Mamá, ¿qué es una institución?
Podía llegar cualquier día esa pregunta clave y ha sido ahora. Ya saben los padres a qué me refiero: una conversación, una de las muchas –sobre política o mil cosas, pero ésta era de política–, el churumbel, las ideas, el debate, la gente, la democracia, las discrepancias, el vástago que va y viene… Y de repente, un día, la madre del cordero está sobre la mesa (y no eres tú). Piensas: ahí lo tenemos. Y vas. La pregunta de marras fue ésta: “Pero, ¿qué es una institución?”. No llegó de sopetón, claro, sino que venía a colación: hablábamos de nuestro país. La mejor forma de cambiar un país, de hecho, la mejor, consiste en cambiar las instituciones, dije yo. Y entonces lo preguntó.
La idea de una institución puede resultar muy abstracta, lejana o inútil, como le parecía a mi hijo, que votó en las elecciones europeas por primera vez. Por eso creo que una de las obligaciones más urgentes de quienes ocupamos un lugar en alguna institución es explicar a todo el mundo lo que nos jugamos en ellas. Porque no resulta tan aparente que las instituciones sean sencilla y llanamente nosotros. Sin embargo, lo somos.
Una institución es, por encima de todo, un acuerdo sobre cómo resolver los problemas comunes, pero un acuerdo que no versa sobre la solución, sino sobre el método. Ese método no es infalible, sino una convención en el sentido más literal de la palabra: aquello que hemos convenido. ¿Por qué digo “hemos” aunque muchos no hayamos participado en la configuración de, por ejemplo, los municipios o el Tribunal Supremo? Porque las instituciones por definición son inclusivas. O deben serlo. Aunque no hayamos participado en su diseño –y a menudo hace siglos que murieron quienes lo hicieron–, esa institución piensa en nosotros desde antes de que tuviéramos conciencia de su existencia.
Cuando Kant afirmó que la democracia es la razón coagulada en instituciones, se equivocaba en la primera parte –la democracia no se rige sólo por parámetros de racionalidad, como ninguna actividad humana–. Acertó, en cambio, con el verbo: coagular, pues las instituciones han de ser sólidas y estar vivas al mismo tiempo.
Son creaciones humanas y, por tanto, falibles. Pueden equivocarse alguna vez en sus resultados concretos, aunque deben aspirar a la eficacia. Sin embargo, en modo alguno pueden tener errores de diseño que las lleven a favorecer siempre a unos y perjudicar a otros. Dicho de otro modo, en su búsqueda del bien común, podrían errar como una madre que habla demasiado de política con su hijo, pero no pueden deliberadamente defender siempre intereses particulares. Si algo define a las instituciones es que están al servicio del interés público, es decir, del país, que es mucho más que la suma de millones de intereses particulares. Por esa misma defensa del interés público, han de ser absolutamente limpias, pues lo contrario significaría que quienes dicen defender lo de todos, sólo abogan por lo de unos pocos. Y encima lo hacen en nombre de todos: esto se llama traición y ha ocurrido en nuestro país.
Cuando alguien nos ha traicionado, resulta imposible volver a confiar si no vemos cambios drásticos. En este momento, a los ciudadanos les huelen a podrido demasiadas instituciones, desde el Tribunal Constitucional hasta el Congreso, pasando por el periodismo, los ayuntamientos, la Justicia, el Ejército, los partidos políticos… Esto significa que hemos dejado de confiar en quienes creíamos poder hacerlo. Resulta muy razonable pedir a quienes ocupan posiciones de poder que lleven a cabo los cambios institucionales necesarios. Algunos nos hemos desgañitado haciéndolo. La mala noticia es que han llegado a la misma conclusión que todos nosotros y por eso preparan su blindaje. No nos va a quedar más remedio que hacerlo nosotros. Y el acuerdo habrá de ser, por tanto, no con ellos, sino contra ellos.