Armando Durán / Laberintos: 23 de enero de 1958, 23 de enero de 2017
El pasado viernes 13 de enero, la Conferencia Episcopal de Venezuela divulgó una Carta Pastoral en la que analiza la grave situación del país y el desafío que representa para todos la muerte oficial del supuesto diálogo Gobierno-oposición, incidiendo directamente en la desesperación del pueblo, acosado por los efectos devastadores de la crisis y la incapacidad de Nicolás Maduro para gestionarla. De ahí que el documento comience con una afirmación demoledora: “Estamos viviendo situaciones dramáticas. Una gran oscuridad cubre nuestro país.” Inmediatamente después hace un resumen del desastre. Escasez de alimentos y medicinas, deterioro del sistema de salud, alta desnutrición infantil, ideologización de la educación, inflación desenfrenada, elevado índice de criminalidad y pare usted de contar.
Según los curas venezolanos, la causa fundamental de esta crisis pavorosa “es el empeño del Gobierno en imponer el sistema totalitario recogido en el Plan de la Patria, llamado Socialismo del siglo XXI, a pesar de que el sistema socialista marxista ha fracasado en todos los países en que se han instaurado, dejando una estela de dolor y pobreza.”
Para enfrentar este despropósito, que por primera vez se define como un problema político e ideológico, caracterización que ha estado ausente durante todos estos años del discurso y la acción de los partidos políticos de la oposición, aferrados inexplicablemente a la tesis de que la crisis venezolana nada tiene que ver con la ideología sino con la aplicación de políticas económicas erradas y nada más, la CEV adopta en su documento una posición diametralmente opuesta. “Estimamos que el pueblo clama por un cambio profundo de la orientación política del país”, señalan, “que sea producto de la decisión del pueblo soberano.” Una decisión que responda a las alternativa, sencillamente ideológica, que le presenta el régimen al país. “O el Socialismo del siglo XXI, ausente de la Constitución Nacional, o el sistema democrático, establecido en la Constitución.”
Se trata, sin la menor duda, del documento de mayor relevancia política de estos últimos años, acordado además por la Iglesia venezolana, la institución más respetada de Venezuela, y porque el documento trata de superar la ambigüedad del papa Francisco, al parecer ajena a la de su secretario de Estado, el cardenal Pietro Parolin, quien el pasado 30 de noviembre le hizo llegar a Nicolás Maduro una carta en la que le advierte al mandatario venezolano que el Vaticano, facilitador del diálogo entre el Gobierno y la oposición, suspende su papel de mediador mientras el Gobierno no cumpla cuatro compromisos adquiridos, que al menos Parolin, son fundamentales: la libertad de todos los presos políticos, el anuncio de un cronograma electoral, el reconocimiento de las atribuciones constitucionales de la Asamblea Nacional y la apertura de canales humanitarios internacionales para aliviar la escasez de alimentos y medicinas.
La oposición, acosada por la sociedad civil que no entiende su persiste actitud apaciguadora frente al régimen, había justificado su participación en el diálogo a la presencia vaticana, ahora se veía obligada a aceptar los argumentos de Parolin y abandonar la Mesa, ¿definitivamente?, cuya nueva reunión estaba prevista para ese mismo viernes 13 de diciembre.
La postura asumida por los dos enviados papales desde octubre, y la de la Iglesia venezolana, ahora oficializada en esta Carta Pastoral, han sido divergentes. Con este texto, además, los arzobispos le arrebatan a la oposición “oficial” el poco espacio que le quedaba para seguir practicando su tradicional maniobra de escabullir el bulto. Podemos suponer, sin temor a equivocarnos, que precisamente para comprometer a esta oposición, en el mejor de los casos vacilante con el pretexto de no cerrar sus opciones electorales, y para diferenciarse ante la opinión pública venezolana de la posición papal, es que los curas locales han asumido la responsabilidad de fijar con su Carta Pastoral la posición exacta y no negociable de la Iglesia con respecto al régimen chavista y a la crisis venezolana.
Quizá por esta doble razón esta Carta Pastoral advierte que “esta cultura de la muerte en que estamos sumidos configura un cuadro de acciones y decisiones moralmente inaceptables que descalifica éticamente a quien la provoca, mantiene o justifica.” Es decir, al Gobierno y a quienes desde la oposición no asuman una postura precisa, de disidencia perfectamente definida.
La cuestión no es, pues, de formalidades. El próximo lunes, 23 de enero, se cumplen 59 años del derrocamiento de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Desde entonces, los venezolanos celebraban la fecha cada año, en una suerte de alegre exaltación de los valores de la democracia. En 2001, sin embargo, los venezolanos le añadieron a la conmemoración un ingrediente explosivo: los sindicatos, el gremio empresarial y los partidos políticos, coordinados por la Iglesia y unidos en la tarea de cambiar el rumbo del naciente régimen chavista, decidieron reproducir el ejemplo del 58. Y así, pocas semanas más tarde, el 11 de abril, se producía la marcha de protesta más grande de la historia venezolana. El saldo de aquella jornada fue sangriento, 19 muertos y más de un centenar de heridos de bala, y de imprevisto sobresalto político, como fue la renuncia de Hugo Chávez, su prisión y, 47 horas después, su restauración como presidente de la República Bolivariana de Venezuela.
Para el próximo lunes, la alianza opositora ha convocado al pueblo a manifestarse otra vez en las calles de Caracas, pero a la hora de escribir estas líneas, miércoles por la mañana, se desconocen los detalles de la convocatoria y los objetivos concretos que se perseguirán entonces. Hasta este momento, solo María Corina Machado ha expresado de manera terminante que este 23 de enero debe ser una réplica exacta de la gesta cívico-militar del 23 de enero de 1958. Exactamente lo insinuado en entrevista con un portal digital hace algunas semanas por el padre jesuita Luis Ugalde, ex rector de la Universidad Católica Andrés Bello y una de las voces de mayor prestigio que se escuchan en Venezuela.
monseñor Rafael Arias Blanco
No es la primera vez que la Iglesia venezolana toma un papel político de tanta importancia. Las circunstancias, por supuesto, son muy distintas a las de 1958, tras casi 10 años de dictadura militar, pero todo permite presumir que esta conmemoración de aquel 23 de enero tendrá un significado especial. Habrá que esperar y ver. Por ahora baste tener presente que meses antes del fin de la dictadura perezjimenista, el primero de mayo de 1957, día internacional de los trabajadores, el arzobispo de Caracas, monseñor Rafael Arias Blanco, hizo leer en todas las iglesias del país una Carta Pastoral en la que analizaba la difícil situación que vivían los obreros venezolanos y se exhortaba al país, invocando los términos esenciales de la doctrina social de la Iglesia, a enfrentar y resolver el problema. Meses después, restaurada la democracia en Venezuela, Gabriel García Márquez, reportero entonces de la revista venezolana Momento, escribió con mucha razón que aquella Carta Pastoral de monseñor Arias “sacudió la conciencia nacional y encendió la chispa de la subversión.”