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José Ortega y Gasset: Meditación de la criolla (1939)

Ortega y Gasset 3«Ya saben ustedes que durante tres miércoles consecutivos, a esta hora, voy a hablarles sobre un solo tema que titulo: meditación de la criolla. El tema es estupendo, el tema es vaporoso: difícilmente habrá otro de mayor peligro. […] Porque es un tema grave y delicado. Hubiera querido darle como título misterio de la criolla pero la palabra misterio tiene en el lenguaje vulgar un significado trivial e impertinente ahora: significa enigma, secreto y por tanto, ese título hubiera sugerido el propósito de entrar en ridículas elucubraciones sobre lo femenino como las que estaban, y en parte siguen estando, de moda; cosas de esas que se dicen sobre la mujer, dándoselas de listo, guiñando un poco el ojo, para dar a entender que está uno en el secreto, que se sabe uno de memoria lo que es la mujer, especialmente la mujer de estos países nuevos, por tanto que ha sido uno hombre de buenas fortunas, salteador de alcobas y gran loco-lindo. […]

Yo deseo entrar en la meditación de la criolla con un temple no muy remoto del que suscitan los temas religiosos. Porque no se trata de recónditos enigmas psicológicos, más o menos remilgados, que arrastran damiselas transeúntes, sino de una realidad enorme que actúa y opera desde hace siglos en plena luz de la Historia, que ha colaborado en la de Europa, desde hace ciento cincuenta años, y que es, tal vez, el problema decisivo para el futuro de estos países americanos. […]

Porque es preciso que nos pongamos de acuerdo sobre el significado de la palabra “criolla”. Durante mi viaje anterior a la Argentina observé con sorpresa que al emplear esta palabra delante de señoras porteñas la reacción de éstas era más bien negativa y como de ofensa. No les era grato oírse llamar “criollas”, un vocablo que yo les lanzaba con todo entusiasmo, como si él solo fuese ya un madrigal. Entonces caí en la cuenta de que esta voz, como tantas otras, ha tenido mala suerte. Sin perder su sentido normal y permanente en la gran masa de las hablas españolas, ha adquirido en Argentina un significado secundario que tiene dos sentidos, uno bueno y otro malo, es éste el que se pone delante, el que se adelanta primero. […]

De este sentido despectivo que tiene la palabra “criolla” me guardaré muy bien de decir nada. Ni siquiera me atrevo a describir ese sentido que para ustedes tiene. Hacerlo me parecería una insolencia y una estupidez por mi parte. […] Si yo hablase de ese detalle insignificante que es en la vida de ustedes el sentido despectivo de la palabra “criolla” me parecería que invadía toscamente su intimidad. Porque en ese cambio de sentido sobreviven luchas civiles que hubo en este país. […]

Claro está que la criolla de que voy a hablar es la otra, la aludida en la significación normal y permanente de este vocablo, que se origina en las colonias portuguesas donde se comenzó a llamar “crioulo” al nacido de padres europeos en las tierras nuevas. Del “crioulo” portugués nació el “criollo” castellano y de éste “créole” francés.

Lo que tenemos, pues, a la vista es, por lo tanto, el hecho amplísimo de una variedad femenina que apareció en la especie humana cuando gentes de Francia y de Portugal y sobre todo de España, a la vez esforzadas y ardientes y apasionadas e indolentes vinieron al Nuevo Mundo y en las glebas, como vírgenes, renovaron su afán de existir y dieron nuevo gálibo a su vida. […]

No se ha hecho la historia de la criolla, como, en general, no se ha hecho la historia de la mujer. Hasta ahora la historia ha solido ser como esos espectáculos en que un cartel ostenta la consabida prevención: Sólo para hombres. Si bien en estos espectáculos pasa lo contrario porque tras ese cartel lo que se suele ver es precisamente mujeres que un empresario bellaco ha desnudado y en cambio la historia al uso es, en efecto, sólo historia de hombres y entre hombres. La mujer no suele aparecer sino cuando hace alguna gran trastada o, menos aún, cuando un hombre hace por culpa de una mujer una trastada. […]

La Revolución Francesa taja hasta la raíz la civilización europea. En una convulsión feroz y subitánea aniquila casi todas las formas tradicionales de vida, las normas, los usos, los modos de ser hombre y de ser mujer. La mujer del Antiguo Régimen había culminado en un tipo de feminidad que podríamos llamar el tipo Pompadour, si no fuera porque esta genial marquesa era anormalmente frígida. La mujer del siglo XVIII no era frígida sino más bien lo contrario: sus sentidos estaban demasiado despiertos y voraces. Era muy sensual y muy espiritual. Pero lo que hace falta entre medias de esas dos cosas y vale más que ellas – el alma – estaba ausente. Por eso la mujer del XVIII es una mujer sin temperatura. Porque la mujer dieciochesca no tenía temperatura de alma, sino sólo la fría inteligencia y el fuego sin calor de los sentidos, todo el siglo XVIII, sin duda grácil e ingenioso y elegante, era un paisaje polar. Sólo hacia 1760 empieza a licuarse el témpano bajo el soplo tenue de vagas sensiblerías – de lo que se llamó la sensibilité y que consistía no más que en tener la lágrima pronta y llorar por todo. La Revolución, ciclón furibundo, barre todo eso y no queda nada, o poco menos. Hay que inventar una nueva vida, nuevas maneras de ser. Y he aquí que, en el hueco social que dejaron las marquesas guillotinadas o emigradas, surgen en Francia, país entonces rector de Europa, unas cuantas criollas. Josefina, la de Napoleón, es la menos interesante aunque más digna de atención de lo que se suele creer. E inmediatamente, el clima humano cambia. La vida se carga de súbito con una ignota temperatura. El reino del alma comienza y con él su expresión artística que es el romanticismo. Aquellas criollas inventan sin quererlo, simplemente siendo, un nuevo tipo de mujer más perfecto hasta ahora. Y, como es inevitable, esa nueva feminidad irradia su influjo e impone su modulación en todas direcciones. Para ella inventa su nueva prosa genial Chateaubriand y se extenúa en líricos temblores Lamartine y caracolea petulante Musset y ulula sus sermones el Padre Lacordaire. Es toda una vita nuova que emerge de un gesto de mujer, de un gálibo criollo, como la otra, la de Dante, brotó íntegra de una deliciosa mueca de desdén que hizo una mañana en Florencia Monna Bice Portinari.

Como ven ustedes, esto de la criolla no es ningún jueguecito. En broma, en broma, al acercarnos a ella, lentamente, hemos tropezado con la historia universal. […]

Lo primero que la criolla es, amigo, es … vehemencia. Sin esto no habría nada de todo lo demás. La palabra “vehemencia” significa en su origen soplo vivaz, viento. El viento ha sido siempre para el hombre símbolo de lo dinámico y enérgico, porque entre las cosas perceptibles, en vista de las cuales forjó en tiempos remotísimos su lenguaje, es el viento la que con menos materia manifiesta más pura fuerza. Por eso todas las palabras que expresan el ser moral del hombre, provienen de raíces que significan aire – alma, ánima es viento, y espíritu es soplo.

La criolla es vehemente porque vive en constante y omnímodo lujo vital – es, existe, con sobra de existir – no está ante nada escasa de reacción, como la mujer del norte de Europa que es un poco inerte. Por eso digo que vive en constante lujo vital, no importa que sea rica o que sea pobre. Yo he conocido a una criolla de una belleza patética, descendiente de la más vieja aristocracia americana, que estaba en la más completa miseria. Y, sin embargo, parecía una emperatriz de la vida, porque era vehemente, dulcemente vehemente, era una gran brisa humana y todo ante ella se ponía a ser, en superlativo. Era una aire feliz que soplaba inexhausto y a su lado sentía uno lo que debía sentir la fragata, cuando un viento favorable y enérgico henchía sus velas y las tornaba combas con curva de seno y hacía ondear todos sus banderines y gallardetes.

Esta vehemencia de la criolla procede acaso de la que poseía la española – como en otra medida la francesa y la portuguesa – en el siglo XVI y XVII. He dicho “acaso” porque no estoy del todo cierto, pues, aun cuando hablo apasionadamente, soy dueño de mí y estoy hablando con pleno vigor de concepto bajo todas mis exclamaciones.

Como no se ha hecho la historia de la mujer – según deploré el otro día – se ignora todo esto. La española fue perdiendo aquella vehemencia pero su heredera la criolla, la conservó y la depuró. Porque la vehemencia de la española era un poco bronca y áspera y la vehemencia de la criolla es, aunque muy enérgica, de piel suave y sabor dulce. Consiste en un inmenso afán de vida y de todas las formas de la vida, que hay en ella. Por eso mana hacia lo que ve, constantemente, con ese temblor emocionante y emocionado del agua en el manantial. Es vehemente porque está siempre yendo a las cosas y personas, en vía tensa hacia ellas. No defrauda nunca, responde siempre – no porque sea fácil. No es la mujer fácil en el sentido vil, en que los hombres emplean esta expresión. Es todo lo contrario: es exigente, dice a muchas cosas y a muchos seres que “no”, pero lo dice con vehemencia, interesándose en ellos. Decir “no”, apartar, despedir, puede ser una de las maneras de estar yendo a las cosas, de sentirlas, de probarlas. No hay duda, aun el rechazar puede ser la sombra de una caricia.

La vehemencia sostiene y mantiene en el aire, puesto que es un soplo vehemente, todas las demás cualidades de la criolla. Sin ella, el resto perdería su peculiar virtud y estilo.

La segunda de estas cualidades es la espontaneidad. […] La criolla es, a mi juicio, el grado máximo de espontaneidad femenina. Pero así como cualquier mujer puede hacerse ilusiones de que es vehemente aunque no lo es en verdad, este segundo atributo de la criolla muestra ya lo difícil que es ser la criolla. Para ser la criolla hace falta, lisa y llanamente, ser un genio, un genio de lo femenino. Dante decía de Beatriz que era “del donnesco la cima” – la cima de lo femenino: pues eso es la criolla. Una criatura que es la espontaneidad misma, que lo es siempre, en toda ocasión y situación. Siempre hará, pensará, dirá lo que no es convencional, lo que no es aprendido, sino lo que asciende del fondo de su ser y por eso al verlo, al oírlo, nos trae siempre efluvios de ese fondo abisal – como las caracolas de abismo que, con su extraño rumor interior, nos cuentan siempre la historia patética de lo que pasa en el fondo del mar. La criolla es la permanente autenticidad. Es, pues, de un lado lo contrario de la criatura convencional y amanerada, que hace siempre, que dice siempre lo que no viene de su propio fondo, sino que fue aprendido de fuera. Pero es también algo opuesto a lo que se llama una “mujer original”, que ha dado un brinco de acróbata, de saltimbanqui fuera de las convenciones sociales y en extravaganges altitudes, en complicadas lejanías, hace sus volatines y sus descoyuntamientos que nos interesan, a lo sumo, como un número de circo. La criolla no se evade de los usos sociales, no es una original. No necesita extravagar, sino que instalada dentro de la más normal normalidad, es desde ella siempre un poco otra cosa que lo normal, que lo convencional. La originalidad nos asusta, nos espanta y nos enfría. Pero a la criolla la hallamos asentada tranquilamente en la cotidianeidad y nos acercamos a ella sin precauciones y … y ¡estamos perdidos, perdidos sin remedio! Porque en ese marco de aparente y aceptada cotidianeidad, surge imprevista lla más pura originalidad. Cada palabra, cada gesto, es un poco otra cosa que lo usado, es una creación constante, porque en la medida que se es auténtico, se es creador. La vida, cuando es ella lo que es – y a esto llamamos autenticidad – es un incomparable poeta y un sabio sin par, porque no puede menos de estar inventando, creando mientras está siendo.
Consecuencia de lo dicho es que de la criolla no nos podemos defender. Reconozcámoslo gallardamente: confesemos sin humillación nuestra derrota anticipada. Porque estamos preparados para resistir a lo sabido y consabido. La mujer vulgar, con su vulgar comportamiento, con su repertorio de discos, es fácil de evitar. Nos da tiempo para oponer al disco el contradisco. Pero ¿qué haremos ante la criolla, si no nos da tiempo para colocarnos a la defensiva, porque su primer gesto es ya otra cosa que lo consabido, si es el divino imprevisto? […]

Entra usted tan tranquilo, tan como cualquier día, en una casa donde no ha estado nunca y ve usted que del fondo del vasto salón, avanza con un caminar elástico y de vago ritmo, que no es sino andar y es, sin embargo, ya una danza en germen, un ser – no – unos ojos oscuros y densos, donde bailan imaginaciones, una blusa de organdí blanca, una pollera de campana y bufanda … Es la criolla – es la criolla, porque la primera palabra va a ser ya otra palabra que la esperada por usted y el modo de inclinar la cabeza no lo había usted visto nunca y la calidad de la voz es ya para usted y de pronto la imprevista llegada a un país cuya existencia desconocía y … y no sabe usted qué hacer. ¿Cómo va usted a saber qué hacer, si no había usted estado nunca en ese nuevo mundo, donde súbitamente y sin saber cómo, se encuentra usted ingresado? ¡Créame amigo! ¡Está usted perdido! ¡No hay nada que hacer! […]

La vehemencia lanzando a la espontaneidad, la espontaneidad dando materia a la vehemencia, producen, sin pretenderlo, la tercera cualidad de la criolla, que es la gracia. Esta gracia no es el chiste ni es tampoco, por fortuna, el “esprit”. La criolla no es ni chistosa ni espiritual, con lo cual – ¿ven ustedes? – alejamos nuestro entusiamo de varios tipos ilustres de mujer. El “esprit” es el alfiler intelectual, el alfiler y el alfilerazo. Nada más. No nos interesa. La gracia de la criolla es lo grácil de todo su ser, de sus ademanes, posturas, expresiones, fervores, travesuras. Pues la admirable elasticidad que le otorga su energía vital le dan un gran sentido para crear sobre la vida inevitable el juego de la vida. Es traviesa, inventora de proyectos, de estratagemas, de halagos, de burlas. […]

Pero no se me entienda mal: una criolla puede ser criollísima sin una gota de sangre india – es más, la criolla modelo carece de ella. Pero el tipo de mujer que es la criolla ha sido creado poco a poco en lo colectivo. En esa figura anónima y como nacional, han ido depositando sus invenciones personales todas las criollas y de esa norma o pauta extrapersonal ha pasado el conjunto de los rasgos, cualquiera que sea su origen, a las mujeres de estos pueblos. De este modo la princesa inca opera sus secretas químicas en la porteña que no tiene ni una gota de sangre peruana, como la hijadalgo está presente en la mujer actual de padres tudescos o italianos.

El primer elemento de la criolla era la vehemencia; el segundo, la espontaneidad, el saber vivir y ser en todo instante desde el fondo auténtico de la persona, evitando todo lo convencional y aprendido de fuera, pero a la vez, eludiendo toda extravagancia y presunta originalidad. La criolla es cotidiana: no es lo que es sólo en ciertas solemnidades del año, ni sólo a la hora del cocktail. La espontaneidad es un fluir continuo de la más honda intimidad hacia el exterior, por tanto, dar salida perpetua a los primeros movimientos, los cuales según los concilios, no pecan. […] La espontaneidad requiere selección par dar paso sólo a lo que es valioso y reprimir lo inferior. […] Pero la criolla resuelve la cuestión maravillosamente. Porque su espontaneidad no es atropellada, orgiástica ni ciega. ¡Es curioso! La criolla no es mujer de orgía. Ya he dicho que es cotidiana, que existe siempre sobre sí, como se está en la hora habitual y tranquila, y goza de una extraña lucidez. La espontaneidad es en ella, a la vez, vigilancia y esta vigilancia no se parece a la deliberación ni al cálculo sino que es tan espontánea como la espontaneidad misma, also así como lo que llamamos “buen gusto” o en música “buen oído”, dotes que no son reflexivas sino que son también primeros movimientos. Por eso la criolla vive en un abandono que no se abandona, que se vigila a sí mismo sin frenarse ni denunciarse. En Buenos Aires esto no se ve tan claro.

Porque aquí, no sé quién se ha empeñado desde hace dos generaciones, desde los viajes excesivamente largos a París y a Londres, en desnaturalizar y hacer artificial a la admirable mujer porteña. Cuando hablo, téngase en cuenta una vez más que hay, que existe la de Buenos Aires, la criolla antillana, la mejicana, la del istmo, la de Quito, la de Cartagena de Indias, la de Lima y el Cuzco. A veces piensa uno que el Buenos Aires del último tiempo es una enorme conspiración contra la criolla – algo así como el frigorífico de las criollas, que las congela primero y las exporta después. […]

La criolla es madre, es esposa, es hermana, es hija y todo eso lo es con un estilo especial que convendría definir; pero yo he tenido que reducirme a lo que la criolla es antes de todo eso, porque es supuesto de todo eso, a saber, mujer, sólo mujer. Si la mujer no fuese ante todo mujer no sería nuestra esposa ni nuestra madre, ni nuestra hermana, ni nuestra hija. Conste así. […]

Saltándonos la gracia, tercer atributo de la Eva americana, vamos en pocas palabras al cuarto: la molicie.

La criolla es muelle. Imaginen ustedes un objeto provisto de infinitos minúsculos muelles, con fina y enérgica elasticidad. Al apoyarse en él, los muelles ceden – ¡qué suavidad! – es un grato caer, pero como tienen elástico vigor, reaccionan y nos levantan, nos devuelven a nosotros mismos librándonos de nuestro peso – es casi volar – y juntas ambas cosas son más bien mecerse. Esto es la molicie de la criolla y es la calidad que nos impide librarnos de ella. Porque no es blanda con blandicie inerte – sino muelle, elástica -. En parangón con ella toda otra mujer o es un poco dura – de talla, de piedra – o es francamente etérea, espiritada, irreal, fantasmática. Esta puede tener su encanto, pero un encanto con los mismos adjetivos – también etéreo, irreal y fantasmático -. Recuerden ustedes una figura – egregia, sin duda – la archirromántica, la mujer arcángel, Lucila de Chateaubriand, que muere tan joven, como volatilizada su impalpable persona. Pocas horas antes de sucumbir decía preocupada: “¡Qué voy a hacer yo delante de Dios, un ser tan respetable, yo, que no sé más que versos!¨

La criolla no es dura ni etérea – sino ese venturoso justo medio, que es lo muelle. Es muelle de cuerpo, lo son sus movimientos: es muelle su voz – se mece uno en su voz – ¡ay, la voz de la criolla!, hecho con el reposo y el silencio de las estancias y de los ranchos. […]

Tengo que renunciar a describir el más grave y el más hondo de los atributos de la criolla, que el otro día anuncié: el talento peculiar que le hace entender de hombres. Es un asunto de gran delicadeza y que requiere la movilización de muchas cuestiones demasiado profundas de la historia humana».

 
[Ortega y Gasset, J.: “Meditación de la criolla” (1939). En: Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, vol. VIII, pp. 413-445]

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