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Trump: ¿el cisne negro?

trumpPersona disfrazada de Donald Trump en la King Mango Strut, en Coconut Grove, Florida. Foto: photo-gator (CC BY-NC-ND 2.0)

Tema

La elección de Donald Trump como presidente de EEUU ha sido catalogada por muchos observadores como un nuevo “cisne negro”, definido por Nassim Taleb como un acontecimiento de baja probabilidad que no cabía esperar dentro del ámbito de las expectativas regulares, porque nada en el pasado indicaba que era posible, pero que tiene un gran impacto, y que tras suceder tratamos de racionalizarlo para explicarlo y hacerlo predecible.

Resumen

No hay duda que la elección de Trump ha sido una gran sorpresa que pocos esperaban, y que puede tener un gran impacto. Sin embargo, ya desde el inicio de la campaña electoral, hace ya más de año y medio, había indicios claros de que su victoria era muy posible, y muchos llevamos meses alertando sobre esta posibilidad. La división y polarización del país que hace que los votantes de Trump raramente se asocien con las elites urbanas que ahora votan al partido Demócrata nos ha oscurecido algo que era previsible.

El siguiente análisis hace una reflexión sobre algunos de los factores clave que llevaron a la victoria de Trump (factores económicos, el descontento entre un importante segmento de la población, la búsqueda de candidatos de fuera del sistema, cambios estratégicos y de alianzas dentro del partido, y errores de campaña) y concluye con unas reflexiones muy preliminares sobre qué cabe esperar. Pese a que es muy probable que se reviertan algunas de las iniciativas del presidente Obama, hay que tener en cuenta que el sistema institucional de EEUU proporciona unos mecanismos de control de las mayorías que harán difícil cambios drásticos y rápidos.

Análisis

Los factores económicos y el descontento

Pese a la recuperación económica en EEUU, hay que entender el fenómeno Trump por un contexto marcado por la frustración de millones de norteamericanos descontentos por su situación económica y por sus malas perspectivas de futuro.

No hay duda de que la situación económica es muchísimo mejor que la que se encontró Obama cuando llego a la presidencia en 2008. El desempleo ha caído al 4,.6%, el nivel más bajo desde 2007 (el desempleo entre trabajadores que no han terminado el bachillerato es del 8,6% mientras que el de los graduados universitarios es del 2,6%), y la creación de empleo sigue siendo robusta: el último dato disponible fue que se crearon 178.000 nuevos empleos en noviembre de 2016. Desde 2009 se han creado 15,6 millones de empleos. Los salarios, que durante años han estado congelados, ahora crecen por encima de la inflación (aunque la media salarial cayó un 0,1% en noviembre de 2016). Además, la tasa de participación laboral ha subido al 62,9% y se colocó en el nivel más alto desde mayo de 2015. La economía está creciendo a niveles comparativamente robustos y la inflación empieza a despuntar, lo que ha llevado a la Reserva Federal a volver a subir los tipos de interés. Por último, se espera que la economía estadounidense crezca un 2,3% en 2017.

Pese a estos datos tan positivos, millones de norteamericanos piensan que la recuperación les ha dejado de lado. Todavía hay mucha ansiedad, sobre todo entre los menos instruidos y los trabajadores que perdieron sus empleos en la industria, y esto beneficio a Trump. Un análisis más pormenorizado de los datos apoya esta percepción:

  • Todavía hay miles de empleados a tiempo parcial que querrían trabajos a tiempo completo.
  • El desempleo entre los graduados de bachillerato cayó al 4,9%, pero es todavía el doble de la tasa para los graduados universitarios, y la tasa de desempleo para los que no tienen titulación de bachillerato subió al 7,9% (era del 7,3% en octubre de 2016).
  • Si se tienen en cuenta los 6 millones de ocupados a tiempo parcial y los 1,8 millones que no buscan trabajo de forma activa, el subempleo es del 9,9%, 2 puntos porcentuales más que el mínimo antes de la crisis: el 7,9% en 2006. Esto representa un total de 15,9 millones de norteamericanos (7,8 millones de desempleados, 2,1 millones marginadamente conectados y 6 millones trabajando a tiempo parcial por razones económicas).
  • Más de 1 millón de norteamericanos están sufriendo el desempleo a largo plazo que antes de la crisis. Y el desempleo es de más larga duración: en 2010 6,8 millones de personas estaban desempleadas más de 27 semanas. En enero de 2016 este número se ha reducido a 2,1 millones de personas, pero este dato no se ha modificado desde junio de 2015.
  • El salario medio es sólo de 25,39 dólares y ha crecido un 2,2% en el último año.
  • Millones de familias están más empobrecidas y tienen menores ingresos que antes de la crisis. Ajustado por inflación, los ingresos medios de las familias en 2014 eran de 53.657 dólares, el equivalente de los ingresos medios en 1996.
  • Hay creciente bifurcación y segmentación en el mercado laboral: crecimiento en sectores con salarios más bajos, como servicios y turismo, pero pérdidas en sectores con salarios más altos, como energía, manufacturas y transporte. Esto también tiene implicaciones geográficas: estados como Michigan y Ohio siguen perdiendo empleo cualificado.
  • Hay 2,2 millones de personas en prisión.
  • La tasa de participación está todavía en el 62,7%, por debajo del 66% de 2006.
  • Los salarios y beneficios son todavía poco atractivos: hay 5,5 millones de ofertas de empleo, un récord, pero una tasa de participación muy baja.

Estos datos económicos revelan las raíces del descontento que ha llevado a millones de votantes a los brazos de Trump. En este sentido, hay que destacar que uno de los fenómenos más perniciosos de las últimas décadas ha sido el deterioro de los estándares de vida de la clase trabajadora blanca (la white working class, WWC). Históricamente, eran estos trabajadores los que constituían el corazón de la clase media americana. Hoy en día los WWC se han convertido en una clase económica marginal con pocas perspectivas profesionales y pocas posibilidades de promoción social, que está replicando mucho de los males sociales que tradicionalmente se han asociado con otras minorías más pobres como los hispanos y los afroamericanos: drogas, dependencia del Estado de bienestar, pobre educación y marginación social. Hay libros publicados recientemente de imprescindible lectura si se quiere entender qué ha pasado, como Hillbilly Elegy de J.D. Vance, White Trash: The 400-Year Story of Class in America de Nancy Isenberg y Strangers in Their Own Land: Anger and Mourning on the American Right de Arlie Russell Hochschild, que describen de forma magistral la situación de la WWC. Y, según las encuestas, son uno de los grupos más pesimistas del país. Millones de ellos viven ahora en las zonas rurales más marginadas, que se han convertido en bastiones del Partido Republicano. Se han convertido en un nuevo grupo identitario que se define en oposición a otros grupos (las minorías, las elites y los inmigrantes…) lo que ha contribuido a la balcanización política y económica del país.

Al mismo tiempo, las instituciones que proporcionaban la cohesión e integración de estos trabajadores blancos –como las iglesias, empresas, gobiernos locales, bancos, sindicatos y organizaciones cívicas– se han ido erosionando en las últimas décadas a consecuencia de las transformaciones tecnológicas y económicas que han llevado a un proceso de desindustrialización por gran parte del país, con consecuencias muy negativas para el capital social, como describe magistralmente Robert Putnam en sus libros Bowling Alone y Our Kids. En este vacío ha surgido la figura de un líder carismático que ha sido capaz de capturar su imaginación y devolverles la esperanza. La clase trabajadora blanca no ha aceptado más su marginalización y, además, Trump ha captado el voto de los votantes de la América rural resentidos contras las elites de las dos costas y de las ciudades. Trump ha tenido gran éxito en capitalizar su descontento, miedo y resentimiento. Ha conectado con ellos y les ha dado esperanza.

Sin embargo, es importante resaltar que, contrariamente a las percepciones, no todos los votantes de Trump son blancos y pobres. Muchos de ellos no han sido perjudicados por la desindustrialización, la globalización ni la inmigración. Pero tienden a ser los menos educados y los más pesimistas sobre el futuro. Además, hay que enfatizar que un 50% de las mujeres blancas le votaron.

El candidato anti-sistema

También hay que entender el fenómeno Trump por la gran decepción que hay con los políticos tradicionales, que han incumplido sistemáticamente sus promesas. Esta elección ha sido un rechazo sin paliativos al establishment –la clase dirigente–. Muchos votantes estaban buscando a alguien de fuera del sistema que diera una respuesta a su ansiedad y a su descontento. Hay millones de norteamericanos que sienten que no se les respeta, que buscan una narrativa que explique qué es lo que ha pasado con sus vidas y que quieren hacer pagar a los que ellos consideran como los culpables de sus problemas (los inmigrantes, los líderes políticos, los bancos…). Pese a que el Partido Demócrata ha sido históricamente el partido de los trabajadores, Hillary Clinton (no tanto Sanders) ha fracasado en hacerles ver que entendía su sufrimiento y su predicamento, y que iba a buscar soluciones. Su comentario calificando a la mitad de los votantes de Trump como “deplorables” fue devastador para su campaña. Por el contrario, Trump, sin una historia política a sus espaldas, se postuló como el candidato de fuera del sistema y desarrolló una narrativa simple y satisfactoria de lo que había pasado (culpando a las elites) y cómo solucionarlo (el magistral eslogan Make America Great Again).

Trump supo cómo capitalizar ese descontento presentándose como la alternativa y la solución. Ha ganado menos como campeón de los desfavorecidos que como candidato en contra del establishment. A millones de votantes no les preocupa su falta de experiencia ni lo que dice; les atrae su condición de hombre de negocios exitoso que puede limpiar Washington de políticos corruptos. Su capacidad para ofender a diestro y siniestro (a mujeres, inmigrantes, hispanos, discapacitados…) y a hacer propuestas que parecen impensables (como la expulsión de los inmigrantes ilegales y el famoso muro que van a pagar los mexicanos) hubiesen hundido a cualquier otro candidato. Pero, sorprendentemente, todo le resbala (ha sido el candidato “Teflón”) y, al menos hasta ahora, no ha sufrido ninguna consecuencia negativa. Al contrario, millones le siguen apoyando y no parece importarles nada lo que dice ni lo que hace. Su marca de éxito y su personalidad resisten todo.

El triunfo de Trump ha sido también el de la personalidad y la imagen sobre la sustancia. Trump es una marca: la marca del éxito y el triunfo (“¡soy un ganador, ganador, ganador!”), y eso es lo que vende (pese a que la realidad del éxito personal que presenta está llena de agujeros y es muy cuestionable). La superficialidad de sus propuestas, su falta de experiencia, su populismo, su pragmatismo y la inconsistencia de sus posiciones hubieran sido fatales para un candidato tradicional. Pero Trump no es un candidato tradicional sino que se ha presentado como el candidato anti-sistema, el outsider que puede conseguir resultados y volver a hacer a EEUU grande de nuevo. Trump es un entertainer y estos sujetos están jugando un papel mucho más importante en un entorno en que las instituciones y líderes tradicionales están erosionados.

Su promesa de devolver al país a la grandeza que ha perdido ha tenido un gran éxito y ha capturado la imaginación de millones de votantes, que piensan que Trump puede llevar al país al lugar que le corresponde y hacer realidad un sueño de grandeza que consideraban perdido. Trump, con su narrativa de éxito, es el candidato que ha sabido capitalizar en el miedo, el enfado, la desilusión y el descontento que son tan típicos en nuestros países en estos años que siguen a la crisis financiera global.

Trump es también el anti-Obama, y hay que vivir en EEUU para percibir el enconamiento e incluso el odio que el presidente Obama despierta entre millones de votantes Republicanos. Donde Obama es analítico, articulado, racional, prudente, desapasionado y cerebral, Trump es emocional, irracional, imprudente, insultante, amenazante, pasional e impulsivo. Y esto ha atraído a millones de votantes que detestan a Obama y todo lo que representa (y, por ser negro, el racismo sigue desafortunadamente muy presente en el país). Los políticos Republicanos tradicionales que compitieron en las primarias (incluyendo a Cruz, Rubio y Bush) representan a los ojos de esos votantes al sistema dirigente que se ha beneficiado del poder y que se ha olvidado de los que se quedan atrás, y Trump es la esperanza de los que se quieren vengar.

Los medios

Los medios han jugado también un papel clave en ésta elección. Durante el inicio de la campaña los medios tradicionales (la prensa y la televisión) fueron instrumentales en empujar su candidatura por la visibilidad que le dieron en un momento en que pocos le tomaban en serio. Trump entro en la campaña cuando los medios tradicionales se encontraban en una situación financiera delicada y con grandes dudas sobre su viabilidad futura. Y Trump se convirtió en un maná llegado del cielo para estos medios, aumentado masivamente sus audiencias y número de lectores. Se ha llegado a decir que “los medios necesitan tanto a Trump como un adicto una inyección”, y los medios tradicionales se engancharon como una lapa a Trump para aumentar sus audiencias y beneficios. Algunos estudios muestran que Trump consiguió el equivalente de 2,000 millones de dólares en visibilidad gratis (earned media) durante las primarias. Nunca un candidato había tenido que pagar tan poco para tener tanta visibilidad.

Al mismo tiempo, hay que resaltar que esta campaña ha cristalizado un cambio fundamental en los medios de comunicación, confirmando la erosión de la influencia de los medios tradicionales y el papel clave de los nuevos medios sociales. Hay un nuevo ecosistema (Twitter, Facebook, Instagram, blogs) que elimina los filtros y disminuye el papel y la influencia de los medios tradicionales. Estos nuevos medios cambian la óptica a través de la cual los ciudadanos conocen y perciben la política y a los candidatos. Trump los ha usado magistralmente para amplificar su mensaje y para energizar y movilizar a sus votantes (que ya no confían en los medios tradicionales y usan los nuevos medios para compartir una narrativa que mezcla elementos de verdad con mentiras). Y lo ha hecho a un coste cero.

Además, en un contexto en que los datos y la verdad no son tan importantes, los nuevos medios multiplican y facilitan la capacidad de diseminar mentiras, medias verdades, escándalos y desinformaciones. Esta campaña ha confirmado que hay nuevos estándares. La veracidad, los datos y la evidencia empírica ya no cuentan tanto: todo es cierto y nada es cierto. Esto dificulta enormemente la búsqueda de consensos porque ya no hay una base factual sobre la que se puedan construir puntos de encuentro entre los votantes.

Trump es un experto en este nuevo ecosistema, es un entretenedor nato al que le importan poco los datos, la evidencia empírica y la verdad, y tiene además una gran capacidad para generar titulares, exaltar los instintos y llamar la atención. Tradicionalmente era muy importante para los candidatos conectar a nivel personal con los votantes (la campaña puerta a puerta durante las primarias en estados como New Hampshire simbolizaba históricamente las elecciones presidenciales, y servía a los candidatos para establecer contacto personal con los votantes y para filtrar a los candidatos), ya no. Los nuevos medios y canales de comunicación han permitido a Trump llevar a cabo una campaña muy distinta, basada en grandes acontecimientos masivos y comunicaciones directas con sus votantes a través de los nuevos medios.

Por último, los medios tradicionales también han sido fuertemente criticados por no haber sido capaces de captar suficientemente el sustrato de descontento que predominaba por todo el país. Generalmente aislados en las grandes ciudades, con poca cobertura de las zonas más rurales y de la WWC, y habitando en el mundo de las clases medias y con preferencias liberales (en palabras del columnista del New York Times Nicholas Kristof, “pasamos demasiado tiempo hablando con los senadores, y no con los desempleados”), no han sabido reconocer el sufrimiento de un segmento importante de la población y minusvaloraron la resonancia del mensaje de Trump.

Cambios en los partidos políticos

Esta elección ha sido la de la implosión del Partido Demócrata, que ha sufrido pérdidas históricas y se encuentra en minoría a nivel federal y en la mayoría de los estados. Tal y como describe magistralmente el periodista George Packer en sus artículos del New Yorker1 (y en su espectacular libro ganador del prestigioso National Book Award, The Unwinding: An Inner Story of the New America), de ser históricamente el partido de los trabajadores del New Deal de Roosevelt, en la década de los 90 –bajo Bill Clinton– se convirtió en un partido desideologizado que dejó en gran parte de lado su tradición liberal para convertirse en una maquina electoral que ganaba elecciones pero había abandonado sus raíces, sobre todo en las políticas presupuestarias (la fijación por el superávit fiscal), la desregulación financiera (la eliminación del Glass-Steagall Act), el apoyo al libre comercio (NAFTA) y la obsesión por la educación como la solución a casi todos los problemas sociales. Este pragmatismo, y el abandono de los principios económicos que habían llevado al partido a representar a las clases trabajadoras, rindió réditos electorales en los 90, pero se ha convertido en un albatros en esta década, ya que se convirtió en gran parte en el partido de las elites.

El optimismo de los Demócratas durante los 90 sobre la capacidad de EEUU de afrontar los retos tecnológicos y de la globalización a través de la educación no se han materializado: las desigualdades han crecido y los estándares de vida de los trabajadores y las clases medias se han deteriorado. La crisis de 2007 ha hecho pedazos esas previsiones optimistas y ha mostrado que las políticas económicas y comerciales de las últimas décadas han dejado al descubierto y sin protección a millones de trabajadores (no sólo de EEUU sino también de todo el mundo). Décadas de mediocre crecimiento económico y aumento de las desigualdades han llevado a una fragmentación económica y social, a un deterioro de las instituciones y a una erosión en la confianza en las instituciones, las clases políticas y los líderes. Y 2016 es el año en que millones de votantes finalmente se han rebelado, y no sólo en EEUU (Trump) sino también en otros países como el Reino Unido (Brexit), Italia (la reforma constitucional de Renzi), Francia (Le Pen) y Austria (con la derrota por los pelos de la extrema derecha en las elecciones presidenciales)….

Además, en EEUU, como describe Packer, los Demócratas han estado obsesionados con el multiculturalismo y las políticas de identidad, y en las últimas décadas han competido en las elecciones en torno a temas clave pero que no eran fundamentalmente económicos, como el aborto, el control de las armas, los derechos de las minorías y los homosexuales, la inmigración, la diversidad, la guerra de Iraq, las políticas sociales, el Estado de bienestar y el crimen. Se convirtieron en el partido de las minorías y de las elites cosmopolitas cada vez más auto-segregadas geográficamente en las costas y las grandes ciudades (y con preocupaciones como la comida orgánica). Esa era su coalición. Y no han desarrollado un programa económico coherente que diera respuesta a la desesperación de millones de ciudadanos. El Partido Demócrata se olvidó de sus pobres blancos, a los que ha tratado cada vez con mayor condescendencia y superioridad moral, y ahora lo ha pagado. Y lo más lamentable es que ha apoyado políticas (como la guerra de Iraq y las políticas pro-inmigración) en las que las elites no han tenido que pagar un precio. De ahí el gran resentimiento por parte de los trabajadores blancos. Todo esto se ha acentuado por las políticas de identidad que han contribuido a la Balcanización política y han convertido a los blancos trabajadores en otro grupo de interés, llevando a una dialéctica –marcada por la competencia entre grupos y el resentimiento– de juegos de suma cero.

El Partido Republicano se ha beneficiado de la estrategia Demócrata y ha sabido atraer a los votantes Demócratas desencantados. Millones de votantes tradicionalmente Demócratas, que se han sentido traicionados por las políticas del Partido Demócrata (desde su punto de vista el libre comercio o la inmigración han empeorado sus estándares de vida y los programas del gobierno no les han ayudado) y ridiculizados por los ataques de los Demócratas contra la religión o las armas, estaban buscando una alternativa. No debería ser sorpresa, pues, como describe Packer, que se hayan echado en brazos de los Republicanos que les han tomado en serio, y se han sentido atraídos por su retórica anti-gobierno, anti-inmigración y anti-minorías. Palin ya fue un aviso.

En este sentido, esta elección ha sido también la culminación de las tácticas y dialéctica del Partido Republicano durante las dos últimas décadas y la ausencia de límites y barreras. Packer describe como las guerras culturales que caracterizaron anteriores campañas electorales se han convertido ahora en guerras de clase, y los Republicanos son ahora los campeones de las clases trabajadoras blancas. La paradoja es que el Partido Republicano, que en las últimas décadas ha sido el partido de Barry Goldwater y Ronald Reagan, que rechazaba las intervenciones del Estado y abogaba por un Estado mínimo, es ahora, en manos de Trump, el que defiende la intervención selectiva del Estado. Esto explica la paradoja de que las zonas más “rojas” del país, que votan a Republicanos, son las que tienen el gasto público en programas sociales más alto del país. El Partido Republicano se apoya ahora en una coalición de intereses empresariales y de trabajadores blancos, unidos por su desafecto y su rechazo a la condescendencia de las elites liberales y del gobierno. Estos ciudadanos se sienten resentidos contra las elites e instituciones de Washington porque perciben que no hacen nada para solucionar sus problemas, y que sólo benefician a los ricos y los poderosos. En este sentido, el voto por Trump es su intento por penalizar a las elites que les han abandonado. Lo peor es que está dinámica se alimenta del odio y el rencor.

En esta elección se ha visto la ruptura de la dialéctica derecha-izquierda, tal y como describe Packer, y su sustitución por la dialéctica arriba-abajo, en la que hay elites que apoyan a cada partido: la de los Republicanos es una elite empresarial y la de los Demócratas una elite de profesionales. A ellos se unen las clases trabajadoras y los blancos a los Republicanos y las minorías a los Demócratas. Pero hay que resaltar que ambos partidos están fragmentados. El Partido Republicano, entre los que siguen defendiendo las políticas conservadoras tradicionales y los que ahora apoyan a Trump, y en el Partido Demócrata entre los más progresistas y los nuevos Demócratas.

Durante las primarias Demócratas, Bernie Sanders obtuvo su apoyo entre ciudadanos que se sentían marginados, jóvenes que se ven cargados de deudas educativas y con pobres perspectivas profesionales, y trabajadores de cuello azul que han estado históricamente afiliados al Partido Demócrata, así como progresistas que estaban descontentos con la moderación de Clinton, a la que veían como parte de la elite que les había abandonado. La filtración de sus discursos a Goldman Sachs reforzó esa imagen de que decía cosas distintas en público y en privado, y que no se podía confiar en ella. En un contexto de gran escepticismo y cinismo, los votantes no están dispuestos a aceptar los acuerdos en salas con puertas cerradas. La crisis, y la decisión de Obama de no imputar a los gestores de Wall Street, acentuaron el resentimiento contra las clases dirigentes y las elites, y han llevado a los brazos de los Republicanos a miles de votantes Demócratas (Trump ganó en más de 200 distritos en los que ganó Obama en 2012).

En el Partido Demócrata la ruptura es menos profunda porque hay consenso sobre el papel activo del Estado. Sin embargo, esta fractura es muy visible en el Partido Republicano y Trump la ha acentuado porque su pragmatismo, falta de raíces ideológicas y defensa del papel activo del Estado es contraria a las posiciones tradicionales del partido –lo que llevó a pensar a los líderes del partido al inicio de las primarias que no tenía ninguna posibilidad y a acusarle de no ser conservador–. Eso hizo que Trump atrajese a votantes blancos que quieren la ayuda del Estado para ellos, no para las minorías. El conservadurismo de estos votantes no es tanto el tradicional sino que es un conservadurismo en contra de los cambios raciales y sociales que se están produciendo en el país y en contra de la globalización por su impacto económico en sus comunidades. Como enfatiza Packer, esta elección ha sido una llamada a barrer el orden dominante en ambos partidos. Y este es un fenómeno global, no sólo de EEUU.

Otros factores

A la espera de datos definitivos, parece indudable que la investigación del FBI sobre los correos electrónicos de Clinton y la decisión de su director James Comey de re-abrir (y después cerrar) la investigación pocos días antes de cerrarse la campaña, así como las filtraciones de WikiLeaks en las que Rusia parece haber jugado un papel fundamental, también tuvieron un papel clave en el resultado de estas elecciones.

Tampoco hay que minimizar las debilidades de Clinton como candidata y los errores de su campaña. Hillary era una candidata con grandes carencias. Era muy vulnerable porque representaba a los insiders del establishment en un momento histórico en que había un gran clamor en contra de la clase dirigente. Las filtraciones sobre sus discursos a Goldman Sachs dañaron su reputación entre los votantes de cuello azul y sus declaraciones calificándolos como “deplorables” confirmaron las sospechas que millones ya tenían sobre ella. Clinton era una candidata tradicional en un momento de transición marcado por la desconfianza en las elites tradicionales en ambos partidos. Pese a una trayectoria política y de servicio público admirable que la cualificaba indudablemente para la presidencia, Clinton tenía también una historia de escándalos y decisiones cuestionables (la controversia sobre su decisión de usar una cuenta de e-mail privada ha marcado su campaña), así como una querencia por el aislamiento, la falta de transparencia y sinceridad, y de mentiras que la hacían muy vulnerable. Al mismo tiempo, Clinton llevaba en su equipaje los escándalos de la Administración de su marido y representaba mejor que nadie a las elites tradicionales que han generado tanto descontento entre millones de ciudadanos y que también han fracturado al Partido Demócrata. Las primarias Demócratas, en las que tuvo grandes dificultades para derrotar a un candidato socialista, ya fueron un importante aviso de lo que se avecinaba.

Además, hay que destacar los errores del Partido Demócrata, primero eligiendo a Hillary Clinton como candidata y después en su gestión de la campaña. Su estrategia durante la campaña ha dejado mucho que desear y le ha costado muy caro: la autocomplacencia de que tenía una mejor infraestructura para organizar y movilizar a los votantes; el uso poco productivo de las donaciones (ha gastado mucho más que Trump); la estrategia de centrarse más en las deficiencias personales de Trump, con la esperanza de que se autodestruyera, que en proponer un futuro optimista que atrajera a los votantes; la confianza en que los votantes de estados tradicionalmente Demócratas (como Pensilvania, Michigan, Wisconsin…) votarían a Clinton, lo que le llevó a descuidarse y a no visitarlos suficientemente durante la campaña; y minusvalorar el impacto mediático y la estrategia de campaña de Trump. Son todo errores acumulados que le ha llevado a la derrota. Y no sólo en la presidencia sino también en las dos cámaras del Congreso, que era factor clave. Ha habido mucha autosuficiencia y mucha autocomplacencia.

Sin duda que el odio a Clinton entre segmentos muy significativos del Partido Republicano ha sido otro elemento unificador y movilizador a favor de Trump. Además, también hay que resaltar como un factor importante el hecho de que Clinton fuese mujer. Habrá que ver los datos, pero parece muy probable que la resistencia de una parte importante del país a tener una mujer como presidenta en la Casa Blanca ha sido otro factor clave. El sexismo sigue siendo un grave problema en este país y una asignatura pendiente. Todavía hay un grueso techo de cristal que hay que romper. Las acusaciones y ataques que Clinton ha sufrido durante la campaña por ser mujer han sido deplorables.

Todos estos factores han contribuido también a llevar a Trump a la presidencia, pese a perder el voto popular por más de 2,8 millones de votos.

Conclusiones

En muchos aspectos, pese al gran eslogan de la campaña de Trump (Make America Great Again) esta elección ha sido una victoria del miedo, del revanchismo y del pesimismo, sobre el optimismo con el que se abría el mandato de Obama hace ocho años. Pero hay que recordar que la opinión pública cambia muy rápidamente. Hillary Clinton tenía un apoyo de más del 60% hace tan solo dos años y ha perdido la elección. También recordar que los ciclos electorales son muy cortos: los Demócratas perdieron las elecciones presidenciales de 2004, pero en sólo dos años recuperaron el Senado, y en cuatro años Obama gano la presidencia y consiguieron la mayoría en las dos cámaras del Congreso. Y, en este caso, Trump ha ganado perdiendo el voto popular por más de 2,8 millones de votos. Por tanto, hay que huir de la tentación de percibir esta victoria como otra ola irreversible. En dos años habrá nuevas elecciones. Además, hay que resaltar que la realidad demográfica favorece a los Demócratas, ya que la población está creciendo más rápidamente entre sus votantes.

Sin embargo, es importante recordar, y eso debe de ser una de las grandes lecciones de esta elección, que la confluencia de la globalización y los cambios tecnológicos ha resultado en perdedores, ha incrementado las desigualdades y ha aumentado la brecha entre el trabajo y el capital. Y esto es cierto a nivel global, y hay que encontrar soluciones, no sólo en EEUU. Trump propone más aislamiento y límites al comercio. Habrá que ver si funciona.

Los Demócratas (y los partidos de izquierda en general) se deben de centrar ahora en un desarrollar un programa económico que se enfoque en la equidad. Hay que construir nuevos puentes que ayuden a cerrar las heridas y la brecha que se ha abierto en las últimas décadas, y eso requiere un nuevo acuerdo social. Es imprescindible mantener la cohesión social, y para ello es fundamental seguir invirtiendo en educación (y, sobre todo, en educación infantil), formación profesional, infraestructuras y un Estado de bienestar con protecciones mínimas. La izquierda tiene que convencer a los votantes de que tiene las propuestas para solucionar sus problemas y para crear oportunidades laborales que abran perspectivas de futuro y, al mismo tiempo, que va a proporcionar el colchón social que necesitan para protegerles y conseguir más igualdad.

Hay preocupación por ver el impacto que Trump tendrá en el legado de Obama: Obamacare, el acuerdo con Irán, el acuerdo de medio ambiente de París y sus decisiones ejecutivas en temas como la inmigración y el medio ambiente son las más vulnerables porque no requieren acción del Congreso. Los Republicanos ya están planeando implementar el Congressional Review Act de Newt Gingrich para tratar de derogar rápidamente algunas de las acciones de Obama.

Sin embargo, es importante tener en cuenta que cambios radicales son muy difíciles por el sistema de control y contrapesos (checks and balances) de EEUU. Esto será difícil de entender desde la perspectiva parlamentaria europea en que una mayoría absoluta parlamentaria y la fusión de poderes garantizan al candidato ganador el poder para llevar a cabo su programa electoral. En EEUU los fundadores de la nación crearon una figura de presidente con poderes muy restringidos para evitar que se convirtiese en un nuevo monarca. El sistema de separación de poderes, y el de checks and balances que son la base de la Constitución de EEUU, obligan al presidente a trabajar con el Congreso para poder avanzar cualquier iniciativa legislativa. Y pese a que los Republicanos tienen mayoría en las dos cámaras legislativas eso no le garantiza de ninguna manera que muchos de sus compromisos electorales saldrán adelante. Obama también tenía mayoría en las cámaras cuando llego al poder y, con la excepción del paquete de estímulo fiscal (que tuvo que diluir muy significativamente) y su programa de salud, prácticamente no pudo hacer mucho más esos años. Y hay que resaltar que el partido Republicano está profundamente dividido sobre muchas de las propuestas de Trump (libre comercio, inmigración, política exterior, políticas fiscales…). Y, además, la relación entre Trump y algunos de los líderes Republicanos del Congreso es muy tirante. Tal y como recordaba Obama recientemente, el gobierno federal es un portaviones que gira muy lentamente, no un coche de carreras.

Por último, es importante resaltar que un factor novedoso que hace cualquier previsión aún más impredecible es que la conexión entre Trump y millones de sus votantes no está basada en principios ideológicos, porque él no los tiene. Confían en él más allá de lo que diga o de lo que haga. Esto le va a dar mucha más flexibilidad a la hora de tomar decisiones. Muchos de sus votantes quieren soluciones a los problemas, no tanto ideología. Ya se están viendo, incluso antes de su toma de posesión, cambios en algunas de sus promesas electorales.

En esta elección ha habido un componente emocional muy alto. En muchos aspectos no es exagerado destacar que esta elección ha redefinido la política en EEUU, que ha quedado marcada por un nivel de odio y de desconocimiento casi sin precedentes. Trump ha normalizado lo que hasta hace muy poco parecía inaceptable, al menos públicamente. Va a ser muy difícil volver a meter al genio en la botella. Pero, más allá de la retórica, es imprescindible responder a la situación y los miedos de estos votantes que se sienten marginados y que están convencidos (con gran parte de razón) de que el sistema les ha fallado. Además, ya no se puede seguir ignorando el riesgo del creciente nacionalismo. La movilización de millares de jóvenes en las últimas semanas, que por fin se han dado cuenta de que las elecciones importan, da esperanza sobre el futuro.

Sebastián Royo
Investigador senior asociado del Real Instituto Elcano
| @rielcano


1 Los siguientes artículos de George Packer son todos instrumentales para éste artículo: Hillary Clinton and the Populist Revolt”, New Yorker, 24/X/2016; How Donald Trump Appeals to the White Working Class, New Yorker, 16/V/2016; y “Why Leftists Go Right, New Yorker, 15/II/2016.

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