¿Se conocieron Shakespeare y Cervantes en Valladolid?
Una delegación británica para la paz, de la que probablemente formaba parte el autor inglés, viajó a la ciudad castellana donde entonces vivía el autor del Quijote
No hay pruebas ni testimonios, pero sí una muy probable coincidencia física y temporal. William Shakespeare pudo viajar hacia la primavera de 1605 a Valladolid en misión de paz, como miembro de una delegación real. Justo en esa época, el nómada Cervantes se había instalado allí con sus hermanas, su sobrina, su esposa y su hija. ¿Les presentó alguien…? Es la pregunta que obsesivamente se siguen haciendo casi todos los biógrafos de ambos autores.
Felipe III y Jacobo I habían decidido dar tregua al ardor guerrero de sus antecesores. Una pulsión enconada y expansiva había conformado el eje de la tensa ambición imperial que determinó los reinados de Felipe II e Isabel I: el enfrentamiento colonial por ampliar fronteras y la batalla sin descanso por mar. El mundo era cosa de dos. Inglaterra y España.
Esa bipolaridad había dominado también la obra de ambos escritores. Tanto Shakespeare como Cervantes se habían mostrado buenos vasallos de sus respectivos monarcas, a los que dieron constantes muestras de admiración. Aunque, en el caso del español, con algunas leales reservas. Pero la era que se estrenaba respondía a otro tipo de empeños más modestos.
Los nuevos reyes gustaban de preferencias relajadas. Si a Felipe, apodado el piadoso, pronto se le cató como un amante de las artes, que dio cuartel a los jesuitas durante su reinado y dejó los asuntos candentes en manos de un ambicioso y corrupto duque de Lerma, Jacobo despuntó por su exhibicionismo, su petulancia y su preferencia por la juerga, en la que dejaba patente sus claras inclinaciones homosexuales sin importarle el murmullo. Algo unía a ambos, además: el vicio de la caza por encima de todas las cosas.
Para firmar la paz se nombraron dos vastas delegaciones. La española viajó primero a Inglaterra en agosto de 1604 y la británica se presentó en Valladolid un año más tarde. La componían unos 700 ingleses entre los que en principio –ya que como miembro de la misma había sido designado en su país- se encontraba William Shakespeare. No así Cervantes, pese a que viviera en la ciudad. Aunque uno de los motivos de que se instalara antes en la nueva capital del reino pudiera haberse debido a la cercanía hacia la corte, no fue considerado por las autoridades y los prebostes para tal acontecimiento.
La paz apremiaba y, seguramente, como sostiene Jordi Gracia en su magistral biografía Miguel de Cervantes. La conquista de la ironía (Taurus), al autor no se le escapaba lo que el entonces embajador inglés, Charles Cornwallis, había detectado para su atinado diagnóstico diplomático: “El tesoro de la monarquía está completamente exhausto, sus rentas consignadas para el pago de la deuda, su nobleza pobre y completamente endeudada”.
Aun así, arde la iluminación nocturna en forma de 12.000 papelones pintados con las armas de la ciudad y la firma se hace coincidir con el bautizo de un heredero que llegaría a reinar como Felipe IV. No sin esfuerzo. El deseado alumbramiento había costado previamente a su madre, Margarita de Austria-Estiria, la sangre de varios partos y abortos.
Cuesta creer que de haberse trasladado Shakespeare a España nadie les hubiese presentado. Cervantes vivía su naciente éxito con el Quijote, recién publicado. De hecho, el icónico personaje ya aparece en algunos sonetos satíricos sobre los fastos, atribuido a un Luis de Góngora venenoso y clandestino.
Tanto Astrana Marín como Jean Canavaggio, biógrafos cervantinos de referencia, apuntan la coincidencia. Pero ninguno se atreve a aventurar más. Les basta un deseo pero les falta la prueba. Lo que sí sostiene Canavaggio es que a partir de entonces, las hazañas de Don Quijote viajan a Londres. Alguien de la delegación debió encapricharse con el caballero… En 1607, antes de que se tradujera la novela, el poeta George Wilkins, en una comedia representada en el escenario de The Globe, hace clamar a uno de sus personajes: “Muchacho, sostenme bien esta antorcha, porque aquí me tienes armado para combatir a un molino de viento”.
El caso es que si no hay rastro de lecturas de Shakespeare en Cervantes, sí sucede al contrario. Hacia 1612 apareció la primera versión inglesa del Quijote por empeño de Thomas Shelton. Un año después, Shakespeare y John Fletcher firman una obra sobre uno de los personajes de la novela: el joven Cardenio, que loco de amor por la pérdida de su Lucinda se echa al monte y se convierte en un eremita vagabundo a quien dan en llamar El roto.
La obra se estrena a cargo de la compañía de Los hombres del rey (The King’s Men) y desaparece tras un incendio. Pero sigue representándose con éxito hasta 1653, cuando, casi al completo, se pierde su rastro. Hasta que en 1727, Lewis Theobald publica Doble falsedad o los amantes afligidos, basada en la comedia de Shakespeare y Fletcher. Así que su estela, mal que bien, perduró.
Lo mismo que el de ambos genios con sus biografías cruzadas y sus extrañas coincidencias. Las que marcaron senda de futuro en la literatura universal sembrando, como sostiene sin temor a la polémica el crítico Harold Bloom, un persistente canon accidental en varios frentes. Tanto Shakespeare como Cervantes son los troncos geniales de los que durante siglos, se conocieran o no, se ha desprendido una constante y ejemplar modernidad.