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Barack Obama: Primero una esperanza, hoy una nostalgia

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Cuando Barack Obama estaba en campaña por la presidencia, con su gesto y porte calmados, algunos se preguntaron si esa calma era sencillamente una pose táctica, un artificio gestual, programado y aconsejado por sus asesores, ya que estos últimos habrían calculado que el electorado norteamericano no iba a aceptar un candidato que fuera negro, y encima iracundo, enojado. Después de ocho años y dos elecciones presidenciales, puede decirse que Obama es un hombre calmado. Quizá porque entendió que la rabia nunca es política –en todos los sentidos posibles de esta palabra- (algo que debería aprender su sucesor).

Apenas comenzar su gobierno, en 2009, bajo la emergencia causada por un poder económico desregulado y precisamente por ello manipulador, y una presidencia republicana irresponsable a la hora de regular a los zares de Wall Street, se recordó que lo mismo le había pasado a Franklin Delano Roosevelt, en 1932.

A Obama la izquierda de su partido –la misma que lograría levantar vuelo 7 años después, tras los cánticos de Bernie Sanders- no le perdonó desde la hora uno de su gobierno que no fuera más duro con la banca, y que incluso nacionalizara a algunos de los gigantes caídos, en vez de ayudarlos. Ultra-liberales como Paul Krugman o Robert Kuttner se sumaron al coro crítico casi desde el primer día. En la izquierda gringa sus instintos utópicos casi siempre prevalecen en su análisis de la realidad.

La verdad es que la economía nunca fue la mayor prioridad programática o personal del presidente demócrata; la reforma del sistema de salud, o la lucha contra el terrorismo sí lo eran. Sin embargo, la presidencia de Obama disfrutó de la racha más larga de creación de empleo privado en los 78 años desde que se recogen tales estadísticas. Y ello ocurrió luego del desastre económico desatado por el gobierno de Bush Jr.. Dentro de sus logros más preciados –enfrentando al tejido ideológico y cultural de su país- está la reforma sanitaria, ampliando la cobertura de salud para la población sin seguro, pero con grandes críticas por sus costos y sostenibilidad.

Su mensaje de campaña se centró en el retorno de la esperanza, cabalgando hacia la victoria gracias a un gran apoyo juvenil, al uso innovador de la tecnología en la política, y a una retórica legendaria. Una esperanza que no ofrecía límites propios, con un mensaje que lo decía con claridad: Yes, We Can! Obama buscaba el corazón, no el cerebro de los votantes. El idealismo se imponía a la racionalidad pragmática, se deseaba un nuevo sueño que superara el bostezo bushiano, que había entregado el poder a unas aves de rapiña encabezadas por el vicepresidente Dick Cheney.

El entusiasmo y la esperanza que ofrecía Obama no se conocían en el país desde los tiempos de John F. Kennedy, una auténtica mitología digna de Hollywood. Quizá en ese oferta imposible de cumplir, en esa nueva utopía sin limites, se encontraban ya las causas de su incapacidad de cumplir todo lo prometido. Porque, en estas cosas del gobierno, casi siempre la realidad vence al deseo.

Obama, en lugar de buscar reformar las instituciones fundamentales quiso simplemente que funcionaran. Con ello, cometió tres errores: no siguió al pie de la letra y en gran medida la oferta de cambio radical prometida; no entendió la naturaleza, propósitos y objetivos de sus enemigos, los republicanos; e intentó un acercamiento ingenuo hacia ellos, quienes simplemente desdeñaron todas las propuestas de “trabajo común”, de cooperación. La respuesta republicana puede ejemplificarse en las palabras de Glenn Beck, en Fox News, a menos de cien días de la presidencia Obama: “Nos llevan hacia 1984 (la novela de George Orwell sobre el totalitarismo)… nos guste o no, el fascismo está en alza”. Buen ejemplo de lo que el historiador Richard Hofstadter ha llamado “el estilo paranoico de la política norteamericana”.

Obama enfrentó en el partido Republicano y el Tea Party una oposición irracional y recalcitrante, negada completamente al diálogo constructivo.

El persistente tema de la desigualdad –motor fundamental del trumpismo- quedó solo en palabras (“el valor de la justicia”), pero sin expresiones concretas en los siempre importantes presupuestos federales: no se impulsó ningún programa gubernamental que motivara la creación masiva de empleo en los sectores más populares (cosa que sí proponía la fallida candidata Clinton). De hecho, sus mensajes al respecto más bien describían propuestas del pensamiento conservador tradicional (algo que los republicanos hace rato dejaron a un lado); que las relaciones sociales y las instituciones son muy frágiles y que, así como el gobierno no puede crear riqueza o imponer la igualdad, en momentos difíciles como los actuales debe tratar de establecer un nuevo equilibrio entre los individuos y las grandes fuerzas económicas, para que la sociedad no se derrumbe. Un objetivo que probó ser demasiado ambicioso.

Obama hizo más que lo posible, pero menos de lo que se esperaba.

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Los historiadores destacarán un hecho evidente: el partido Demócrata está en peores condiciones a la salida de Obama que como estaba en 2009. Ha perdido la mayoría en ambas cámaras legislativas, así como 13 gobernaciones y más de 900 diputados en las asambleas estadales. Todo un síntoma de decepción que, por cierto, la candidata Clinton no entendió. El legado de Obama solo podía ser defendido por el propio Obama, mientras que la candidata se vio identificada con lo negativo de la gestión (además de sus propios errores, claro). En unos Estados Unidos que seguían exigiendo cambio, Bernie Sanders no fue candidato porque la burocracia del partido –y sus centenares de votos en la Convención- se fueron todos con Clinton.

Siguiendo con los problemas partidarios: la realidad es que hubo más presidente que partido, un partido que hace tiempo abandonó a los “rednecks”, a la clase obrera blanca, optando por darle prioridad a los temas “políticamente correctos”, es decir, los de las minorías. Obama se equivocó –junto a toda la aristocracia demócrata- al aceptar la tozudez candidatural de una señora que ya había demostrado precisamente contra Obama lo mal candidata que era. En verdad Bernie Sanders demostró ser infinitamente mejor aspirante, ¡si tan solo se hubiera movido un poco más al centro! Esto no es culpa de Obama, claro.

La política exterior, sin lugar a dudas, fue un terreno de constante controversia, y donde quizá se encuentran las mayores críticas a Obama. Sin embargo –la vida te da sorpresas- Obama recibió el Premio Nobel de la Paz. Cuando se lo anunciaron, le pidió un informe –tuvo 13 páginas- a los abogados del Departamento de Justicia para que se verificara que no existía ningún conflicto en aceptarlo. Y el dinero del premio lo donó a obras de caridad.

Se le critica su pasividad en Siria, o sus ofertas a los Castro que no se han visto reciprocadas; a pesar de ello, y más allá de su famosa visita a la Isla, ya una encuesta previa señalaba que si hubiera elecciones libres en Cuba, y Obama pudiera presentarse, las ganaría con gran ventaja. Al final del día, le logró quitar una de las banderas más históricas a la izquierda latinoamericana.

Retiró los soldados estadounidenses de Irak y Afganistán, pero dejó esos conflictos sin resolver. Tampoco consiguió cerrar Guantánamo. La geopolítica lo obligó a priorizar sus esfuerzos hacia Medio Oriente y Europa (convirtiendo a Rusia, debilitada pero en expansión, en su principal contrincante). Intentó solucionar los problemas con Irán y los palestinos, pero obtuvo un acuerdo precario con los iraníes y fracasó con Palestina, además de haber generado un gran distanciamiento con Israel.

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A pesar de los pesares, ante el desastre que ya comienza a representar la gestión del actual innombrable, el votante norteamericano –siempre promiscuo y díscolo, como casi todo votante- extrañará al primer presidente negro. Y nadie le podrá negar que abandonó la presidencia con la aceptación y popularidad más alta desde su primer semestre de gobierno, 60%, lo que no es poca cosa, dados los tiempos accidentados que estamos viviendo. Esa encuesta, elaborada por CNN, indica asimismo que es el tercer presidente más popular a la hora de abandonar el cargo (Bill Clinton tuvo 66% en enero de 2001, y Ronald Reagan 64% en enero de 1989). Adicionalmente, la encuesta destaca que un 65% de norteamericanos afirman que su presidencia fue un éxito.

La nostalgia por Obama ya se ve venir. Porque el papel de presidente gringo no es solamente el de Comandante en Jefe: es, por encima de todo, un ejemplo y un modelo, un símbolo de los valores norteamericanos.

La Guerra Fría no se ganó con cañonazos, sino con el llamado “soft power”, la ganaron no los Marines, sino sobre todo Walt Disney, Shirley Temple, Superman y Leonard Bernstein, Bob Dylan y Elvis Presley, el rock’n’roll, el jazz y el blues, los deportes gringos, “Cantando Bajo la Lluvia” y “West Side Story”. Junto a ellos, una presidencia generadora de respeto y admiración dentro y fuera de su sociedad, a tal punto que una los esfuerzos de sus compatriotas en torno a una meta común. Como afirmara John Kennedy: “no preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregunta qué puedes hacer por tu país”.

Barack Obama finalizo su gestión con mucha calma –la misma que tuvo para anunciarle al mundo la gran noticia de que Osama Bin Laden, el némesis de la democracia occidental, había sido ajusticiado-.

Ya se extraña la prudencia, la reserva, los valores familiares y el intelecto del demócrata. Gracias a todos ellos, como afirma el periodista hispano Arcadi Espada, el eje moral de la presidencia de Obama fue tratarnos a los habitantes de su país y del mundo como adultos, como ciudadanos.

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