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EEUU: Shakespeare explica la elección presidencial de 2016

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A principios de la década de 1590, Shakespeare se sentó a escribir una obra de teatro que abordaba un problema: ¿Cómo es posible que un gran país acabara siendo gobernado por un sociópata?

El problema no era de Inglaterra, donde una mujer con inteligencia y energía excepcionales había reinado durante más de 30 años, aunque desde hacía tiempo tal asunto había preocupado a personas serias y reflexivas. ¿Por qué, se menciona en la Biblia, el reino de Judá fue gobernado por una sucesión de reyes desastrosos? Antiguos historiadores romanos se preguntaron a su vez ¿Cómo pudo caer el imperio más grande del mundo en manos de un Calígula?

Para su prueba de fuego teatral, Shakespeare escogió un ejemplo más cercano: el breve e infeliz reinado en la Inglaterra del  siglo XV del rey Ricardo III. Shakespeare concibió a Ricardo como un ser atormentado interiormente por la inseguridad y la rabia, a consecuencias de una infancia desgraciada y sin amor y una columna vertebral torcida que producía un evidente rechazo en quienes lo miraban. Atormentado por un odio a sí mismo y la conciencia de su propia fealdad – él es comparado en repetidas ocasiones con un jabalí o un cerdo fisgón – encontró refugio en un exagerado exceso de confianza, una clara misoginia y la inclinación implacable hacia el uso de la  intimidación y el abuso.

La obra sugiere que a partir de esta psicopatología surgió la extraña y obsesiva determinación del personaje en obtener una meta que parecía inalcanzable, una posición para la que no tenía ninguna expectativa razonable, sin preparación adecuada y absolutamente ninguna aptitud.

«Ricardo III», que resultó ser uno de los primeros grandes triunfos de Shakespeare, explora cómo este monstruo repugnante y perverso obtuvo el trono inglés. De la manera que el drama la concibe, la villanía de Ricardo era claramente evidente para todos. No había ningún secreto sobre su cinismo sin fondo, su crueldad y alevosía, sin poderse vislumbrar nada rescatable en él, y sin que existiese una razón para creer que podría gobernar el país con eficacia.

Su éxito en la obtención de la corona dependía de una combinación fatal de diversas pero igualmente autodestructivas respuestas de quienes le rodeaban. El drama ubica estas respuestas en caracteres particulares – Lady Anne, Lord Hastings, el conde de Buckingham y así sucesivamente – pero también se las arregla para sugerir que estos personajes esbozan el fracaso colectivo de todo un país. Vistos en conjunto, detallan una nación permisiva.

En primer lugar, están aquellos que confían en que todo va a continuar de manera normal, que se mantendrán las promesas, las alianzas serán honradas y las instituciones fundamentales respetadas. Ricardo está tan obvia y grotescamente no calificado para ejercer el poder supremo que todos lo subestiman. Su atención se centra siempre en algún otro, hasta que es demasiado tarde. No se dan cuenta con la suficiente rapidez que lo que parecía imposible está realmente ocurriendo. Ellos habían confiado en una estructura que inesperadamente demuestra ser frágil.

En segundo lugar, están los que no prestan atención al hecho de que Ricardo es tan malvado como parece ser. Ellos ver perfectamente que ha cometido tal o cual acción espantosa, pero tienen una extraña predilección por el olvido, como si fuera muy difícil recordar cuán horrible es. Se sienten irresistiblemente atraídos por el deseo de normalizar lo que no es normal.

En tercer lugar, están los que se sienten asustados o impotentes frente a la intimidación y la amenaza de violencia. «Convertiré en cadáver a quien desobedezca,» amenaza, y la oposición a sus órdenes extravagantes de alguna manera se marchita. Ayuda que él es un hombre inmensamente rico y privilegiado, acostumbrado a hacer su voluntad, incluso cuando ella viola toda norma moral.

En cuarto lugar, hay quienes se convencen que pueden beneficiarse del ascenso de Ricardo al poder. Ellos notan perfectamente bien lo destructivo que es, pero confían en mantenerse seguros, afuera de la corriente maligna, e incluso con la posibilidad de obtener beneficios. Estos aliados y seguidores lo ayudan a ascender paso a paso, colaboran en su trabajo sucio y observan la acumulación de víctimas con fría indiferencia. Son, como Shakespeare los imagina, de los primeros en hundirse, una vez que Ricardo los ha utilizado para obtener su fin.

En quinto lugar, y quizás los más extraños entre todos, se encuentran los que obtienen placer subsidiario  con la liberación de agresión reprimida, con un humor muy negro, o ante el discurso franco de lo que se consideraba indecible. «Vuestros ojos lloran piedras de molino cuando de los ojos de los tontos caen lágrimas,» les dice el personaje a los asesinos que ha contratado para matar a su hermano. «Me caen bien, muchachos.» No es necesario mirar alrededor para encontrar las personas que encarnan esta categoría de colaboradores. Somos nosotros, la audiencia, encantados una y otra vez por el horror vivaz del villano, por su indiferencia a las normas ordinarias de la decencia humana, por las mentiras que parecen ser eficaces a pesar de que nadie las cree, por el poder de seducción de la fealdad absoluta. Algo en nosotros disfruta  cada minuto de su horrible ascenso al poder.

Shakespeare muestra brillantemente todos estos tipos de facilitadores que trabajan juntos en la escena culminante de este ascenso. La escena – lo suficientemente anómala en una sociedad que era una monarquía hereditaria, pero curiosamente oportuna para nosotros – es una elección. A diferencia de «Macbeth» (que introduce en el idioma inglés la palabra «asesinato«), «Ricardo III» no retrata una toma violenta del poder. En su lugar encontramos la petición de votos populares, junto a una muestra fraudulenta de piedad religiosa, la difamación de los oponentes y una muy exagerada amenaza para la seguridad nacional.

¿Por qué una elección? Shakespeare, evidentemente, quiso resaltar el elemento consensual en el ascenso de Ricardo. No obtiene un consentimiento contundente; sólo un funcionario municipal y algunos de los secuaces cuidadosamente plantados por el villano gritan su voto: «¡Dios salve a Ricardo, real soberano de Inglaterra!»

Pero el resto de la multitud, ya sea por desinterés, por miedo o por la creencia catastróficamente errónea de que no existe una diferencia real entre Ricardo y las alternativas, se queda callado, «como estatuas mudas o piedras resoplantes«. El no hablar – simplemente no votar – es suficiente para que el monstruo llegue al poder.

Las palabras de Shakespeare tienen una extraordinaria capacidad para ir más allá de su tiempo y lugar originales, y dirigirse directamente a nosotros. Nos hemos acercado muchas veces a él, en tiempos de perplejidad y riesgos, en la búsqueda de las verdades humanas más fundamentales. Así sucede ahora. Amigo lector, no piense que no puede ocurrir, y no permanezca en silencio o malgaste su voto.

NOTA ORIGINAL:

THE NEW YORK TIMES

Shakespeare Explains the 2016 Election

In the early 1590s, Shakespeare sat down to write a play that addressed a problem: How could a great country wind up being governed by a sociopath?

The problem was not England’s, where a woman of exceptional intelligence and stamina had been on the throne for more than 30 years, but it had long preoccupied thoughtful people. Why, the Bible brooded, was the kingdom of Judah governed by a succession of disastrous kings? How could the greatest empire in the world, ancient Roman historians asked themselves, have fallen into the hands of a Caligula?

For his theatrical test case, Shakespeare chose an example closer to home: the brief, unhappy reign in 15th-century England of King Richard III. Richard, as Shakespeare conceived him, was inwardly tormented by insecurity and rage, the consequences of a miserable, unloved childhood and a twisted spine that made people recoil at the sight of him. Haunted by self-loathing and a sense of his own ugliness — he is repeatedly likened to a boar or rooting hog — he found refuge in a feeling of entitlement, blustering overconfidence, misogyny and a merciless penchant for bullying.

From this psychopathology, the play suggests, emerged the character’s weird, obsessive determination to reach a goal that looked impossibly far off, a position for which he had no reasonable expectation, no proper qualification and absolutely no aptitude.

“Richard III,” which proved to be one of Shakespeare’s first great hits, explores how this loathsome, perverse monster actually attained the English throne. As the play conceives it, Richard’s villainy was readily apparent to everyone. There was no secret about his fathomless cynicism, cruelty and treacherousness, no glimpse of anything redeemable in him and no reason to believe that he could govern the country effectively.

His success in obtaining the crown depended on a fatal conjunction of diverse but equally self-destructive responses from those around him. The play locates these responses in particular characters — Lady Anne, Lord Hastings, the Earl of Buckingham and so forth — but it also manages to suggest that these characters sketch a whole country’s collective failure. Taken together, they itemize a nation of enablers.

First, there are those who trust that everything will continue in a normal way, that promises will be kept, alliances honored and core institutions respected. Richard is so obviously and grotesquely unqualified for the supreme position of power that they dismiss him from their minds. Their focus is always on someone else, until it is too late. They do not realize quickly enough that what seemed impossible is actually happening. They have relied on a structure that proves unexpectedly fragile.

Second, there are those who cannot keep in focus that Richard is as bad as he seems to be. They see perfectly well that he has done this or that ghastly thing, but they have a strange penchant for forgetting, as if it were hard work to remember just how awful he is. They are drawn irresistibly to normalize what is not normal.

Third, there are those who feel frightened or impotent in the face of bullying and the menace of violence. “I’ll make a corpse of him that disobeys,” Richard threatens, and the opposition to his outrageous commands somehow shrivels away. It helps that he is an immensely wealthy and privileged man, accustomed to having his way, even when his way is in violation of every moral norm.

Fourth, there are those who persuade themselves that they can take advantage of Richard’s rise to power. They see perfectly well how destructive he is, but they are confident that they will stay safely ahead of the tide of evil or manage to seize some profit from it. These allies and followers help him ascend from step to step, collaborating in his dirty work and watching the casualties mount with cool indifference. They are, as Shakespeare imagines it, among the first to go under, once Richard has used them to obtain his end.

Fifth, and perhaps strangest of all, there are those who take vicarious pleasure in the release of pent-up aggression, in the black humor of it all, in the open speaking of the unspeakable. “Your eyes drop millstones when fools’ eyes fall tears,” Richard says to the murderers whom he has hired to kill his brother. “I like you, lads.” It is not necessary to look around to find people who embody this category of collaborators. They are we, the audience, charmed again and again by the villain’s jaunty outrageousness, by his indifference to the ordinary norms of human decency, by the lies that seem to be effective even though no one believes them, by the seductive power of sheer ugliness. Something in us enjoys every minute of his horrible ascent to power.

Shakespeare brilliantly shows all of these types of enablers working together in the climactic scene of this ascent. The scene — anomalously enough in a society that was a hereditary monarchy but oddly timely for ourselves — is an election. Unlike “Macbeth” (which introduced into the English language the word “assassination”), “Richard III” does not depict a violent seizure of power. Instead there is the soliciting of popular votes, complete with a fraudulent display of religious piety, the slandering of opponents and a grossly exaggerated threat to national security.

WHY an election? Shakespeare evidently wanted to emphasize the element of consent in Richard’s rise. He is not given a robust consent; only a municipal official and a few of the villain’s carefully planted henchmen shout their vote: “God save Richard, England’s royal king!”

But the others assembled in the crowd, whether from indifference or from fear or from the catastrophically mistaken belief that there is no real difference between Richard and the alternatives, are silent, “like dumb statues or breathing stones.” Not speaking out — simply not voting — is enough to bring the monster to power.

Shakespeare’s words have an uncanny ability to reach out beyond their original time and place and to speak directly to us. We have long looked to him, in times of perplexity and risk, for the most fundamental human truths. So it is now. Do not think it cannot happen, and do not stay silent or waste your vote.

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