Los caballeros, el decano y las humanidades
Monumento a Cervantes (1929). Plaza de España, Madrid.
A veces he preguntado por qué resulta tan difícil en España el debate de ideas —la discusión pública, educada y razonada—, y casi siempre me he contestado que por nuestra suntuosa tradición de intolerancia, responsable de que casi siempre la discrepancia intelectual se confunda con la agresión personal y de que, en consecuencia, para nosotros el auténtico debate intelectual consista en arrearle un sartenazo al discrepante o, en su defecto, en cortarle los testículos: todo lo demás es cosa de nenazas. Últimamente, sin embargo, me digo que quizá haya una explicación complementaria. Desde principios del siglo XVII, justo cuando la intolerancia empieza a asfixiarnos, somos un país de pobres, y el resultado de esta desgracia es que España, que había sido un país de caballeros, se convierte en un país de pícaros. Ahora bien, el pícaro ni puede ni quiere debatir sobre ideas: a él no le interesa la verdad o la falsedad, la justicia o la injusticia; lo único que le interesa es la propia supervivencia: al pícaro, colocar la verdad o la justicia por encima de su beneficio personal le parece ridículo. Esto explica que Don Quijote fuera un loco de remate, objeto de pitorreo general: es el último caballero español. Desde entonces domina en España la moral del pícaro, y la prueba es que quien triunfa en la literatura española no es el talante caballeresco de Cervantes, sino el picaresco de Quevedo; desde entonces todos o casi todos —y sobre todo los supuestos caballeros— somos unos pícaros redomados; desde entonces aquí no se debate ni se discrepa, al menos en público: se arrean sartenazos o se cortan testículos, y se sale corriendo con el botín. Todo lo demás es cosa de nenazas.
Pero por una vez, y sin que sirva de precedente, hagamos como si fuésemos caballeros. Hace un tiempo se publicó en este periódico un artículo titulado Cómo no defender las humanidades; lo firmaba Jesús Zamora Bonilla, decano de Filosofía de la UNED, y en él se trataban de desenmascarar algunas formas equivocadas de abogar por la enseñanza de las humanidades en esta época de desprestigio de las humanidades. El propósito es loable, y algunos de los argumentos del decano son acertados; los dos fundamentales, en cambio, me parecen erróneos. El primero afirma que hay que desechar la idea de que las humanidades contribuyen “a nuestra realización como personas”, porque en realidad no son más que una suerte de entretenimiento superior que no hace que quienes lo cultivan sean “ni un poquitín menos imbéciles” que quienes no lo cultivan. Pero si las humanidades son sólo un pasatiempo, me pregunto, si, aparte de para entretener, no sirven para llevar una vida más rica, más compleja y más intensa, ¿para qué demonios necesitamos las humanidades? Por lo demás, no sé si leer a Cervantes, a Dostoievski y a Kafka ha contribuido a mi realización como persona, pero estoy absolutamente seguro de que ha hecho que yo sea muchísimo menos tonto de lo que soy, y mi vida, mucho menos pobre, pálida y plana. El segundo argumento del decano sostiene que la formación humanística no es fundamental en una democracia, y se pregunta cómo podría serlo algo que históricamente ha sido “más bien un instrumento para la diferenciación social de las élites económicas (…), un privilegio de caballeros y una garantía de que esos mismos caballeros iban a ser los que tuvieran la sartén por el mango”. La respuesta al interrogante salta a la vista: esa formación es fundamental porque la democracia consiste precisamente en dotar a todos de los derechos que antes eran sólo de unos pocos, en conseguir para la plebe los privilegios reservados a la élite, en hacer amos de los esclavos y ciudadanos de los súbditos; en definitiva: consiste en convertir a los pícaros en caballeros capaces de coger la sartén por el mango y de ocuparse de debatir con libertad sobre todo y no sólo de su mera supervivencia.
Es verdad: hay malas razones para defender las humanidades; pero no son las que señala el decano Zamora Bonilla. Éste anuncia otro artículo donde, dice, olvidará las malas razones y explicará las buenas. Estaremos atentos: las necesitamos con urgencia.