Benjamín Lana: El sabor de aquel beso
Los placeres de la mesa no radican solo en la recompensa fisiológica del gusto ni en la placentera sensación de calmar el hambre y acallar al estómago que ruge. Los alimentos y sus combinaciones -la comida- ejercen a menudo de interruptores emocionales y, a través del olfato o el paladar, abren las puertas a los recuerdos y las sensaciones más profundas. Ahí reside su magia. Un olor puede ralentizarnos literalmente el ritmo cardiaco por asociación o evocación. Nos calma porque nos transporta de vuelta a la cocina de la infancia y revive la sonrisa cómplice de la madre que nos prepara un postre casi como si fuera una travesura. Nos excita porque nos lleva de vuelta al mercado de las especias de Asuán, donde el cerebro no daba abasto para reconocer la infinidad de nuevos aromas vegetales.
La gastronomía es una actividad humana que explora a fondo -sin ser consciente casi nunca- los diversos planos y realidades que conforman el ser humano: la bioquímica y la memoria, la cultura y hasta los sentimientos de pertenencia. Hay pocas experiencias en las que una acción tan básica como depositar una porción de alimento en la boca desencadene tantos mecanismos de nuestro ‘yo’ más íntimo. Conozco a una persona para la que morder una hamburguesa de una marca concreta equivale a revivir el sabor del primer beso. Otra bastante tranquila a la que una butifarra dulce hervida le ‘estela’ el corazón y se pone secesionista. ¿No les parece una suerte poder volver a evocar con cada comida, hasta tres veces al día, grandes momentos de nuestra vida o aventurarse en otros mundos con solo pasar del mole al sashimi? Con un menú al gusto y buena compañía, ¿quién necesita Netflix?