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Armando Durán: Así forjó Fidel Castro la revolución comunista en Cuba

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   El 8 de enero de 1959, al frente de su columna de guerrilleros, entró en La Habana Fidel Castro. Los habitantes de la ciudad se volcaron a sus calles para darle el recibimiento que se merecía el hombre de aquel histórico modelo. Todos confiaban en que el anhelado derrocamiento de la dictadura daría lugar a una rápida restauración de la democracia mediante dos acciones políticas perfectamente previsibles: devolverle de inmediato su vigencia a la Constitución de 1940, abolida por el golpe militar de Fulgencio Batista el 10 de marzo de 1952, y la celebración de elecciones generales libres y transparentes en un plazo no mayor de 12 meses. Recuperar ese pasado de democracia liberal había sido el aspecto central del programa públicamente asumido por Castro y por todas las organizaciones políticas y cívicas cubanas que se habían opuesto a Batista, y nadie tenía razón alguna para poner en duda a priori la sinceridad de este doble compromiso. Sin embargo, el pensamiento político y los planes secretos de Castro apuntaban en una dirección muy distinta a la de una simple restauración de la democracia en Cuba.

 

   Derrocar la dictadura de Batista era un primer paso de sus planes, pero sólo como pretexto. Resulta imposible presumir el momento en que Castro tomó la decisión de fijarle a Cuba el rumbo que llevó la isla al comunismo, pero pocas semanas tardaron los hechos en poner de manifiesto que el verdadero y subversivo objetivo de su movimiento insurreccional iba muchísimo más allá de la cosmética reivindicación formal de la democracia tal como se concebía entonces en todo el continente. La meta de Castro, oculta para todos menos para un pequeño grupo de hombres de su mayor confianza, era la construcción, sobre los escombros de la dictadura batistiana, situación política que a fin de cuentas resultó ser para él un oportuno y pasajero sobresalto, una Cuba nueva, implacablemente revolucionaria, socialista y antiimperialista.

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    Este objetivo probablemente lo había fraguado Castro durante sus años de estudiante en la Universidad de La Habana, en la segunda mitad de los años cuarenta, con lecturas de obras como El Estado y la Revolución, de Lenin, y discusiones políticas con otros estudiantes, casi todos militantes comunistas, como Lionel Soto y Alfredo Guevara. Por esa época, en la librería casi clandestina del Partido Socialista Popular (así se llamaba entonces el partido comunista cubano), situada en la habanera calle de Zanja, conoció a Flávio Gróbart, polaco enviado a Cuba por la Tercera Internacional en los años veinte con la tarea de impulsar la organización del partido en la isla. Allí y entonces se inicio una estrecha relación entre los dos personajes, que se prolongaría hasta la muerte de Gróbart, muchas décadas después, y fue sin duda el primero y decisivo encuentro personal del futuro líder cubano con el mundo de las grandes conspiraciones internacionales.

 

   No debe olvidarse que también por aquella época Castro vivió dos experiencias altamente significativas. La primera, en 1947, como soldado insurrecto en la frustrada invasión a la República Dominicana de Rafael Leónidas Trujillo desde el cayo cubano de Confites, en la que participaron varios centenares de jóvenes latinoamericanos, principalmente cubanos y dominicanos. Auspiciada y financiada por el gobierno cubano, tras meses de entrenamiento en el desolado paraje del islote, situado a pocas millas náuticas de la costa norte de Cuba, las autoridades militares de la isla decidieron cancelar la operación horas antes de que zarpara la fuerza expedicionaria. La segunda, al año siguiente, fue el hecho de encontrarse accidentalmente presente en Bogotá cuando estallaron los terribles acontecimientos conocidos como el Bogotazo. Muchos años más tarde, una madrugada de 1991, Castro me reveló que la inútil inmensidad de los incendios que arrasaron buena parte de la capital colombiana tras el asesinato del carismático líder liberal José Eliecer Gaitán, los disturbios callejeros y los combates irregulares que se producían en toda la ciudad, y en los que él llegó a tomar parte, le hicieron entender la futilidad de cualquier explosión de indignación popular, por grande que fuera, “si no contaba con organización y dirección revolucionaria.”

 

   Sin la menor duda, el estudio de la teoría leninista de la revolución y su experiencia personal en aquellas dos malogradas expresiones de extrema heterodoxia política le sirvieron a Castro, primero, para promover la lucha armada contra la dictadura cubana, y después, ya como jefe máximo de la revolución triunfante, para asumir y superar las consecuencias irremediables que provocaría su enfrentamiento con el Gobierno de Estados Unidos, el inevitable enemigo estratégico de cualquier proyecto verdaderamente revolucionario que se ensayara en América Latina.

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   Desde esta sediciosa perspectiva, vale la pena recordar que Castro, medio siglo después de la entrevista privada que sostuvo con Richard Nixon en Washington el 19 de abril de 1959, señaló en una de sus Reflexiones, publicada el 8 de julio de 2007 en el diario Granma, que él “no era entonces un militante clandestino del Partido Comunista, como Nixon, con su mirada pícara y escudriñadora llegó a pensar. Si algo puedo asegurar, y lo descubrí en la Universidad, es que fui primero un comunista utópico y después un socialista radical en virtud de mis propios análisis y estudios, dispuesto a luchar con estrategia y tácticas adecuadas.”

 

   Esta visión que tenía Castro de sí mismo y de su papel en el futuro de Cuba ya la había dejado entrever, aunque todavía de manera muy prudente y disimulada, con la publicación de La historia me absolverá, versión elaborada en prisión de su alegato ante la Audiencia de Santiago de Cuba, donde se le juzgó a él y a un grupo de sus seguidores por el asalto al cuartel Moncada, la segunda fortaleza militar del país. En las páginas de este libro-manifiesto, además de justificar su acción recurriendo al derecho natural de los pueblos a la rebelión, Castro trazó las líneas maestras de lo que habría sido un eventual gobierno suyo en caso de haber logrado su propósito de tomar el poder por las armas, pero reducía los alcances de su sueño a la mención de las injusticias que corroían las entrañas de la sociedad cubana y de las leyes revolucionarias que se habrían promulgado para enfrentar “el problema de la tierra, el problema de la industrialización, el problema de la vivienda, el problema del desempleo, el problema de la educación y el problema de la salud del pueblo.” Es decir, que desde el mismo inicio de su camino de revolucionario él sabía perfectamente bien el rumbo a emprender, pero astutamente eludía entrar en detalles que pudieran resultar prematura e innecesariamente controversiales. Eso sí, desde esa primerísima etapa del proceso, ya condenaba sin piedad a toda la vieja clase política cubana.

 

   Según la descripción que hacía de la lamentable situación institucional de la isla, Castro advierte de que los graves males morales que aquejaban a la República jamás podrían ser superados por los políticos de siempre, “que sólo saben gastar, en sus campañas electorales, millones de pesos sobornando conciencias”, razón por la cual “un puñado de cubanos tuvo que venir a afrontar la muerte en el cuartel Moncada con las manos vacías de recursos.” Marcaba así el abismo que siempre lo separaría de la clase política tradicional, o sea, del pasado político cubano, cuya insensibilidad social y falta de entereza ética, según él, lo había condenado a aceptar la inmensa responsabilidad de atacar la segunda guarnición militar en importancia del país, un regimiento de infantería entrenado y equipado para la guerra, con 135 jóvenes pobremente armados con rifles calibre 22 y escopetas de caza, 67 de los cuales murieron en la acción o fueron asesinados después de rendirse.

 

Este reproche sobre la falta de apoyo material del sector político de la sociedad cubana a sus acciones insurreccionales terminaría siendo un lugar común de sus muy difíciles relaciones con la dirigencia de los partidos y las agrupaciones cívicas de oposición, hasta que la importancia política y militar de su movimiento insurreccional obligó a todas las organizaciones de oposición a la dictadura a firmar el acuerdo unitario del llamado Pacto de Caracas, en el verano de 1958, cuya finalidad era que todas ellas aceptaran dejar de lado sus posiciones políticas y estratégicas particulares, reconocieran el mando unipersonal de Castro y se comprometieran a respaldar la lucha armada como única opción válida para enfrentar la dictadura. Fue la victoria política que necesitaba Castro para garantizar, primero, el éxito militar de su movimiento guerrillero y, más adelante, una vez derrocada la dictadura, la posibilidad de dar los pasos necesarios para poner en marcha el engranaje de su ambicioso proyecto revolucionario.

 

   La alianza con los comunistas

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   El periodista norteamericano Tad Szulc, en su biografía del líder cubano, Fidel, a Critical Portait, registra una importante conversación que sostuvo a finales de 1965 con Gróbart sobre los encuentros secretos que Castro, su hermano Raúl, Ernesto Che Guevara, Camilo Cienfuegos y Ramiro Valdés sostuvieron con la cúpula del PSP desde principios de 1959, cuyo propósito era organizar un gobierno revolucionario paralelo al oficial. El simple hecho de que se produjeran estas reuniones aclara el sentido que luego tendría la experiencia cubana: según le señaló Gróbart a Szulc, este primer gran objetivo subversivo de la revolución no buscaba lograr un simple reparto de cuotas de poder, sino determinar cómo un partido unificado de las diversas agrupaciones políticas cubanas podría ser diseñado y organizado, al margen de sus hondas diferencias ideológicas, como fuerza marxista-leninista, y cómo, mientras ese día llegaba, algunos cuadros revolucionarios, “progresistas” o abiertamente comunistas, podrían ser usados en la administración del país para ir preparando el tránsito clandestino de la Cuba liberal a la Cuba socialista.

 

   En su entrevista con Szulc, Gróbart añadió que durante esas conversaciones, que conducirían finalmente a la creación de Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI) y más tarde del Partido Unido de la Revolución Socialista (PURS), gérmenes del futuro nuevo Partido Comunista de Cuba, Castro, obsesionado por la idea de la unidad como mecanismo estratégico necesario para consolidar su jefatura en el marco de un gran frente revolucionario, le exigió al PSP renunciar a su autonomía y reconocer su autoridad política personal, aunque él ni siquiera era militante del partido, un hecho sin precedentes en la historia universal del comunismo.

 

   Ese fue, sin la menor duda, la primera gran jugada política de Castro. Mientras el rostro oficial de la revolución parecía responder a la visión política habitual en América Latina, en las tinieblas de una nueva clandestinidad se tejían los verdaderos hilos de la trama revolucionaria y se ponía en macha la maquinaria que impulsaría el avance de la revolución socialista dentro del marco de lo que parecía ser una revolución burguesa. Naturalmente, Castro estaba consciente de las múltiples dificultades que engendraba su proyecto, porque resultaba irremediable que el carácter eminentemente anticomunista de las organizaciones políticas, cívicas y guerrilleras cubanas, incluyendo en el lote a su Movimiento 26 de Julio, tarde o temprano provocaría un grave cisma ideológico en las filas de la revolución. La difícil integración en una sola mesa de militantes comunistas y no comunistas, en algunos casos incluso de representantes de tendencias ferozmente anticomunistas, era un desafío que debía afrontarse cuanto antes, ya que la conflagración con Estados Unidos podría producirse en cualquier momento.

 

   Ante esta realidad desde todo punto de vista ineludible y excepcional, la conjetura más o menos juvenil y aventurera sobre la lucha armada como mecanismo para derrocar la dictadura y poner en marcha la revolución a punta de pistola ya resultaba insuficiente. El fin de la dictadura obligaba a Castro a prepararse para librar una acción política y probablemente militar mucho más fuera de lo común de la que había hecho posible su triunfo guerrillero. Lanzar la República por el despeñadero de una revolución socialista y enfrentar las reacciones del gobierno de Estados Unidos, que jamás aceptaría la consumación de un fenómeno social tan opuesto a sus principios ideológicos, a sus intereses estratégicos y a sus expectativas políticas y comerciales en el mundo azarosamente inestable de la Guerra Fría, y a sólo 90 millas de su territorio, requería promover iniciativas desde todo punto de vista inauditas, antes de que fuera demasiado tarde.

 

   Prepotencia y torpezas en Washington

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   Al revisar la documentación de la época, uno tiene la impresión de que Washington había seguido el desarrollo del conflicto cubano con un elevado grado de imprecisión. En el gobierno de Estados Unidos a nadie parecía caberle en la cabeza la idea de que lo que ocurría en Cuba pudiera llegar a trascender los límites que se le suponían entonces a los posibles cambios políticos en el sur del continente. Un ejemplo notable: no fue hasta el 18 de diciembre de 1958, menos de dos semanas antes del derrocamiento de Batista, cuando el presidente Eisenhower tomó plena conciencia de la gravedad de la situación, pues no fue hasta ese día que Allen Dulles, director de la CIA, le advirtió de que un triunfo del movimiento insurreccional en Cuba podría provocar efectos contrarios a los intereses de Estados Unidos en la región. Y no fue hasta pocos días más tarde, el 26 de diciembre, cuando Gordon Gray, su Asesor de Seguridad Nacional, le informó que acababa de recibir un alarmante memorándum del Departamento de Estado, en el que se analizaban los riesgos que implicaba el inminente triunfo militar de Castro.

 

   Eisenhower cuenta en sus memorias que quedó hondamente impresionado por la información que le daban los dos principales funcionarios encargados de dirigir todo lo que tuviera algo que ver con Estados Unidos en materia de inteligencia. ¿Por qué diablos nadie le había hablado antes de la enormidad del peligro que representaban los hechos que ocurrían en Cuba? ¿Por qué? De ahí que la tarde del 31 de diciembre, mientras Batista revisaba y daba su aprobación final a los planes elaborados para que él, su familia y un muy selecto grupo de sus colaboradores abandonara el país después de la medianoche, Eisenhower, que no tenía conocimiento de la inminente fuga del dictador, celebró una reunión de urgencia en la Casa Blanca a la que asistieron Christian Herter, encargado de la Secretaría de Estado por enfermedad de su titular, John Foster Dulles; su sub-secretario para Asuntos Latinoamericanos, Roy Robottom; el propio Gordon Gray y el general C. P. Cabell, director adjunto de la CIA. El propósito de Eisenhower era examinar las medidas que podrían tomarse en esas últimas horas del año para impedir el ascenso de Castro al poder. Su percepción del peligro que representaba la situación cubana era del todo prematura y todavía infundada, pero a pesar de ello sostuvo en aquel encuentro secreto que, para evitar una catástrofe de proporciones inimaginables, como las que sus asesores temían, se justificaba hasta una intervención militar directa de Estados Unidos en Cuba.

 

A pesar de que esta tardía opinión presidencial fue fruto de una asombrosa mezcla de estupefacción, manejo de informaciones insuficientes y reacciones improvisadas, se adoptó de inmediato como línea estratégica a seguir frente al nuevo régimen cubano. Y así, en la reunión del Consejo de Seguridad Nacional del 10 de marzo de 1959, semanas antes de la reunión Castro-Nixon en Washington, sus miembros discutieron abiertamente la conveniencia de instalar en La Habana un gobierno distinto al de Castro. Es decir, que desde esas primeras semanas del régimen revolucionario cubano, aun cuando Washington carecía de certezas sobre la ideología y las verdaderas intenciones de su futuro enemigo, Eisenhower ya había tomado la decisión de derrocarlo. De acuerdo con el historiador cubano Esteban Morales Domínguez, en su libro La política de Estados Unidos hacia Cuba, 1059-1961, sostiene que el haber asumido esta posición adelantada respondió al hecho de que “ningún miembro de la administración Eisenhower, o fuera de ella pero con capacidad real de influir políticamente en el gobierno de Estados Unidos, apreció de una manera verdaderamente objetiva la situación política en Cuba durante el período 1952-1958. Por tanto, nadie que estuviese en capacidad de hacer política en Washington estaba en condiciones de entenderse con la Cuba que emergía de la dictadura.”

Lo cierto es que durante los meses anteriores al triunfo militar de Castro, la maraña informativa reinante en Washington había oscurecido peligrosamente la visión de los estrategas norteamericanos, y hasta el verano de 1958, en la CIA y en el Departamento de Estado, sus analistas sólo se formulaban una pregunta muy elemental sobre la crisis cubana. ¿Llegaría algún día Castro a aglutinar fuerzas suficientes para derrocar a Batista? Luego, tras su rotundo éxito a la hora de enfrentar la gran ofensiva lanzada por el ejército regular cubano sobre la Sierra Maestra en el verano de ese año, cuando se hizo evidente que la caída de Batista era sólo cuestión de tiempo, en Washington comenzó a plantearse otra interrogante, muchísimo más difícil de responder. ¿Cuál sería la actitud de Castro, una vez conquistado el poder, en relación a Estados Unidos?

 

   Por ahora, la lógica reducía las opciones del gobierno Eisenhower a la urgente necesidad de descifrar ese misterio. A muy poco más. No obstante, la CIA y el sector más conservador del Departamento de Estado, que frente a esta nueva realidad volvían a aferrarse al tradicional rechazo de Washington a situaciones políticas en América Latina que se desarrollasen al margen de su más estricto control, en el otoño de 1958, y a pesar de que todavía no recurrían al argumento de la amenaza que representaba la penetración comunista en el hemisferio occidental, llegaron a la conclusión de que el desenlace del caso cubano probablemente acarrearía consecuencias catastróficas. Fue entonces que pensaron en persuadir more or less gracefully a Batista de abandonar la Presidencia de Cuba por las buenas antes de que Castro estuviera en condiciones de tomar por la fuerza el poder político, y de esta manera sustituir a tiempo la dictadura por una Junta Provisional de Gobierno, seleccionada en Washington, que convocara a elecciones generales en el plazo más breve posible.

 

   El distanciamiento norteamericano de la situación cubana y la ineptitud con que Washington diseñó su estrategia para enfrentarla llevó a la Casa Blanca al extremo de suponer que Castro, a pesar de haber expresado hasta la saciedad sus firmes convicciones sobre la lucha armada contra Batista como única estrategia aceptable para enfrentar la dictadura y, por supuesto, a pesar del hecho de que su victoria militar ya lucía inevitable, aceptaría, también más o menos de buen grado, una componenda cuya verdadera intención era dejarlo fuera del juego.

 

En el marco de estas equivocadas presunciones, el Inspector General de la CIA, Lyman Kirkpatrick, quien ya se había reunido con Batista en el verano de 1956 para analizar la aún incipiente crisis política cubana, en octubre de 1957 le hizo llegar al dictador cubano un memorándum proponiéndole aceptar una transición pacífica del régimen hacia un gobierno electo democráticamente. La Habana reaccionó con el más absoluto silencio, pero Kirkpatrick no renunció a su objetivo de negociar diplomáticamente la solución de la crisis y así se lo hizo saber el año siguiente a otros altos jefes de la CIA y del Departamento de Estado. En esta ocasión sostuvo que probablemente sólo un ciudadano estadounidense que no formara parte del gobierno, pero que tuviera pleno respaldo de Washington y grandes habilidades personales para la negociación, podría superar el reto que significaba facilitar un acuerdo entre Batista y grupos moderados de la oposición cubana.

 

Aprobada su recomendación, el elegido para ejecutarla fue William Pawley, ex embajador de Estados Unidos en Perú y Brasil, y muy amigo del vicepresidente Richard Nixon, quien además, por haber sido gerente general de Cubana de Aviación en La Habana, era considerado por muchos como miembro del círculo íntimo de Batista. Y así, el 18 de noviembre de 1958, el subsecretario de Estado, William Snow, el ex secretario de Estado adjunto Henry Holland, y el coronel J. C. King, director de la división Hemisferio Occidental de la CIA, se trasladaron a Miami, donde vivía Pawley. Muy poco después, Pawley viajó a La Habana y el 11 de diciembre se entrevistó con Batista.

 

El informe de la estación de la CIA en Cuba sobre esta entrevista señala que Batista objetó de plano la propuesta que le llevaba Pawley de abandonar el poder cuanto antes por tres razones: porque según él los cubanos lo calificarían de cobarde y traidor, y él, le recalcó a Pawley, no era cobarde ni traidor; porque marcharse de Cuba en ese momento daría lugar a un auténtico baño de sangre y él no estaba dispuesto a cargar el resto de su vida con esa culpa; y porque él tenía obligaciones morales y constitucionales que debía cumplir antes de entregar la Presidencia de la República a su sucesor.

 

A este contratiempo inesperado se añadió una equívoca visión estratégica inicial de Washington. El 7 de enero, un día antes de que Castro entrara triunfante en La Habana, al tiempo que analizaba con sus asesores acciones concretas para hacer abortar el triunfo del movimiento revolucionario cubano, Eisenhower le ordenó al Departamento de Estado reconocer diplomáticamente al nuevo gobierno, una ambigüedad que marcaría, indeleble y fatalmente, las inestables relaciones de Washington con la revolución cubana hasta la sorprendente conversación telefónica de los presidentes Barack Obama y Raúl Castro el 17 de diciembre de 2014.

 

A los tres días de aquel reconocimiento, el 10 de enero, Eisenhower aceptó la renuncia de su embajador en La Habana, Earl T. Smith, empresario que quizá por haberse hecho demasiado amigo de Batista mantuvo desinformado a su gobierno sobre las limitantes condiciones políticas y militares que sentenciaban al dictador, y lo sustituyó por Philip Bonsal, este sí diplomático de carrera y con gran experiencia en América Latina, incluso en Cuba, donde años antes había trabajado en la oficina habanera de la AT&T. Sus inclinaciones políticas, sin embargo, lo convertían en un personaje que no se ajustaba en absoluto al punto de vista que ya tenía en ese momento el presidente Eisenhower sobre el conflicto cubano. Como embajador en Bolivia, Bonsal había conseguido entablar magníficas relaciones con el gobierno revolucionario del MNR, la misma visión amplia y tolerante con que luego actuó en Colombia, donde sus estrechas relaciones con Alberto Lleras Camargo y otros dirigentes liberales habían provocado la ira del dictador Gustavo Rojas Pinilla, quien por esa razón le exigió salir del país inmediatamente. Esta postura de Bonsal contradecía la de sus dos antecesores, Arthur Gardner y el propio Smith, quienes solían repetir que Batista era el mejor amigo de Estados Unidos en América Latina, e indujeron a Allen Dulles a expresarle a Eisenhower su malestar porque no se le había consultado el nombramiento de Bonsal.

 

Si Eisenhower estaba al tanto del carácter de su nuevo embajador y en realidad pretendía utilizar su imagen y su talante democrático para hacerle olvidar a los líderes revolucionarios cubanos el apoyo estadounidense a Batista, se equivocó por completo. Las relaciones entre Washington y La Habana estaban heridas de muerte por la historia y por el respaldo incondicional de Eisenhower y Nixon a la dictadura, y ni Bonsal ni nadie habría podido remediar la gravedad de esa circunstancia. Poco después, con la reforma agraria en marcha, esas relaciones se harían impracticables.

 

El frente latinoamericano

 

Ante la razonable expectativa de tener que enfrentarse a corto plazo con la hostilidad del gobierno de Estados Unidos, en esos primeros días de revolución, antes de tomar el camino sin vuelta atrás de llevar a Cuba al socialismo, Castro se planteó la necesidad de despejar dos incógnitas esenciales. En primer lugar, ¿hasta qué extremos podría contar la revolución que él soñaba con el apoyo de los experimentos democráticos que comenzaban a ensayarse en América Latina? Por otra parte, ¿en qué medida se opondría el Gobierno de Estados Unidos a la ruptura violenta de los equilibrios políticos en Cuba como consecuencia de un final no concertado de la dictadura de Batista y su sustitución por un gobierno realmente socialista y revolucionario?

 

La primera duda la despejó Castro casi enseguida. El 23 de enero conmemoraba Venezuela el primer aniversario del derrocamiento de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y pocos días después asumiría la Presidencia un antiguo revolucionario, Rómulo Betancourt, candidato ganador en las elecciones generales celebradas en diciembre de 1958. Aunque sólo llevaba dos semanas en La Habana, Castro viajó por sorpresa a Caracas ese mismo 23 de enero. “Vine a Venezuela”, le dijo a la multitud de periodistas que lo aguardaban al pie del avión, “por un sentimiento de gratitud con el pueblo venezolano y con las instituciones que generosamente me han invitado a compartir con este pueblo el día glorioso del 23 de enero.” Y como si en ese momento previera lo que sucedería 40 años después con la victoria electoral de Hugo Chávez en la Venezuela de 1998, añadió un deseo que lo obsesionaría durante las cuatro décadas siguientes: “¡Ojalá que el destino de nuestros pueblos sea un solo destino!”

 

El verdadero motivo de este viaje era, sin embargo, explorar los sentimientos que la revolución cubana despertaba en Betancourt, otrora político de izquierda, cofundador incluso del Partido Comunista de Costa Rica a finales de los años veinte y promotor ideológico en los años treinta de una utópica república de soviets de soldados, obreros y campesinos en Venezuela, pero que después del golpe militar que derrocó al presidente Rómulo Gallegos el 24 de noviembre de 1948, durante sus 10 años de exilio en Cuba, Costa Rica, Puerto Rico y Estados Unidos, había moderado en grado sumo el extremismo original de su pensamiento político. ¿Seguía Betancourt enfriando su vieja pasión revolucionaria o acaso cabía la posibilidad de que en su ánimo todavía ardiesen las brasas de un socialismo que de pronto, ante lo que comenzaba a suceder en Cuba, rebrotara en su alma con renovados y formidables bríos?

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El encuentro Castro-Betancourt se produjo el 24 de enero y tras los saludos de rigor, el líder cubano le hizo saber a su interlocutor que la derrocada dictadura batistiana había dejado completamente vacías las arcas públicas cubanas. Para salir adelante su gobierno necesitaba un préstamo urgente de 300 millones de dólares y él esperaba que la democracia venezolana, que sabía muy bien lo que significaba sufrir largas dictaduras, acudiría en auxilio del pueblo cubano. En segundo lugar, que Cuba importaba toda la energía que consumía y ahora aspiraba a firmar con Venezuela acuerdos que le aseguraran a la isla un suministro continuo de petróleo en condiciones de privilegio, o sea, a crédito, con descuentos y bajos intereses.

 

La respuesta de Betancourt fue terminante. A pesar de su riqueza petrolera, Venezuela también padecía una honda crisis fiscal, provocada por el despilfarro y la mala gestión de 10 años de dictadura. No había manera de que su gobierno pudiera concederle a Cuba, ni a ningún otro gobierno, préstamo alguno. En cuanto al petróleo, Venezuela sí estaba en condiciones de satisfacer toda la demanda energética cubana, pero Castro debía entender que las leyes venezolanas, salvo en algunas situaciones muy excepcionales, le concedían a las empresas petroleras transnacionales el monopolio de la comercialización del crudo nacional. Estas leyes también establecían que los precios del petróleo venezolano se rigieran por los del mercado internacional y exigían que todas sus operaciones de compra-venta se hicieran de contado.

 

Aunque los argumentos de Betancourt eran técnicamente impecables, Castro dedujo sin mucha dificultad el verdadero sentido del mensaje. Guillermo Cabrera Infante, que lo acompañó en el viaje a Caracas en su condición de periodista, relata que cuando Castro regresó esa noche a la embajada cubana estaba furioso. Había comprendido que tras las consideraciones del Presidente electo de Venezuela se ocultaba una cruda realidad política: mientras las naciones del continente no rompieran los lazos de dependencia política y económica que las ligaban a los intereses estratégicos y comerciales de Estados Unidos, la revolución cubana no contaría con ningún auténtico aliado en la región.

 

Castro en Washington

 

Esta convicción llevó a Castro a verificar directamente en Washington la exacta posición de Estados Unidos frente a la incipiente revolución cubana. Para ello recurrió a la ayuda de un influyente periodista que lo había entrevistado en la Sierra Maestra, Jules Dubois, corresponsal en Cuba del Chicago Tribune, a quien no le costó mucho conseguir que la Asociación de Editores de Periódicos de Estados Unidos invitara al líder cubano a pronunciar una charla en la sede del Press Club en Washington.

 

El viaje lo inició Castro el 15 de abril y en contra de lo que todos suponían, declaró y repitió una y otra vez que su presencia en Estados Unidos nada tenía que ver con la cuota azucarera cubana en el mercado norteamericano ni con la posibilidad de solicitar préstamos oficiales a Estados Unidos. Su intención, insistió a lo largo de la gira, se limitaba a buscar el apoyo de la opinión pública norteamericana a las políticas de su gobierno. Un planteamiento político que sin duda Castro aspiraba a hacerle personalmente al presidente Eisenhower, pero que no pudo, porque el viejo soldado, aprovechando que el viaje de Castro no era una visita oficial, se ausentó de Washington durante esos días y le dejó a su vicepresidente el encargo de recibir al incómodo visitante.

 

La entrevista Castro-Nixon se produjo el 19 de abril, en el despacho que tiene el vicepresidente de Estados Unidos en el edificio del Senado. Estaba previsto que el encuentro duraría 15 minutos, pues a todas luces Nixon deseaba reducir el encuentro a un simple y breve acto protocolar. Por su parte, Castro recordaría muchos años después que “mi único reparo en hablar con Nixon era la repugnancia a explicar con franqueza mi pensamiento a un vicepresidente y probable futuro Presidente de Estados Unidos, experto en concepciones y métodos imperiales de gobierno.” Sin embargo, ambos personajes cedieron a la irresistible seducción del otro y la reunión se prolongó durante casi tres horas. Una foto, tomada a las puertas de las oficinas de Nixon, nos muestra a los dos personajes estrechándose las manos sin ninguna emoción, pero mirándose directa e inquisitivamente a los ojos.

 

Según cuenta Nixon en el memorándum de seis páginas mecanografiadas a un solo espacio que le preparó a Eisenhower sobre su reunión con Castro, el líder cubano le reiteró que no había ido a Washington a discutir nuevos términos para la cuota azucarera cubana ni a buscar préstamos del gobierno de Estados Unidos, aunque sí reconoció que Cuba necesitaba inversión de capital extranjero para impulsar su desarrollo económico. Preferiblemente de capital estatal, le aclaró a Nixon, quien le replicó con cierta rudeza, “quite bluntly”, confiesa en su memorándum, que lo que Cuba necesitaba era atraer capital privado. En este sentido, le propuso al primer ministro cubano seguir el ejemplo del gobernador de Puerto Rico, Luis Muñoz Marín, quien al parecer de Nixon lo había logrado con mucho éxito. Por último dialogaron sobre futuras elecciones en Cuba, cada día más distantes porque según Castro le comentó a Nixon, “los cubanos no desean elecciones por el momento”, y Nixon le habló de su visión personal sobre el papel que debía desempeñar un líder político en la sociedad de entonces. Naturalmente, sobre la anunciada reforma agraria cubana, aunque sin analizarla en profundidad, y finalmente Nixon se refirió a la posible presencia comunista en el nuevo gobierno cubano, a lo que Castro contestó que él no negaba que algunos comunistas hubieran tratado de aprovechar las circunstancias del proceso revolucionario en su favor, pero que su “gente” siempre los habían puesto en su sitio. Esta respuesta suscitó una reflexión que Nixon incluye en su memorándum: “Es la misma posición que sostuvo Sukarno cuando lo visité en Indonesia en 1953.”

Nixon termina su informe a Eisenhower con un interesante juicio personal sobre su interlocutor:

 

“Mi opinión acerca de Castro es ambivalente. De lo que sí estoy seguro es que posee esas cualidades indefinibles que hacen de alguien un líder. Al margen de lo que pensemos de él, Castro tendrá una gran influencia en los asuntos de Cuba y posiblemente en los de América Latina. Parece ser sincero, pero es increíblemente ingenuo acerca del comunismo o actúa bajo disciplina comunista – me inclino a pensar que más bien se trata de ingenuidad. Como ya he dejado entrever, sus ideas sobre cómo gobernar un país o manejar una economía están menos desarrolladas que las de cualquier líder de otros 50 países que he visitado en todo el mundo. Pero precisamente porque él tiene el poder y la capacidad de conducir a su pueblo en esta o en aquella dirección, lo menos que podemos hacer es orientarlo para que emprenda el camino correcto.”

 

La reforma agraria

 

     Castro regresó a La Habana el 26 de abril y sorprendió a muchos cuando declaró que la revolución cubana no era comunista, sino “verde como las palmas”, comparación con que aspiraba a negar el carácter real de su revolución, aludiendo al árbol nacional de Cuba y al color verde oliva de los uniformes del ejército rebelde. En el sector más conservador de la isla y en algunos de sus medios de comunicación se interpretó esta declaración como una reacción a supuestas presiones que habría recibido durante su visita a Estados Unidos. Sólo la estación de la CIA en La Habana no se dejó confundir por las palabras de Castro. En cable cifrado le indican a sus jefes en Langley que el discurso de Castro “y el eco que sus palabras han tenido en la prensa cubana, son más bien una demostración de su poder para crear, con unas pocas palabras, una corriente de opinión, en este caso, favorable al anticomunismo. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que con otras pocas palabras e idéntica efectividad puede revertir esta corriente de opinión en cualquier momento.”

Lo cierto es que Castro había regresado a Cuba con la firme convicción de que nada bueno podía esperar de América Latina ni de Washington. Fustigado por esta perturbadora certeza, al día siguiente de llegar a La Habana se encerró en la casa de Ernesto Che Guevara en Tarará, poblado costero próximo a la capital, sede también del grupo de trabajo que venía redactando en secreto la ley de reforma agraria bajo la coordinación del capitán Antonio Núñez Jiménez, geógrafo que en los últimos meses de la guerra se había sumado a la columna guerrillera de Guevara en la sierra del Escambray. El 7 de mayo le entregó Castro el proyecto a los miembros de su gobierno paralelo, reunido para esa ocasión en su casa de Cojímar, otro poblado costero muy conocido por ser el escenario de El viejo y el mar, el famoso relato de Ernest Hemingway. Diez días después, el 17 de mayo, acarreó en avión y helicópteros a su otro gobierno, el “oficial”, que no conocía ni una sola línea de la ley, hasta su antiguo cuartel general de comandante guerrillero en La Plata, un intrincado paraje de la Sierra Maestra.

 

En el material gráfico que registró ese momento para la historia, vemos al presidente Manuel Urrutia, de impecable y bien planchado uniforme verde olivo, sentado junto a Castro, desaliñado y sudoroso después de dar una larga caminata por los húmedos espacios de selva tropical de sus muy recientes días de guerrillero, la camisa abierta hasta la mitad del pecho y el tabaco, todavía sin encender, en la mano izquierda, una caja de fósforos sobre la mesa y la pluma en ristre, a punto de ser el primero en estampar su firma en la ley. Alrededor de ambos, protagonistas de una realidad desde todo punto de vista incongruente, ministros, miembros del Ejército Rebelde y campesinos los observan impresionados.

 

Por supuesto, el objetivo de la ley era desmontar la estructura de la propiedad rural en Cuba, típicamente capitalista, abrumadoramente latifundista y en buena medida de propiedad o en usufructo estadounidense. Piénsese que las 13 principales compañías agrícolas norteamericanas que operaban en la isla eran propietarias o controlaban el equivalente a 11 por ciento de todo el territorio cubano, equivalente a 25 por ciento de su geografía agropecuaria. No obstante, las circunstancias le impidieron a Castro llegar ese día tan lejos como él deseaba, porque aún tenía muy en cuenta la necesidad de actuar por el momento de manera muy cuidadosa. Esta razón determinó que la ley reconociera el derecho a la propiedad privada rural hasta en una extensión de 402 hectáreas, excepto en el caso particular de las tierras dedicadas al cultivo intensivo y artesanal del tabaco. En el caso de las fincas que tuvieran una producción superior al 50 por ciento del nivel de productividad regional, el límite permitido por la ley se extendía hasta 1.342 hectáreas, pero todas las tierras alquiladas, independientemente de su tamaño y productividad, serían expropiadas. Por último, la ley establecía que el precio de las tierras sujetas a intervención del Estado, y este fue uno de los dos aspectos cruciales del diferendo cubano-norteamericano, se fijaría según el valor declarado por sus dueños en las liquidaciones del impuesto sobre la renta. El pago de las expropiaciones, el otro tema de la querella binacional, se efectuaría mediante bonos del Estado con vencimiento a 20 años y 4 por ciento de interés anual.

 

Si bien Washington declaró reconocerle al gobierno cubano su derecho soberano a hacer la reforma agraria, exigió de inmediato que el precio de las propiedades expropiadas se ajustara a su valor de mercado y que las indemnizaciones se hicieran de contado. Además de estos dos puntos controversiales que establecía la ley, el grupo de Tarará había enmascarado una trampa que sellaría la suerte política y económica de la isla y, por supuesto, de las relaciones de Cuba con Estados Unidos. Al crear con la ley el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA), organismo encargado de gestionar la aplicación de la reforma, la ley establecía que el INRA debía llevar a cabo su función “en coordinación con el Ejército Rebelde”, la única institución del Estado en la que Castro confiaba. En el acto de promulgación de la ley, Castro, Primer Ministro del Gobierno desde febrero y Comandante en Jefe del Ejército Rebelde desde siempre, fue designado Presidente del INRA. El Director Ejecutivo del organismo sería Núñez Jiménez, el asistente de Guevara y coordinador del grupo de Tarará. De este modo, el Gobierno oficial, que no había tenido la menor participación en la redacción de la ley, tampoco iba a tener injerencia alguna en su administración ni en el funcionamiento futuro del Estado.

 

      Estados Unidos contraataca

 

       La historia de la revolución cubana y de la crisis entre Cuba y Estados Unidos se inició entonces, pues la reforma agraria se proponía regular revolucionariamente la propiedad privada en el campo y eliminar la participación dominante de Estados Unidos en la actividad agrícola cubana, en la industrialización del azúcar y en la comercialización internacional de sus productos. Resultaba inevitable que las acciones que anunciaba la ley terminasen provocando una respuesta agresiva por parte de Washington, aunque sus primeras reacciones se circunscribieron a solicitar por medios diplomáticos una rectificación del gobierno cubano. La última de estas diligencias se produjo el 4 de septiembre de 1959, cuando tras varios meses de intentarlo en vano, el embajador Philip Bonsal consiguió ser recibido por Castro para poder expresarle “la seria preocupación de Washington por el trato que estaban recibiendo los intereses norteamericanos en Cuba, tanto en el área agrícola como en el de los servicios públicos.”

       Con el irritante andar de los días y las semanas sin lograr modificar en lo más mínimo la postura cubana, la objeción verbal de Estados Unidos a la ley se transformó progresivamente en una escalada de iniciativas orientadas a derrocar por la fuerza al gobierno revolucionario cubano. Al principio, mediante represalias económicas que llegaron, el 6 de julio de 1960, a la doble decisión de suspender la compra del remanente de la cuota azucarera cubana de ese año, 700 mil toneladas, y al anuncio de que Estados Unidos no compraría más azúcar cubana hasta nuevo aviso. Simultáneamente, con la ejecución sistemática de actos de sabotaje, desde la quema de campos de caña con bombas incendiarias lanzadas desde rápidas avionetas procedentes de Estados Unidos, hasta atentados con bomba contra plantas industriales y comercios. El punto culminante de esta primera etapa de confrontación violenta tuvo lugar el 4 de marzo de 1960, en un muelle de la bahía de La Habana, con la voladura del buque francés La Coubre.

 

       En aquellos primeros tiempos del gobierno de Castro, Washington no se había opuesto a que sus aliados europeos le vendieran armas al gobierno revolucionario cubano, que ya había aprovechado las órdenes de compra y los pagos realizados por la dictadura de Batista a la Fábrica Nacional de Armas de Bélgica para recibir, en enero de 1959, 20 mil fusiles FAL, con su correspondiente dotación de municiones y lanzagranadas, idénticos a los que el ex presidente provisional de Venezuela, vicealmirante Wolfgang Larrazábal, le había mandado clandestinamente a Castro, todavía en la Sierra Maestra, a finales del año anterior. Tampoco ejerció presión alguna para evitar que en esos primeros meses de 1959 Cuba comprara en Italia un centenar de morteros de 81 milímetros, dos baterías de cañones de campaña de 105 milímetros y ametralladoras pesadas. Pero sólo hasta ahí llegó la muy poco maleable flexibilidad de Washington con respecto al rearme de Cuba. En octubre de 1959, el gobierno de Estados Unidos logró impedir que Gran Bretaña le vendiera al gobierno de La Habana una escuadrilla de modernos cazas Hawker Hunter, dotados con 4 cañones de 30 mm y 120 proyectiles por cañón, y capaz de alcanzar una velocidad de 1.100 kilómetros por hora, un poderío aéreo que probablemente hubiera disuadido a la CIA de adelantar planes de invasión a Cuba sin intervención directa de tropas estadounidenses, y forzó a Yugoslavia a cancelar sus negociaciones con funcionarios cubanos para la venta de equipo militar procedente de la Unión Soviética y de Europa oriental.

 

       Entretanto, Bélgica había accedido a venderle a Cuba otros 25 mil fusiles FAL, que también llegaron a Cuba sin contratiempo alguno, y a embarcar más tarde, en febrero de 1960, 44 toneladas de granadas para fusiles FAL y 31 toneladas de proyectiles en el buque francés La Coubre. El 4 de marzo, a las 3:10 de la tarde, durante la descarga de este material bélico en un muelle de la bahía de La Habana, una fuerte explosión se produjo en la bodega número 6 de la nave. Centenares de cubanos acudieron al muelle a socorrer a las víctimas y minutos después, mientras una inmensa nube de humo negro se extendía sobre la ciudad, se produjo la segunda y aún más devastadora explosión. El saldo oficial del atentado fue de 101 muertos y más de 250 heridos. Nunca se determinó con exactitud la causa de la explosión, pero nadie puso en duda la versión oficial del suceso, según la cual agentes de la CIA habían colocado entre las 1.492 cajas del cargamento una potente carga explosiva con dos detonadores, el primero de alivio de presión (en este caso, al levantar una de las pesadas cajas se activaba el dispositivo) y el otro de los llamados “de retardo”, para provocar una segunda explosión, minutos después de la primera.

 

         Aquel gran atentado tuvo dos consecuencias políticas de gran trascendencia:

 

         Primero, que desde ese día se impuso en Cuba, y poco a poco en el resto de América Latina, la consigna de “Patria o Muerte”, con el preciso designio de definir el carácter antiimperialista de la lucha revolucionaria en la región. “Nuevamente”, anunció Castro con voz grave y solemne en su discurso fúnebre en honor de las víctimas del atentado, “no tenemos otra alternativa que aquella con que iniciamos la lucha revolucionaria, la de Libertad o Muerte, sólo que ahora Libertad quiere decir algo más todavía. Libertad quiere decir Patria y nuestra disyuntiva actual será Patria o Muerte.” Poco días más tarde ampliaría la consigna con un verbo de gran valor propagandístico: “Venceremos.”

 

         Y segundo, que Nikita Jrushchov, primer ministro soviético, ante la conversión de las actividades subversivas de Estados Unidos contra Cuba en abiertos actos de guerra, el 9 de julio le lanzó a Washington y al mundo la amenaza de que “los artilleros soviéticos (es decir, los misiles nucleares intercontinentales que poseía la Unión Soviética) apoyarán al pueblo cubano si el Pentágono se atreve a intervenir en Cuba.”

 

       Esta guerra sorda, todavía de relativa baja intensidad contra el régimen cubano que se venía librando en las penumbras de la lucha clandestina, se hizo guerra abierta y sin cuartel pocos días después de la voladura de La Coubre, exactamente el 17 de marzo, cuando el presidente Eisenhower firmó un Acta Ejecutiva autorizando lo que sus asesores titularon “Programa de acciones encubiertas contra el régimen de Castro”, copia fiel de la propuesta que le había entregado el coronel J. C. King a Allen Dulles el 19 de diciembre de 1959. En sus páginas, King sostenía que el objetivo del plan era “derrocar a Castro en menos de un año y sustituirlo por una junta de gobierno amiga, que convoque a elecciones democráticas en un plazo no mayor de 6 meses.” En su propuesta, King incluía acciones encubiertas que abarcaban tres áreas de acción muy específicas: propaganda radial contra el régimen castrista emitida desde algún país del Caribe, interferencias electrónicas a los programas cubanos de radio y televisión, y el entrenamiento e infiltración de grupos de oposición pro-norteamericanos para promover focos guerrilleros anticastristas en diversos puntos de la isla. Agregaba King en sus recomendaciones que mucha gente bien informada opinaba que la desaparición física de Castro, es decir, su asesinato, “aceleraría notablemente la caída del actual gobierno cubano.”

 

       Para llevar a cabo este programa elaborado por King, el 8 de enero de 1960, Dulles le encargó a su Director Adjunto de Planificación, Richard Bissell, la tarea de organizar una fuerza de tarea, identificada desde entonces como Western Hemisphere/4, al frente de la cual se designó a Jacob D. Esterline, uno de los principales responsables de la operación que había culminado con el derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala, 6 años antes. Al día siguiente, bajo la conducción de King y de Esterline, el grupo se reunió por primera vez. Durante los próximos días sus integrantes se dedicaron a la tarea de desarrollar el plan y preparar el texto del Acta Ejecutiva que debía firmar Eisenhower para ponerlo enseguida en marcha, pero de tal manera, se añadió entonces, “que su ejecución no provoque reacciones anti norteamericanas en América Latina.” Ese 17 de marzo, además de firmar el acta, Eisenhower aprobó un aporte presupuestario inicial de 4.4 millones de dólares para comenzar a financiar el programa.

 

Las primeras acciones y reacciones

 

En el plano político, Castro integró en el INRA al clandestino gobierno paralelo de la revolución y comenzó a reorganizar la estructura institucional del nuevo régimen. En junio, por ejemplo, sustituyó a su canciller del primer momento, Roberto Agramonte, tranquilo catedrático de Sociología, anticomunista declarado y jefe del Partido Ortodoxo, el principal del país antes del triunfo insurreccional, por Raúl Roa, intelectual y también profesor universitario, que había sido transformado por la revolución en su embajador vociferante ante la OEA. A mediados de julio Castro sacó a Urrutia de la Presidencia de la República mediante lo que puede considerase como único golpe de Estado de la historia ejecutado por televisión. La justificación para defenestrarlo fue la posición anticomunista asumida públicamente por el antiguo magistrado de la Audiencia de Santiago de Cuba. “Yo no creo en el comunismo”, había declarado Urrutia a principios de julio por televisión, “y estoy dispuesto a debatir el asunto con cualquiera”, refiriéndose, sin la menor duda, al propio Castro. Días después, el 13 de julio, le añadió leña al fuego al denunciar que “los comunistas le están haciendo un daño terrible a Cuba.”

 

Tres días más tarde, en la noche del 16 de julio, la radio y la televisión cubanas informaron que Castro había renunciado a su cargo de Primer Ministro, aunque no se ofreció la más mínima explicación de sus razones. Tras día y medio de dramática espera, Castro compareció ante las cámaras de la televisión y denunció a Urrutia de haber bloqueado la aprobación de importantes leyes revolucionarias y lo acusó de cometer un acto casi de traición a la Patria por contribuir a crear con sus continuas declaraciones anticomunistas la leyenda negra de que en Cuba se estaba imponiendo el comunismo, acusación que cada día cobraba mayor peso en Estados Unidos como pretexto de una eventual invasión militar de la isla. Ante esta situación, advirtió Castro, a él, simple subordinado de Urrutia en su condición de Primer Ministro, no le quedaba más remedio que renunciar a su cargo.

 

El efecto de sus palabras fue inmediato. Aún no había terminado su intervención televisiva cuando miles de cubanos acudieron al Palacio Presidencial a exigirle su renuncia a Urrutia. Esa misma noche, Oswaldo Dorticós, miembro clandestino del PSP, asumió la jefatura del Estado en un acto protocolar privado, y diez días después, el 26 de julio, primer aniversario del asalto al cuartel Moncada que se celebraba en olor de inmensas multitudes y sin dictadura, Castro aceptó volver a ocupar el cargo de Primer Ministro.

 

El siguiente paso fue la organización de las Milicias Nacionales Revolucionarias, que hicieron su primera aparición pública el 26 de octubre, ante una multitud de centenares de miles de personas, coincidiendo con los nombramientos de Raúl Castro como nuevo ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, de Ernesto Che Guevara como presidente del Banco Nacional de Cuba y de Ramiro Valdés como jefe de la Dirección de Inteligencia del Ejército Rebelde (G-2). Semanas después, en diciembre, Castro recibió en su despacho del INRA a Alexandr Alexeiev, en apariencia corresponsal de la agencia de noticias soviética Tass en Ciudad de México, pero en verdad, agente de inteligencia soviético. En el curso de su visita, Castro le hizo saber al futuro embajador de la URSS en Cuba, que a medida que la situación política del país lo fuera permitiendo, se irían formalizando los vínculos que a la larga iban a unir a La Habana con Moscú, indisolublemente, hasta la caída del muro de Berlín.

 

Esta vertiginosa sucesión de acontecimientos fue el trasfondo de la VII Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores de la OEA, solicitada por el canciller peruano para considerar la declaración del Kremlin sobre una posible intervención nuclear soviética en Cuba. El encuentro se realizó en San José de Costa Rica, entre el 22 y el 29 de agosto de 1960, y le correspondió al entonces canciller colombiano y futuro presidente de la República, Julio César Turbay Ayala, la tarea de denunciar, en nombre de los gobiernos de la región, la pretensión formulada por Jrushchov “de intervenir en el diferendo entre dos países americanos (Cuba y Estados Unidos) con sus armas dirigidas, en inequívoca violación de los principios jurídicos y políticos del sistema interamericano.” El resultado de esta reunión fue el previsto por Washington. En primer lugar, se rechazó y condenó la advertencia del Kremlin, “por cuanto ella pone en peligro la paz y la seguridad del Hemisferio.” Por otra parte, sirvió para reafirmar que el sistema interamericano es incompatible con toda forma de totalitarismo y proclamó que “los Estados miembros de la OEA tienen la obligación de someterse a la disciplina del sistema interamericano.”

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La respuesta de Castro fue categórica. Ante centenares de miles de cubanos reunidos el 2 de septiembre en la plaza habanera de la Revolución, leyó lo que llamó Primera Declaración de La Habana para rechazar, “en todos sus términos, la Declaración de San José de Costa Rica, dictada por el imperialismo americano, y atentatoria a la autodeterminación nacional, la soberanía y la dignidad de los pueblos hermanos del continente.” En este sentido, Castro proclamó a su vez el derecho y el deber de los pueblos de América Latina y del mundo a rebelarse contra el imperialismo y derrotarlo, denunció los planes del Gobierno de Estados Unidos contra Cuba y ratificó “la decisión del pueblo cubano a trabajar y luchar por el común destino revolucionario de América Latina.” La declaración también rechazaba el intento de preservar la Doctrina Monroe, “utilizada hasta ahora para extender el dominio en América de los imperialistas voraces” y declaraba que la ayuda espontáneamente ofrecida por la Unión Soviética a Cuba en caso de que se produjera un ataque de Estados Unidos, “no podrá ser considerada jamás como un acto de intromisión, sino que constituye un evidente acto de solidaridad”, razón por la cual Cuba “acepta y agradece el apoyo de los cohetes de la Unión Soviética si su territorio fuere invadido por fuerzas militares de Estados Unidos.”

 

La voladura del buque La Coubre, esta VII Reunión de Consulta de la OEA y la Primera Declaración de La Habana marcaron un nuevo y decisivo punto de inflexión en las relaciones de Estados Unidos y Cuba. El 4 de febrero de 1960, un mes antes de la voladura del barco francés, Anastas Mikoyán, vice Primer Ministro soviético, había llegado a La Habana en una visita de 9 días organizada por Alexandr Alexeiev y el capitán Núñez Jiménez. El motivo oficial del viaje era inaugurar una muestra de Ciencia, Tecnología y Cultura soviética, que acababa de presentarse en México, pero el verdadero propósito de su presencia en la isla fue la firma del primer acuerdo comercial entre la Habana y Moscú, mediante el cual la Unión Soviética, además de 345 mil toneladas de azúcar cubana que ya había adquirido ese año, se comprometía a comprar otras 425 mil toneladas y, además, un millón de toneladas anuales durante los próximos cuatro años. Por su parte, Moscú le suministraría a Cuba petróleo, bienes de capital, maquinaria industrial y otros productos, en condiciones especiales de pago. Sobre este punto decisivo del proceso revolucionario cubano, John Lee Anderson, en su biografía de Guevara, cuenta que Sergo Mikoyán, quien acompañó a su padre en esa primera visita suya a Cuba, le relató que “el punto culminante de la gira fue la visita de rigor a Santiago y a la antigua comandancia de Fidel en La Plata y que allí Castro y el Che les hablaron con franqueza sobre su decisión de hacer una revolución socialista, los problemas que se les presentaban y la necesidad de ayuda soviética para consumar sus planes.”

El primer efecto directo que produjo el viaje de Mikoyán y la firma de este primer acuerdo comercial de Cuba con la URSS fue que, a mediados de junio, las refinerías Texaco, Shell y Esso, las únicas que funcionaban en la isla, se negaron a refinar el petróleo soviético que había comenzaba a llegar al puerto de La Habana. La reacción del gobierno cubano no se hizo esperar. El 29 de junio confiscó las tres refinerías. Otro tanto ocurrió con la Compañía Cubana de Electricidad, de propiedad norteamericana, porque también ella se negó a utilizar petróleo soviético en sus plantas generadoras de energía. La reacción norteamericana se produjo una semana después, el 6 de julio, cuando la Administración Eisenhower suspendió la compra de 700 mil toneladas de azúcar cubano, remanente de la cuota azucarera cubana de ese año, y formuló el anuncio de que Estados Unidos no compraría más azúcar cubana hasta nuevo aviso.

 

Esta vez Castro respondió con una amenaza categórica: “Si los Estados Unidos cortan la cuota azucarera, libra a libra, Cuba confiscará una por una todas las propiedades norteamericanas.” Tres días después, se produjo la advertencia de Jrushchov sobre su compromiso a defender la integridad de Cuba con sus cohetes nucleares y cuatro semanas más tarde, el 6 de agosto, en un discurso pronunciado en el estadio de béisbol de La Habana, Castro, acompañado en la tribuna por el dirigente de la extrema izquierda venezolana Fabricio Ojeda, quien ya organizaba en Cuba un movimiento guerrillero contra el gobierno de Rómulo Betancourt, informó de la nacionalización de 36 centrales azucareros y de todas las demás propiedades norteamericanas en el sector azucarero, incluyendo más de un millón de hectáreas de tierras no afectadas por la reforma agraria, así como todas las empresas de propiedad estadounidenses radicadas en Cuba, desde compañías mineras hasta cines, hoteles y comercios de diversa índole. Todas ellas, ahora, sin ninguna indemnización. Más adelante, el 17 de septiembre, confiscó todos los bancos de propiedad estadounidense.

 

La Casa Blanca se tomó su tiempo para reaccionar, pero cuando lo hizo, el 19 de octubre, escaló considerablemente las malas relaciones entre los dos gobiernos, al decretar un embargo parcial al comercio con Cuna, que el presidente John F. Kennedy, el año siguiente, convertiría en embargo total. Con mucha razón, el viejo dirigente comunista Carlos Rafael Rodríguez, futuro vicepresidente del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros, pudo afirmar algunos años después que en ese punto crucial del proceso político cubano finalizó el período burgués de la historia cubana. Ya no habría vuelta atrás para Cuba y se iniciaba una nueva y todavía turbulenta etapa de la historia latinoamericana.  

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