Sándor Márai: Memorias de la vieja Hungría
Se publica Lo que no quise decir, una separata hasta ahora inédita del monumental libro de memorias ¡Tierra, tierra!. En apenas 150 páginas, Sándor Márai realiza una lectura de la década que va de 1938 a 1948 en clave de lucha de clases, pero con una particularidad: ahora los burgueses son los buenos.
Como en un cuento de niños, hubo una vez un reino llamado Hungría que vivía suspendido en el tiempo, en una época de caballeros y siervos, de cortesanos y bandoleros, de gitanos y aristócratas, de amantes y maridos burlados, de bosques y castillos, de emperadores y vagabundos. Seguro que los lectores de la Trilogía transilvana de Miklós Banffy tienen en la cabeza aquel mundo que parecía sacado de una novela rusa, de tan exaltada y prolija que era… ¿Cómo no quedarse fascinado con aquella trama, con aquel país?
Ahora toca regresar al viejo Budapest del siglo pasado de la mano de un antiguo conocido. Lo que no quise decir, recién llegada a las librerías con el sello de Salamandra, es un despiece hasta ahora inédito de ¡Tierra, tierra!, las memorias del gran escritor húngaro de su época, Sándor Márai.
Son apenas 154 páginas que se leen como el desenlace de aquellas aventuras de hombres valientes y mujeres guapísimas; como el 20 años después de la Trilogía transilvana y de las novelas clásicas de Márai. El último encuentro, Divorcio en Buda, La herencia de Eszter… ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que los lectores españoles descubrieron sobrecogidos a Sándor Márai?
20 años después, en este caso, significa la época de Adolf Hitler.La muerte de otro escritor húngaro, Imre Kertész, el 31 de marzo pasado, nos obligó a recuperar la historia de su país durante los años 20, 30 y 40. Recordemos: acabó la I Guerra Mundial y cayó el Imperio de los Habsburgo. En el vacío de poder, los comunistas húngaros quisieron levantar un estado socialista, pero la reacción conservadora los derrotó y encumbró a Miklós Horthy, un viejo héroe de guerra, un almirante en un país sin mar que se convirtió en regente.
Con Horthy volvió la paz al país de los caballeros y los amantes, el de los cuentos. Más o menos. Hungría gozó de dos décadas de conservadurismo y estabilidad burguesa, años felices por los menos, para los buenos húngaros. Los comunistas, los rumanos y los judíos soportaron como pudieron la presión de su Gobierno. El primer país europeo que aprobó leyes antisemitas fue Hungría.
Hasta que, en Alemania, llegó el Partido Nacional Socialista al Gobierno y Horthy, un aristócrata a la antigua, empezó a sentirse incómodo con el reflejo de su imagen que le llegaba de Berlín. Antisemita sí, militarista sí; pero macarra de cervecería… Eso nunca.
El problema se agravó el día que Austria aceptó su anexión al Reich. De pronto, los nazis estaban en la frontera con Hungría. Budapest tuvo que inventar entonces una frágil política de aparente amistad y, en la medida de lo posible, autonomía respecto a Berlín. Sus equilibrios aguantaron hasta verano de 1944, cuando al Führer se le acabó la paciencia, hizo que sus tropas cruzaran la frontera e intervino sobre el Gobierno de su supuesto aliado. Durante los años anteriores, paradójicamente, Hungría se había convertido en un refugio seguro para miles de judíos de toda Europa Central.
El día que Austria aceptó su anexión al Reich, el 12 de marzo de 1938, es el momento en el que arranca Lo que no quise decir. «Aquel día se derrumbaron los vestigios de la vieja Europa«, escribe al comienzo de su relato Márai, que se describe a sí mismo como un periodista de éxito, un caballero joven, liberal y bienquerido que quizá fuera desdeñoso hacia el régimen de Miklós Horthy y su carcundia pero que vivía muy cómodamente en él y era capaz de ver sus logros.
«Recuerdo que por la noche tenía previsto ir al teatro. Estaba de buen humor. Trabajaba con soltura -tenía 38 años-, vertía sobre el papel las palabras de artículos y reseñas con tanta facilidad que, en lugar de un trabajo, parecía una distracción, un divertimento. Había aparcado delante del gran edificio del periódico el bonito coche que yo mismo conducía. En aquella época vivía sin preocupaciones».
No hubo teatro aquella noche: hubo noticias que llegaron desde Viena. Por la noche, cuando Márai quiso aparcar al lado de su casa, se encontró tres coches con matrícula austriaca. Sus dueños habían tenido los reflejos de escapar el primer día. Al día siguiente el escritor pasó la mañana jugando al tenis y en la piscina. Por la tarde, se fue a su estudio, leyó y escribió un folio, su cosecha diaria. El ideal de vida burgués. Márai estaba inquieto por Austria, pero aún no sabía interpretar las noticias con claridad.
La alusión a la burguesía es relevante. Lo que no quise contar es, sobre todo, una lectura de la década que va de 1938 a1948 en clave de lucha de clases. Sólo que, por una vez, los burgueses son los buenos. Márai sostiene que esos 10 años que terminan con la instauración de una república socialista en Hungría, esclava de la Unión Soviética, representan el intento de aniquilación de la cultura burguesa. Primero desde la derecha y, después, desde la izquierda.
La burguesía, en su escala de valores, representa el tenis y la literatura, el refinamiento, la cultura y la independencia. El mundo del ayer. Pero eso no significa que los burgueses, los amigos de Márai, la gente que comía en los mismos restaurantes a los que él iba, fueran inocentes.
Lo siguiente que ocurrió en Hungría al otoño siguiente, cuando Alemania entró en los Sudetes, fue una fiesta: el Reich respaldaba a los húngaros para que Budapest recuperara las tierras gobernadas por los checoslovacos que Hungría reclamaba como suyas. Márai participó en la expedición triunfal y pudo volver a la ciudad en la que había nacido, Kosice, después de 20 años.
Lo que vio disgustó espantosamente al escritor. Los burgueses húngaros no eran burgueses propios de un libro de Stefan Zweig, sino señoritos borrachuzos y arrogantes con ganas de pleito. Un año después, cuando Hitler invadió Polonia, Márai supo de la noticia cuando cenaba en un restaurante. A su alrededor, sus vecinos brindaron con champán. El escritor, cuyo apellido de nacimiento era alemán, Grosschmied, cambió de nombre y se quedó con el húngaro Márai.
Lo que sigue es la guerra y el dolce far niente de los que hacían por ignorarla, que fueron muchos.Y después, el hundimiento y la invasión soviética. La sede en Budapest del Partido de las Cruces Flechadas, los fascistas húngaros, se convirtió en la sede del Partido Comunista. Hoy, es un museo del totalitarismo. En una de sus salas, un maniquí aparece vestido de nazi. Al dar la vuelta, su disfraz se convierte en un uniforme comunista. Márai escapó, se fue a Estados Unidos. Se suicidó a los 88 años.