Armando Durán / Laberintos: La Constituyente de Maduro
El pasado primero de mayo lo celebró Nicolás Maduro con un anuncio imprevisto. “Convoco una constituyente ciudadana”, dijo en cadena de radio y televisión, “no una constituyente de los partidos ni de las élites, sino una constitución ciudadana, obrera, comunal, campesina, familiar, de la juventud, de los estudiantes, de los indígenas.” Luego añadió que le hará llegar al Poder Electoral las condiciones para la elección de los constituyentes, que serán “unos 500.” Es decir, la elección de una Asamblea Nacional Constituyente sectorial y comunal para ajustar el modelo de Estado y su ordenamiento jurídico a la obsesión de Maduro y compañía de conservar el poder político indefinidamente, pues la contaminación “democrática” del texto constitucional aprobado por iniciativa de Hugo Chávez en diciembre de 1999 ya no le sirve para alcanzar ese objetivo absolutista sino todo lo contrario.
Hace 10 años Chávez sintió una urgencia similar. A pesar de que la Constitución de 1999 sustituía el tradicional estado de Derecho por un novedoso estado de Derecho y de Justicia, y transformaba la tradicional concepción de la democracia representativa de los sistemas políticos de occidente por otra, es decir, un sistema que le quitaría a los partidos políticos la función de representar los intereses de los ciudadanos, y propiciar lo que los redactores del texto constitucional definieron como democracia “participativa y protagónica”, aunque nada se dijo (era demasiado pronto para dar ese paso) sobre cómo hacer realidad el ideal de un régimen en el que los ciudadanos pudieran prescindir de la intermediación de los partidos políticos para hacerse escuchar y ejercer el poder directamente.
A mediados del año 2007, Chávez creyó que había llegado el momento de llenar ese vacío y convocó para diciembre de ese año un referéndum consultivo vinculante que le permitiera modificar legalmente el texto constitucional con la intención de aprobar la constitución de un nuevo Estado mediante creación de comunas, versión criolla de los soviets de la revolución bolchevique, y depositar en ellas, como organizaciones sectoriales de la base social, todos los poderes de la nación, que a partir de ese momento sería la República Comunal de Venezuela.
En esa ocasión los electores le negaron a Chávez su solicitud. A fin de cuentas, la democracia protagónica y participativa no bastaba para darle ese vuelco decisivo al Estado venezolano. Fue el primer revés político de Chávez, porque en definitiva los mecanismos electorales contemplados en la Constitución de 1999, aunque actuaran en nombre de ese vaporoso carácter participativo y protagónico de la “nueva” democracia venezolana, seguían siendo un freno democrático al poder personal del presidente de la República. Solo que Chávez nunca fue un buen perdedor, y si bien tuvo que reconocer su derrota descalificando el triunfo opositor llamándolo “victoria pírrica”, rápidamente se repuso. Aprovechando el hecho de contar con mayoría calificada en la Asamblea Nacional, se hizo dar poderes extraordinarios para dictar leyes, incluso leyes orgánicas por decreto, y así puso en vigencia algunos de los proyectos que le habían sido negados por los ciudadanos en el referéndum de diciembre. De este modo sinuoso nacieron formalmente las dichosas comunas como fundamento esencial de lo que debía haber terminado siendo y no fue un Poder Popular absoluto, procedente de esas mismas comunas, en el que se concentrarían todos los poderes públicos.
La derrota aplastante de los candidatos chavistas en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015 tuvo el mismo significado de aquella derrota de Chávez en las urnas del referéndum de 2007. La diferencia estriba en el hecho de que esta victoria opositora colocó a Maduro y al régimen en el atolladero de verse obligados a negociar a diario acuerdos con una Asamblea Nacional con tres cuartas partes de sus escaños ocupados por diputados de la oposición. Una realidad, desde la perspectiva hegemónica de Maduro y compañía, sencillamente inadmisible. Sobre todo, porque este fenómeno imprevisto se producía en el peor momento del régimen, mientras el país se hundía ostensiblemente y al parecer sin remedio en los sumideros de una crisis económica y social sin precedentes en la historia republicana, realidad que a su vez había sido la causa principal del desastre electoral del chavismo en aquellas elecciones parlamentarias.
Ese fue el origen de dos hechos que han marcado dramáticamente el desarrollo del proceso político venezolano a los largo de los últimos 18 meses. Por una parte, el empleo de un Tribunal Supremo de Justicia al servicio exclusivo del régimen para desconocer de hecho todas las competencias constitucionales de la Asamblea Nacional. Por otra parte, la utilización del también sumiso Poder Electoral para anular el derecho que la Constitución consagra de solicitar la celebración de un referéndum revocatorio del mandato de cualquier funcionario de elección popular a mitad del período para el que fue electo, en este caso, del mandato presidencial de Maduro, y para ignorar poco después su propio cronograma electoral, que contemplaba la celebración de elecciones regionales para el último trimestre de 2016.
El régimen pudo navegar a través de las turbulencias generadas por estas violaciones flagrantes de la Constitución y las leyes gracias a la trampa que volvieron a tenderle a la oposición con la convocatoria a un diálogo, en principio facilitado por el ex presidente del gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero, asistido por otros ex presidentes latinoamericanos, todos a sueldo del gobierno venezolano. Este recurso, que desde los sobresaltos del año 2002 le había servido al régimen para desactivar situaciones explosivas, contaría en octubre de 2016 con dos aliados de mucho peso: el Vaticano y el Departamento de Estado norteamericano. Las grandes tomas de Caracas y otras ciudades del país desaparecieron del horizonte nacional y Maduro se dio el lujo de instalar personal y cordialmente una nueva Mesa de Diálogo entre el gobierno y la oposición. Ya sabemos cómo terminó aquella grosera burla. Superadas las dificultades el régimen se quitó sus caretas, el Vaticano y el Departamento de Estado abandonaron el escenario y a la alianza opositora no le quedó más remedio, primero, que seguir los pasos de tan importantes mediadores, y después, ante el repudio del pueblo opositor, proceder a reorganizar su estructura interna, una forma de disimular la realidad: la MUD, como tal, dejaba de existir.
Con el nuevo año creció el malestar ciudadano y los partidos de la oposición comenzaron a explorar por su cuenta nuevos caminos de acción, centrados todos ellos en la Asamblea Nacional, a pesar de haber sido reducida a ser una simple referencia política como consecuencia de la negación recurrente de todas sus decisiones por parte del Tribunal Supremo de Justicia. La buena fortuna intervino entonces, cuando los magistrados de la Sala Constitucional del TSJ cometieron el gran error político de dictar el pasado 28 de marzo dos sentencias, la 155 y la 156, para arrebatarle a la Asamblea Nacional las pocas competencias constitucionales que le quedaban. O sea, para borrar de la realidad institucional de Venezuela la misma existencia del Poder Legislativo. Dos sentencias, que tal como de inmediato denunció Luisa Ortega Díaz, Fiscal General de la República a pesar de ser ficha clave del chavismo desde sus orígenes, representaron “una ruptura del orden constitucional.”
Por su parte, los partidos de oposición, para sorpresa de muchos, señalaron que el régimen había dado un golpe de Estado y, en consecuencia, convocaron al pueblo a la rebelión civil con el objeto de cumplir el mandato constitucional de hacer lo necesario para restituir la vigencia de la Carta Magna. Y ahí mismo, desde el 2 de abril, centenares de miles de ciudadanos se han movilizado casi a diario para protestar del golpe y exigir la restauración del ordenamiento democrático y el estado de Derecho. La voluntad de los ciudadanos y la represión brutal de ciudadanos pacíficos e indefensos, que hasta la fecha ha sumado más de 70 asesinatos, centenares de heridos y miles de detenidos ha demostrado que ni la fuerza criminal de la Guardia Nacional Bolivariana puede ya apaciguar los ánimos y la indignación de un país resuelto a pagar el precio que sea para devolverle a Venezuela la libertad y la decencia.
La convocatoria de Maduro a una Asamblea Nacional Constituyente sin cumplir con las normas que fijan la Constitución y las leyes persigue tres propósitos. Uno es, por supuesto, aprovechar la gravedad de la situación para producir el cambio radical del Estado y de su ordenamiento que los venezolanos le negaron a Chávez hace diez años comenzando por la sustitución de todos los poderes constituidos por el poder absoluto de una Asamblea Nacional Constituyente 100 por ciento chavista. En segundo lugar, eliminar del futuro venezolano la celebración de elecciones, una instancia de efectos por definición inciertos. Por último, ante el evidente fracaso de las fuerzas represivas del régimen para aquietar por las malas las movilizaciones de calle, lanzar sobre la mesa de esas conversaciones clandestinas entre gobierno y oposición que nunca han cesado, un producto de intercambio perfectamente negociable: por ejemplo, cancelar una convocatoria que no cuenta ni con el respaldo del gobierno de Cuba, a cambio de desactivar las protestas, que es lo que el régimen necesita desesperadamente. Una negociación, por cierto, que podría incluir casa por cárcel para muchos presos políticos y elecciones regionales en el último trimestre del año.
En todo caso, Maduro se sacó de la manga la amenaza de una Asamblea Nacional Constituyente que muy difícilmente podría realizarse incluso en agosto, porque en definitiva su menú de opciones se le ha reducido hasta quedar en casi nada. Y esta Constituyente, en el peor de los casos, le ofrece la oportunidad de contar con una carta a la que puede jugarse su destino político al clásico todo o nada. Si su propuesta hace vacilar a la oposición, Maduro podría salirse con la suya y Venezuela entraría de lleno en el oscuro túnel de una dictadura comunista a la manera cubana. Si en cambio la oposición logra no escuchar los cantos de sirena que pueda llegar a entonar el régimen, incluso con un apoyo renovado del Vaticano, podría salvar los últimos escollos que obstaculizan los avances de la oposición en este tramo final del drama venezolano, y Venezuela podría iniciar un período de transición, aunque haya dirigentes, como Henry Ramos Allup, que se oponen tercamente a una transición, sin importarle su color, porque como señaló Ramos Allup en un controversial discurso pronunciado el martes pasado en la Asamblea Nacional, en la Constitución no se menciona para nada la palabra transición como posible y legal forma de gobierno.
A estas alturas nadie conoce la dirección que mañana o pasado mañana tomará el proceso político venezolano, y ese no saber siempre provoca un justificado temor, pero a pesar de este y otros peligros inevitables, con transición o sin ella, negociación mediante o por la vía de los atajos, de una cosa sí podemos estar seguros: la constituyente de Maduro marca un punto de inflexión decisivo. Para bien o para mal, gracias a esa convocatoria o por culpa de ella, todo cambiará pronto en Venezuela.