Armando Durán / Laberintos: La noche más oscura de la democracia venezolana
El lunes 1 de mayo, mientras decenas de miles de ciudadanos resistían con firmeza y tenacidad inauditas las arremetidas brutales de las fuerzas represivas del régimen en diversos puntos de Caracas, Nicolás Maduro aprovechaba su melancólica celebración del día internacional de los trabajadores para hacer un anuncio definitorio. “Convoco al pueblo”, dijo, imprimiéndole a su voz un tono supuestamente heroico, “a una Asamblea Nacional Constituyente de acuerdo con el artículo 347 de la Constitución Nacional.” Luego aclaró que la conformarían 500 delegados, la mitad seleccionados a dedo por las comunas populares (léase soviets criollos) y la otra mitad electoralmente, en comicios organizados por el Consejo Nacional Electoral, su particular oficina de asuntos electorales, con la finalidad de redactar una nueva y “comunal” constitución. Pasó por alto un aspecto del problema que lo tiene absolutamente sin cuidado, que si bien ese artículo 347 sirve para señalar que el “poder constitucional originario” radica en el pueblo, en el 348 establece que el presidente de la República puede tomar la iniciativa, y solo esa, de convocar al pueblo a un referéndum consultivo para que en su condición de poder constitucional originario apruebe o rechace la celebración de esa Asamblea Nacional Constituyente.
De este modo flagrante, Maduro le mentía al país y trataba de confundir a la opinión pública internacional dándole carácter legal y constitucional a lo que simplemente constituye un tiro de gracia a lo poco que queda en Venezuela institucionalidad “democrática”, herida además de muerte desde que la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia le arrebató en marzo su autoridad y competencias a la Asamblea Nacional. La oposición y la comunidad internacional reaccionaron de inmediato y coincidieron en calificar aquellas sentencias de auténtico golpe de Estado que rompía en Venezuela el hilo constitucional. En consecuencia, la OEA, con el voto favorable de sus 19 principales países miembros, acordó convocar una Reunión de Consulta de Cancilleres para analizar la situación y determinar si se le aplicaba al gobierno de Maduro las sanciones que contempla la Carta Democrática Interamericana para remediar el desafuero. Vociferante como nunca, la canciller Delcy Rodríguez anunció entonces que Venezuela se saldría de la OEA y con ello la crisis política venezolana se hizo crisis hemisférica.
En medio de esta lamentable circunstancia, y en el marco de las movilizaciones pacíficas del pueblo que vienen tomando las calles de Venezuela desde el 2 de abril con el compromiso de sus dirigentes de no abandonarlas hasta que se restaure en Venezuela el hilo constitucional y el estado de Derecho, el ministro de Defensa, general Vladimir Padrino, sobre cuyos hombros recae la responsabilidad de una represión brutal que hasta la fecha arroja un saldo de 30 muertos, centenares de heridos y miles de de detenidos, le hizo una inquietante advertencia a los ciudadanos: “¿Cuántos muertos más necesitan los extremistas de la oposición para abandonar la violencia como forma de hacer política? ¿Cuántos más?” Una clara amenaza a la oposición, recurriendo al cínico argumento esgrimido estos días por el diario Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba, a la hora de engañar a sus lectores con la afirmación de que lo que ocurre en Venezuela no es una movilización pacífica y democrática de un pueblo indignado hasta la exasperación, como todos sabemos que es, sino todo lo contrario, la reacción de un pueblo que protesta contra un pequeño sector ultraderechista de la oposición, empeñado en desestabilizar la revolución bolivariana y provocar una intervención extranjera en el país. O sea, caballeros de la oposición, si ustedes insisten en protestar, aténganse a las consecuencias, porque el régimen está resuelto a sofocar esas protestas populares a sangre y fuego.
Lo cierto es que Maduro no había calculado las consecuencias derivadas de su decisión de emplear a su obediente TSJ para silenciar a un poder legislativo que desde la derrota aplastante del chavismo en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015, más que incómodo estorbo político, se había constituido desde el primer momento en un peligro político muy real, pues como señalaban a diario los dirigentes de la oposición, esa victoria electoral era el instrumento pacífico, democrático y constitucional de provocar un cambio político en el país en el menor plazo posible.
Esta ruptura de lo que se había hecho rutina electoral (misteriosamente la oposición siempre resultaba derrotada en una invariable relación de 6 a 4) le transmitió una inmensa inquietud al régimen y al gobierno de Cuba. Sobre todo, porque muy poco después el nuevo parlamento informó al país que procedería a aprobar de inmediato una ley de amnistía en beneficio de todos los presos políticos y poner en marcha uno de los cuatro mecanismos que contempla la constitución para cambiar de presidente anticipadamente. Fue ahí y entonces cuando estalló esta crisis institucional que ha traído a este mes de abril los vientos de tormenta que hoy por hoy, y a todas luces de manera inevitable, colocan a Venezuela en la encrucijada de todo o nada. Dictadura sin edulcorantes o democracia plena.
En un principio, Maduro y compañía recurrieron el año pasado a dos instrumentos para llevar a cabo sus planes por conservar el poder a toda costa. Por una parte, el TSJ se entregó a la inconstitucional tarea de neutralizar “legalmente” todas y cada una de las decisiones adoptadas por el Poder Legislativo; por otra parte, el Consejo Nacional Electoral comenzó a sembrar de obstáculos prácticamente insalvables el camino del referéndum revocatorio del mandato presidencial de Maduro, mecanismo legítimamente adoptado por la oposición para alcanzar su objetivo de sacar a Maduro de la Presidencia de la República en un plazo no mayor de 6 meses. Después, simplemente, de un plumazo abiertamente antidemocrático, negó de plano la solicitud presentada por la oposición de celebrar ese referéndum antes del 10 de enero de 2017, de acuerdo con lo establecido en el artículo 72 de la Constitución Nacional.
Esa resolución del CNE provocó la reacción indignada de la oposición, que denunció el golpe de Estado y convocó al pueblo a la rebelión civil. La movilización ciudadana del primero de septiembre del año pasado fue una clara señal de la voluntad de cambio existente en el país y del riesgo que ahora corría Maduro. De ahí que el régimen pusiera todas sus cartas en el asador de un diálogo con la oposición, falso diálogo, por supuesto, pero suficiente para distraer la atención de los dirigentes de la Mesa de la Unidad el tiempo necesario para enfriar la alta temperatura que había alcanzado por aquellos días el clima político del país. El inexplicable carácter clandestino que la MUD quiso darle a sus conversaciones con representantes del régimen en República Dominicana hizo fracasar el proyecto antes de que cuajara, pero no obstante le permitió a José Luis Rodríguez Zapatero y su combo de ex presidentes latinoamericanos volver una y otra vez a Caracas y convencer a los partidos de la alianza opositora, con la excusa de que no podían darle la espalda al papa Francisco ni al Departamento de Estado norteamericano, de abandonar las calles y aceptar la oferta de un Maduro amable y bonachón de ser el anfitrión de una ronda de conversaciones que sólo logró indignar aún más al pueblo opositor.
Fue una burla perversa a la democracia y a la buena fe del papa Francisco y de Thomas Shannon, pero por fortuna la farsa duró muy poco. Pronto el Vaticano y el gobierno de Estados Unidos renunciaron a seguir mediando en el conflicto y el malestar creciente de los ciudadanos le hicieron pagar a la MUD sus nuevas ambigüedades. En realidad, nadie podía entender cómo la MUD, en esa tramposa mesa de diálogo, creyó posible que el país los acompañaría en la bufonada. Al final de esta penosa comedia de enredos y malas intenciones, la alianza opositora tuvo que dar marcha atrás, se le hizo pagar con su destitución a Jesús Torrealba el imperdonable pecado de sus jefes y antes de terminar el año la oposición denunció el engaño de Maduro y anunció que daba por terminada esa alternativa de diálogo con el gobierno hasta que el régimen aceptara las cuatro condiciones que a finales de octubre había exigido el Vaticano para seguir facilitando el diálogo entre los dos bandos: auténtico y creíble cronograma electoral, libertad de todos los presos políticos, reconocimiento de la autoridad y competencias de la Asamblea Nacional y apertura de un canal humanitario para asistir a los venezolanos, víctimas inocentes de la escasez de alimentos y medicinas.
En ese punto preciso dio Maduro su penúltimo traspié. Quizá porque confundió la civilizada paciencia de los venezolanos con la sumisión, creyó factible usurpar las funciones de la Asamblea Nacional sin que dentro o fuera de Venezuela pasara algo significativo. En realdad, fue su peor error como presidente. Apropiarse arbitrariamente de las funciones constitucionales de la Asamblea Nacional equivalía a suprimirla y eso conformaba, más allá de cualquier duda, un golpe a la Constitución Nacional y al estado de Derecho. Razón más que suficiente para que Luis Almagro resucitara el tema de la Carta Democrática Interamericana y que esta vez la mayoría del continente le diera un respaldo que hasta entonces le había negado.
El resto de esta historia es harto conocida. Desde el 2 de abril, las protestas civiles y la brutal represión militar y paramilitar han convertido a Venezuela en el escenario de una batalla campal cuyo último episodio, el más concurrido por la cada día más indignada sociedad civil y cada día más ferozmente reprimida por la fuerza pública y los grupos paramilitares organizados, financiados y armados por el gobierno, ha encerrado al país en un callejón sin salida. Tanto porque jamás se había visto una política represiva tan feroz ni una resistencia popular tan obstinada, y porque Maduro, bajo la presión de una calle que sólo desea su salida del poder y ante la impaciencia del gobierno de Cuba y de los sectores más radicales del chavismo, aprovechó la ocasión de su acto con los pocos seguidores que acudieron a su convocatoria para conmemorar el Día Internacional del Trabajo y dio el salto adelante que había anunciado para profundizar -esas fueron sus palabras- la revolución venezolana. Sólo que su anuncio de que convocaba una Asamblea Nacional Constituyente con la finalidad de pasar a una nueva etapa del proceso político venezolano, la del tránsito de un presunto estado de Derecho y de Justicia en el marco de una democracia participativa y protagónica, que es como la Constitución de 1999 define el ordenamiento político de Venezuela, a un ordenamiento comunal, de democracia directa, sin partidos políticos ni veleidades de democracia burguesa, democracia“moribunda” ahora, con el propósito de dar paso a un Estado regido por un solo poder público, el Poder Popular, exactamente igual al de Cuba.
Se decretaba así el fin de la ilusión de normalidad democrática con que Hugo Chávez había disimulado desde sus días como presidente electo y se lanzaba a Venezuela por el despeñadero que significa reproducir con la mayor exactitud posible la pésima experiencia de la dictadura totalitaria cubana. El desenlace de lo que sin duda es la batalla final de una guerra que se inició el 4 de febrero de 1992 con la intentona golpista de Chávez, entonces teniente coronel de paracaidistas, está por verse. Mientras escribo estas líneas, miércoles a mediodía, ambos bandos se aprestan a dar el primer paso en una nueva y definitiva fase de la lucha. En el centro de Caracas, rincón de la ciudad vedado al pueblo opositor, Maduro acudió a la sede del CNE para entregar su decreto con la solicitud de que el ente electoral organice la elección de la mitad de los diputados a esa futura Asamblea Nacional Constituyente. Allí lo recibió la presidenta del ente, Tibisay Lucena, con unas vergonzosas palabras de sumisión a Maduro. Con esta convocatoria, señaló, “lo que se inicia hoy es un nuevo proceso que consolidará la República y llevará al país a la paz que todos deseamos.” Salió luego Maduro a la plaza Diego Ibarra, sonaron los tambores y Maduro se puso a dar palmadas y bailar salsa, acompañado en su festiva celebración por Cilia Flores, la “primera combatiente”, por el vicepresidente ejecutivo Tarek el Aissami y por el ministro de Cultura, Adán Chávez, hermano mayor del comandante eterno.
Mientras tanto, en el distribuidor Altamira de la autopista Francisco Fajardo, miles de ciudadanos se concentraban para acompañar a los 112 diputados de la oposición hasta la Asamblea Nacional en lo que sus dirigentes han llamado La Gran Marcha contra el Fraude Constituyente. A las 12:42 del mediodía, mientras esa masa humana avanzaba pacífica y alegremente hacia el centro de la ciudad al grito de “Libertad, Libertad”, aparecieron las tanquetas y los efectivos de la Guardia Nacional y dispararon las primeras andanadas de bombas de gases tóxicos contra los diputados y los manifestantes. Escenas paralelas de una noche oscura y desesperada que había comenzado a extenderse sobre Venezuela el día anterior. Nadie sabe cuándo ni cómo terminará esta ominosa contradicción, pero la inmensa mayoría del país tiene la certeza de que será más pronto que tarde, y que por oscura que sea esta noche, si no se desfallece, las primeras luces del amanecer, irremediablemente, volverán a iluminar para todos el horizonte nacional. Por ahora podemos afirmar, que a pesar de todos los pesares, en esta Venezuela adolorida de la muy mal llamada revolución bolivariana, ya nada es igual.