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The New Yorker: Hillary Clinton y el voto de la Generación Milenio

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Las cifras indican que los votantes jóvenes se oponen a la intolerancia y al sexismo. Entonces, ¿por qué no están más motivados a derrotar a Donald Trump?

El debate presidencial del mes pasado, en la Universidad de Hofstra, en Long Island, el primero entre Hillary Clinton y Donald Trump, fue más promovido como una pelea por el título entre Mayweather y Pacquiao que como un ritual tradicional electoral. Al final, el desempeño de Clinton no fue sólo una victoria, sino un golpe lo suficientemente contundente como para resucitar la sensación de que el resultado de esta elección no debería ser estrecho. Uno de los candidatos mostró aplomo, intelecto y preparación, mientras que el otro divagaba, hacía muecas, y emitía sofismas acerca de si se había referido a Miss Universo como «Miss Piggy». Sin embargo, a sólo cinco semanas de la elección, la competencia sigue siendo estrecha. Hay una serie de razones para esto, una de ellas tiene que ver con los votantes de la llamada Generación Milenio, un grupo demográfico que mayoritariamente apoyó a Barack Obama y ha mostrado una cierta lealtad hacia Clinton, pero no mucho entusiasmo por ella. Dos días después del debate, en una medida que busca apuntalar su posición entre los electores, Clinton apareció junto al senador Bernie Sanders, en la Universidad de New Hampshire, en Durham.

De hecho, una semana antes del debate, Clinton pronunció lo que se anunciaba como un discurso «milenio» en la Universidad de Temple, en Filadelfia, hasta ahora su llamado más directo a ese grupo. Sus comentarios sobre el costo de la educación (y su acuerdo con Sanders sobre el tema) y su denuncia de la tesis de Trump sobre el lugar de nacimiento de Obama fueron bien recibidos. Ella fue muy aplaudida cuando, sin cortapisas, afirmó  que Trump poseía un récord racista. La decisión de usar esa palabra más de una vez en el debate, y mantener el ataque sobre ese punto, seguramente fue alentado por la respuesta de los estudiantes en Filadelfia.

De acuerdo con un sondeo de NBC / Wall Street Journal  Clinton tiene una ventaja de sólo dieciséis puntos sobre Trump entre los votantes más jóvenes. Esa brecha se reduce a doce por ciento cuando se incluyen Gary Johnson y Jill Stein. (En un sondeo de Times / CBS, más de un tercio de los votantes entre las edades de dieciocho y veintinueve dijeron que van a votar por un candidato de un tercer partido.) La primera vez que muchos miembros de la Generación Milenio votaron,  eligieron al primer afroamericano Presidente. Como Zach Galifianakis señaló hace dos semanas, durante una aparición a favor de Clinton en el programa «Between Two Ferns,» esto significa que en 2016 muchos jóvenes estarán votando por un candidato presidencial blanco por primera vez. Clinton ofrece a los votantes la oportunidad de hacer historia de nuevo, mediante la elección de una mujer presidente. De acuerdo con una encuesta de Washington Post / ABC News, el sesenta y seis por ciento de las personas entre las edades de dieciocho y treinta y nueve creen que Trump está prejuiciado en contra de las mujeres y las minorías. Una encuesta de Quinnipiac indica que es un setenta y tres por ciento.

Aun así, el idealismo parece silenciado en esta ocasión. Una posible explicación es que los votantes jóvenes simplemente reflejan la dinámica más amplia del partidismo norteamericano. Los abanderados republicano y demócrata, sin importar sus calificaciones relativas, sus activos y peculiaridades, son sólo modestamente más importantes que las afiliaciones partidistas básicas de los votantes. En este esquema, la democracia se parece a un musical de Broadway de larga duración, en el que la producción y la coreografía son más importantes que los detalles particulares del reparto actoral. Esto ayuda a explicar cómo Donald Trump, cuya hoja de vida pública muestra escasa huella de adhesión religiosa, ha consolidado el apoyo de una mayoría de los votantes evangélicos. Uno puede ser guiado por la fe, no por lo que ve, y al parecer votar de esa manera también.

Otras explicaciones para las dificultades de Clinton son más específicas de su persona. La candidata ha hablado, con cierta humildad, sobre el hecho de que ella no es un «político natural.» Como les dijo a los estudiantes en la Universidad de Temple: «Nunca voy a ser un personaje del espectáculo, como mi adversario, ¿y saben qué? No tengo problema con ello. «Una preocupación más grande tiene sus raíces en la propia, extensa biografía de Clinton. El periodista Jonathan Rauch ha observado que los candidatos suelen tener catorce años desde el momento en que son elegidos por vez primera para un cargo público importante, como el Senado, o una gobernación, hasta lograr alcanzar la Presidencia. Más allá de eso, se llega a una especie de fecha de vencimiento debida, al menos en parte, al hecho de que a mayor currículo, uno muy probablemente ha oscilado entre posiciones pasadas y valores cambiantes. Hillary Clinton fue elegida para el Senado en 2000, pero ha sido una figura política nacional desde 1992, y esa cronología podría ser llevada hasta 1978, cuando Bill Clinton fue elegido por primera vez gobernador de Arkansas.

El presidente Obama ha dicho que el historial de Hillary Clinton como primera dama, senadora y Secretaria de Estado la convierte en el candidato presidencial más calificado de la historia, pero ello también significa que ella representa el tipo de poder institucional que hace desconfiar a los votantes jóvenes. Es una paradoja del tipo -no-puedo-ganar-sino-perder, teniendo en cuenta que una lucha central para las mujeres de la generación de Clinton ha sido la de tener acceso a ese mismo poder institucional. Clinton ha acumulado una gran cantidad de equipaje en cuatro décadas de vida pública, en gran parte porque a una mujer de su generación le ha tomado muchos años poder llegar a este punto.

Una dinámica similar aflige al apoyo de Clinton entre los afroamericanos. Los activistas de la organización «Black Lives Matter» (Las Vidas Negras Importan),  le han criticado en repetidas ocasiones su apoyo a la ley contra el crimen impulsada por su marido en 1994, y por un discurso que dio, en 1996, en el que habló de «súper depredadores» –un término que, en el contexto de la época, fue utilizado para referirse a algunos jóvenes negros y latinos en las ciudades norteamericanas- y la necesidad de llamarlos «al orden.» Fueron comentarios ciertamente inquietantes, y ella se ha disculpado por ellos. Sin embargo, Trump los usó falsamente en el debate, y añadió: «Creo que recientemente he desarrollado muy, muy buenas relaciones con la comunidad afroamericana.» Difícilmente, pero es que el interés de Trump con los negros  se trata menos de conseguir sus votos que reducir su entusiasmo por Clinton, con el fin de disminuir la participación electoral del votante negro.

En los últimos meses, los medios de comunicación han elaborado una gran cantidad de falsas equivalencias entre Clinton y Trump. Las encuestas señalan una tendencia similar entre la Generación Milenio, que cruza líneas raciales. No es exactamente una falsa equivalencia, pero sí muy cercana: la creencia de que la intolerancia sin paliativos de Trump está a sólo unos pocos grados de separación de la historia de Clinton de lazos con el establishment y el centrismo de la década de los noventa. Tal vez el debate les haya demostrado que los dos candidatos no podrían estar más separados

Traducción: Marcos Villasmil


 NOTA ORIGINAL:

The New Yorker

HILLARY CLINTON AND THE MILLENNIAL VOTE

By the numbers, young voters oppose bigotry and sexism. So why aren’t they more driven to defeat Donald Trump?

Last month’s Presidential debate, at Hofstra University, on Long Island, the first between Hillary Clinton and Donald Trump, was promoted more like a Mayweather-Pacquiao title bout than like a traditional ritual of the election cycle. In the end, Clinton’s performance was not only a win but enough of a knockout to resurrect the feeling that this election should not be close. One candidate displayed poise, intellect, and preparation, while the other rambled, made faces, and quibbled about whether he’d referred to Miss Universe as “Miss Piggy.” But, just five weeks before the election, the race remains close. There are a number of reasons for this, one of them having to do with millennial voters, a demographic that overwhelmingly supported Barack Obama and has shown some allegiance toward Clinton but not much enthusiasm for her. Two days after the debate, in a move intended to shore up her standing among those voters, Clinton appeared alongside Senator Bernie Sanders, at the University of New Hampshire, in Durham.

In fact, a week before the debate, Clinton delivered what was billed as a “millennial” speech at Temple University, in Philadelphia—her most direct appeal yet to that group. Her comments about the cost of education (and her agreement with Sanders on the issue) and her denunciation of Trump’s birtherism were well received. She got sustained applause when, without hedging, she called Trump’s record racist. The decision to use the word more than once in the debate, and to keep hammering that point, can only have been encouraged by the response from the students in Philadelphia.

According to an NBC/Wall Street Journal poll, Clinton holds a lead of just sixteen points over Trump among younger voters. That gap narrows to twelve per cent when Gary Johnson and Jill Stein are included. (In a Times/CBS poll, more than a third of voters between the ages of eighteen and twenty-nine said that they will vote for a third-party candidate.) The first time many millennials voted, they elected the first African-American President. As Zach Galifianakis pointed out two weeks ago, during an appearance by Clinton on “Between Two Ferns,” this means that, remarkably, in 2016 many young people will be voting for a white Presidential candidate for the first time. Clinton offers those voters the chance to make history again, by electing a female President. According to a Washington Post/ABC News poll, sixty-six per cent of people between the ages of eighteen and thirty-nine believe that Trump is biased against women and minorities. A Quinnipiac poll places that number at seventy-three per cent.

Even so, the idealism seems muted this time around. A possible explanation is that young voters simply reflect the broader dynamic of American partisanship. The Republican and Democratic standard-bearers, no matter their relative qualifications, assets, and quirks, are only modestly more important than voters’ basic partisan affiliations. In this scheme, democracy looks something like a long-running Broadway musical, in which the production and the choreography are bigger draws than the particulars of the cast. This helps explain how Donald Trump, whose long public record shows scant trace of religious adherence, has consolidated the support of a majority of evangelical voters. One may walk by faith, not by sight—and apparently vote that way as well.

Other explanations for Clinton’s difficulties are more specific to her. She has spoken self-effacingly about the fact that she is not a “natural politician.” As she told the students at Temple, “I will never be the showman my opponent is, and you know what? That’s O.K. with me.” A larger concern is rooted in Clinton’s own long career. The journalist Jonathan Rauch has noted that candidates typically have fourteen years from the time they are elected to a major public office—the Senate, a governorship—to achieve the Presidency. Beyond that, a sort of expiration date is reached, owing, at least in part, to the fact that the longer one’s résumé the more likely it is that one will be whipsawed by past positions and changing values. Hillary Clinton was elected to the Senate in 2000, but she has been a national political figure since 1992, and that time line could be pushed back to 1978, when Bill Clinton was first elected governor of Arkansas.

President Obama has said that Hillary Clinton’s record as First Lady, senator, and Secretary of State makes her the most qualified Presidential candidate ever—but it also means that she represents the sort of institutional power that young voters distrust. It’s a can’t-win-for-losing paradox, considering that a central struggle for women of Clinton’s generation has been to gain access to that same institutional power. Clinton has accrued a great deal of baggage in four decades of public life in large part because it has taken a woman so many years to get to this point in the first place.

A similar dynamic afflicts Clinton’s support among African-Americans. Black Lives Matter activists have repeatedly criticized her for her support of her husband’s 1994 crime bill and for a speech she made, in 1996, in which she talked about “super predators”—a term that, in the context of the time, was used to refer to some black and Latino youths in American cities—and the need to bring them “to heel.” Those were disturbing comments, and she has apologized for them. Nevertheless, Trump disingenuously seized on them in the debate, and added, “I think that I’ve developed very, very good relationships over the last little while with the African-American community.” Hardly, but then Trump’s outreach to blacks is concerned less with winning their votes than with dampening their enthusiasm for Clinton, in order to diminish turnout.

In the past few months, the media have drawn an abundance of false equivalencies between Clinton and Trump. The polls point to a similar tendency among millennials, across lines of race. If not exactly a false equivalency, it is perhaps a false vicinity: the belief that Trump’s unmitigated bigotry is just a few degrees removed from Clinton’s history of establishment ties and nineties-era centrism. Maybe the debate will have shown them that the two candidates could scarcely be farther apart. 

Jelani Cobb has been a contributor to The New Yorker and newyorker.com since 2012, writing frequently about race, politics, history, and culture.

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