba un 51.8 % los de Defensa, ha emprendido una veloz carrera de rehabilitación de hospitales y construye contra el reloj uno nuevo que, según promete el popular presidente Nayib Bukele, tendrá 2.000 camas de UCI más. Es difícil saber exactamente cuándo estará disponible, o qué profesionales las atenderán. De los 500 intensivistas que se estiman necesarios, según representantes del Colegio Médico hay en el país apenas 50. Más complicado aún es conseguir que las autoridades resuelvan la incógnita: la mayoría de conferencias de prensa ofrecidas por el presidente o por el nuevo ministro de Salud -su antecesora fue destituida en plena crisis sin explicación oficial- no incluyen preguntas de la prensa.

Ante la emergencia se pide unidad -otra bandera- y se predica la opacidad. Con la emergencia como excusa todas las dependencias del Ejecutivo han dejado de responder solicitudes de información pública y el gobierno de Bukele es de los pocos alrededor del mundo que no da datos periódicos sobre el número de test que está realizando y el criterio con el que decide a quién hacerlos. El secretismo alcanza límites de realismo mágico: decenas de personas, de las más de 4,000 a las que las autoridades mantiene confinadas en hoteles para que cumplan un mes de cuarentena, como condición para dejarlas entrar al país, han tenido que recurrir a la Sala de lo Constitucional para exigir que se les reconozca el derecho a saber el resultado de sus propios test. Antes, se alojó durante días en las mismas habitaciones a personas que llevaban mediada su cuarentena y a recién llegados, o se hacinaba en los mismos pabellones hospitalarios a pacientes con simple sospecha de contagio con otros que ya habían dado positivo en las pruebas. Solo la presión mediática y en las redes sociales consiguió que se fijaran para todos ellos ciertos protocolos básicos de aislamiento.

La Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema ha emitido también dos resoluciones decretando que, pese a que desde hace casi un mes el país está en una modalidad de Estado de Excepción, ni la Policía ni el Ejército pueden detener y encarcelar a alguien por incumplir la cuarentena domiciliar y, tras imponer una multa, han de enviarlo o llevarlo a su casa. Las denuncias de arbitrariedades y abusos de fuerza se cuentan por cientos. El presidente -sí, el mismo que a inicios de febrero se tomó por unas horas el Congreso con militares– ha respondido públicamente que no es momento de discutir si sus rigurosas medidas contra la pandemia son o no constitucionales, y el día 7 dobló su apuesta legitimando el uso de la fuerza: “He dado la instrucción al ministro de Defensa y al ministro de Seguridad de ser más duros con la gente en la calle, la gente que está violando la cuarentena”, dijo. “No me va a importar ver en las redes sociales: ‘ay, me decomisaron el carro, ay, me doblaron la muñeca’”.

En Guatemala, el gobierno de Alejandro Giammattei lleva solo tres meses en el cargo pero también da señales preocupantes de arbitrariedad y falta de transparencia: hace diez días trató de esconder entre los fondos de emergencia para la pandemia un presupuesto extra para el Congreso y aumentos salariales en el Ministerio de Educación. En las últimas dos semanas, publicaciones del periódico Plaza Pública le han forzado a suspender tres licitaciones millonarias para la compra de medicamentos o mascarillas. En un caso no había base científica que avalara la utilidad del tratamiento; en el otro se había adjudicado el contrato a la empresa de una exfuncionaria de Gobierno que admitía no tener las mascarillas disponibles, pero prometía, una vez firmado el contrato, importarlas urgentemente de China.

Organismos internacionales como Amnistía Internacional ya alertan del difícil escenario político regional que puede sobrevivir a la pandemia, especialmente si se logra la hazaña de que las muertes no alcancen cotas muy altas. En Honduras sigue en el poder Juan Orlando Hernández, que en 2017 se reeligió en la presidencia gracias a un fraude electoral y está en estos momentos acusado de narcotráfico por la Fiscalía de Nueva York. En Nicaragua, Daniel Ortega acumula 30 días sin aparecer en público y gobierna la crisis desde la negación -organizó en las calles de Managua una delirante manifestación contra el coronavirus- la oscuridad y el silencio, justo cuando se cumplen dos años desde que desató una sangrienta represión contra cualquier voz crítica, que causó cientos de muertos y aún tiene a miles de nicaragüenses exiliados.

Ninguno de los cuatro presidentes del norte de Centroamérica tiene en estos momentos una oposición sólida o viable. La pandemia y la natural centralización de las estrategias de respuesta pueden terminar de normalizar la figura del hombre fuerte y de legitimar que la épica del patriotismo se imponga ante cualquier disidencia y contra cualquier crítica. Pedir al periodismo que ante este panorama sea paciente, que espere para hacer recuento de daños, es sugerir a países enteros que metan la cabeza debajo de la almohada durante los próximos meses.

Como ustedes de leerlas, se cansa uno ciertas tardes de escribir noticias del abandono, la corrupción y la muerte. Desgarra tener que decir una y otra vez a las sociedades centroamericanas que lo malo tal vez será peor. Recordar que el 23 de marzo murió de cáncer don Ángel, uno de los últimos testigos de la masacre de El Mozote, cometida en 1980 y que 40 años después por fin ha llegado a juicio. Explicar que a su entierro no pudo llegar casi nadie por causa de la cuarentena. Denunciar que un visitador médico de 56 años, Óscar Méndez, murió en cuarentena por causas aparentemente ajenas al coronavirus, porque los militares que custodian el hotel en que estaba confinado impidieron que su familia le hiciera llegar medicinas y se negaron a llamar a un médico a pesar de sus súplicas. Contarle, en fin, a la tristeza que guarde energías porque puede venir más tristeza.

Narrar Centroamérica es, no solo pero principalmente, poner letras a un presente lleno de heridas, miedo y malos presagios. En este pedazo de tierra la esperanza se las apaña siempre para echar raíces, pero la realidad se empeña la mayoría de las veces en arrancarlas. Es un ciclo agotador. Pero el fuego no está nunca del todo apagado y eso se contagia también de cierto modo al periodismo: dentro de las malas noticias se esconde la esperanza de que el lector haga con ellas algo de provecho.

 

EL PAÍS y EL FARO se unen para ampliar la cobertura y conversación sobre Centroamérica. Cada 15 días, el sábado, un periodista de EL FARO aportará su mirada en EL PAÍS a través de análisis sobre la región, que afronta una de sus etapas más agitadas.

 

 

 

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