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Armando Durán / Laberintos: Venezuela, dos Estados paralelos

 

   Este lunes, en horas del mediodía, los 9 partidos políticos integrados en la Mesa de la Unidad Democrática, gremios empresariales y profesionales, la Iglesia Católica, varias iglesias evangélicas, las universidades, el movimiento estudiantil, gobernadores y alcaldes, artistas y organizaciones defensoras de los derechos humanos se reunieron en el teatro del Centro Cultural Chacao y firmaron un documento titulado “Acuerdo de la sociedad para avanzar en el rescate de la democracia y la Constitución.” El diputado Julio Borges, presidente de la Asamblea Nacional, leyó el documento mediante el cual se convoca al pueblo a participar el próximo 16 de julio en un plebiscito convocado por la Asamblea Nacional de acuerdo con el artículo 70 de la Constitución Nacional para determinar si el pueblo aprueba o rechaza desconocer la Constituyente convocada por Nicolás Maduro al margen de las normas constitucionales, exhortar a la Fuerza Armada Nacional a respaldar al pueblo en su empeño por restaurar el orden constitucional y el estado de Derecho, nombrar nuevos Tribunal Supremo de Justicia y Consejo Nacional Electoral, constituir un Gobierno de Unidad Nacional y convocar a elecciones generales, libres y transparentes.

   Según señaló Borges, con esta convocatoria entra Venezuela en lo que él definió como “fase superior de la lucha” que comenzó el pasado 2 de abril, cuando decenas de miles de ciudadanos se lanzaron a las calles de toda Venezuela para protestar la decisión del régimen de eliminar lo poco que quedaba del estado de Derecho con dos sentencias, la 155 y 156 de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, dictadas días antes para adjudicarle a ese máximo tribunal del país las atribuciones constitucionales de la Asamblea Nacional. Es decir, para hacer desaparecer definitivamente, de un infame plumazo, el Poder Legislativo.

   Hasta las elecciones parlamentarias celebradas el 6 de diciembre de 2015, los amaños del Consejo Nacional Electoral le habían garantizado al régimen el control de todos los poderes públicos. Tras la derrota aplastante que sufrió ese día el chavismo a pesar de las malas mañas tradicionales del CNE, la conformación de una nueva Asamblea Nacional con la mayoría absoluta de sus escaños ocupados por diputados de la oposición, rompió ese cómodo “equilibrio” y colocó al régimen ante un dilema dramático: o dejaba que esa nueva Asamblea legislara por su cuenta y fiscalizara las acciones del ejecutivo, o desconocía ese resultado electoral que a punta de votos limitaba democráticamente el poder absoluto de la Presidencia de la República.

   En este punto crucial del proceso político venezolano, el régimen aprovechó las cuatro semanas que corrían entre la elección y la instalación de la nueva Asamblea Nacional, para cambiar a toda carrera a la mayoría de los magistrados del TSJ, sin cumplir con los pasos y los lapsos temporales establecidos por la Constitución, con el perverso propósito de contar con un TSJ absolutamente leal y capaz de frenar “legalmente” el funcionamiento de una Asamblea que por fin era independiente. Sobre todo, porque la oposición ya había anunciado las dos acciones que emprendería con urgencia este nuevo poder Legislativo: aprobar una ley de amnistía que beneficiara a todos los presos y perseguidos políticos del régimen, y acordar cuál mecanismo constitucional aplicar para propiciar la salida anticipada de Nicolás Maduro de la Presidencia de la República en un plazo no mayor de 6 meses.

   Desde ese instante ardió Troya. La Asamblea parecía estar resuelta a llegar adonde tuviera que llegar para devolverle al país la estabilidad política y la racionalidad económica y financiera, y el nuevo TSJ, por su parte, estaba resuelto a estar a la altura exacta de la difícil exigencia que le imponía un régimen arrinconado por el anhelo ciudadano de promover un cambio político profundo. Esta confrontación, conflicto insoluble de poderes, marcó, durante los siguientes 16 meses los pasos que condujeron a Venezuela hasta el fondo de un callejón sin salida negociable.    

   El primer tramo de esta carrera desesperada hacia ninguna parte lo había cubierto el TSJ el 5 de enero, nada más juramentarse los 112 nuevos diputados de la oposición, al impugnar la incorporación de tres de ellos con el argumento de que su elección, aunque estaba debidamente validada por las autoridades electorales, había sido fruto de diversas e inaceptables irregularidades. La Asamblea protestó, pero en contra de la opinión de muchos, aceptó desincorporar a los tres parlamentarios de la discordia con la excusa de que lo hacía para no polarizar excesivamente el escenario político. Un error que le costó a la oposición perder de inmediato su mayoría absoluta en la Asamblea y que además le abrió el camino al TSJ primero y al CNE después para ir negándole progresivamente a la Asamblea Nacional todos sus derechos. Cada iniciativa, cada proyecto legislativo, cada acción emprendida por la Asamblea en nombre de los ciudadanos que representaba, fueron dejados sin efecto por el TSJ y el CNE. De esta manera, en muy pocos meses, la Asamblea se vio despojada de todas sus funciones, hasta el extremo de que a finales de marzo de este año la Sala Constitucional del TSJ se sintió con fuerza para dictar las dos sentencias que legalizaban, ilegítima y anticonstitucionalmente, la simple existencia de la Asamblea.

   Hace muy pocos días, este desconocimiento sistemático de la Asamblea se tradujo en el más vergonzoso y revelador rasgo del carácter militar y dictatorial del régimen, cuando el coronel jefe del destacamento de la Guardia Nacional encargado de velar por la seguridad del Palacio Federal Legislativo le ordenó al diputado Julio Borges, nada más y nada menos que presidente de la Asamblea Nacional, salir de su despacho. Borges le recordó al coronel quien era él y el coronel le respondió, groseramente y sin la menor vacilación, que él era el comandante de la GN en el recinto parlamentario y hacía lo que hacía “porque me da la gana.” Acto seguido sacó a Borges del despacho de un fuerte empujón. Para que la humillación fuera mayor y nadie pusiera en tela de juicio el significado real de ese “porque me da la gana” y del empujón, el coronel, que había hecho grabar el episodio, lo divulgó en las redes sociales.

   Último episodio por ahora de los desmanes del TSJ fue ordenar un antejuicio de mérito a Luisa Ortega Díaz, Fiscal General de la República, figura histórica del chavismo, quien tan pronto como se conocieron las dos sentencias golpistas de la Sala Constitucional del TSJ contra la autonomía de la Asamblea denunció el hecho porque según ella ambas rompían el orden constitucional. Mientras se prepara el espectáculo de esta farsa judicial, a Ortega Díaz, quien desde aquella denuncia no ha dejado de condenar públicamente cada una de las reiteradas violaciones del régimen a la Constitución Nacional, incluyendo en su listado de agravios la convocatoria formulada por Maduro a una Asamblea Nacional Constituyente al margen de la norma que señala la Constitución todavía vigente, el TSJ prohibió a Ortega Díaz salir del país y ordenó que se le intervinieran todas sus cuentas bancarias. Paralelamente a las acciones del TSJ contra los derechos democráticos de los ciudadanos, el régimen se ha encargado de cerrarle el paso a cuanta iniciativa política no violenta haya intentado la oposición, comenzando por las trabas interpuestas en el camino del referéndum revocatorio del mandato presidencial de Maduro, solicitado en los primeros meses del año pasado por la oposición de acuerdo con el artículo 72 de la Constitución. Al final, el CNE sencillamente negó la solicitud opositora y pospuso por tiempo indefinido las elecciones para elegir gobernadores, prevista en el cronograma oficial del organismo para el último trimestre del año y la que serviría para elegir alcaldes, prevista para el primer trimestre de este año.

   En el marco de estos desafueros, los partidos de la oposición convocaron al pueblo a tomar Caracas el primero de septiembre, día en que centenares de miles de ciudadanos indignados tomaron la principal autopista de Caracas y las avenidas y calles aledañas en una demostración de fuerza de tal magnitud que sacudió los cimientos del régimen, momento en que sus estrategas decidieron llamar de nuevo al ex presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, y a su combo de ex presidentes latinoamericanos para propiciar la reanudación del fallido diálogo entre representantes del gobierno y la oposición que se había iniciado clandestinamente en República Dominicana meses atrás. En esta nueva ronda, dos poderosos actores se sumaron al grupo de facilitadores, un enviado personal del papa Francisco, y Thomas Shannon, en representación del Departamento de Estado de Estados Unidos.

   El resto de este penoso episodio es harto conocido. Para facilitar una salida negociada y pacífica de la crisis la oposición desmovilizó la calle y se sentó a la mesa servida por el régimen, pero ni así cumplió Maduro lo que la Venezuela democrática y la comunidad internacional esperaban. A cabo de unas pocas sesiones, como el país parecía haberse despolarizado, el régimen volvió a trancar el juego. Tanto el Vaticano como el gobierno estadounidense abandonaron entonces la llamada Mesa de Diálogo y en noviembre el cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado del Vaticano, le dirigió una carta a Maduro informándole que el Vaticano estaba dispuesto a volver a la Mesa, pero solo cuando el gobierno venezolano accediera a satisfacer cuatro condiciones muy concretas, discutidas y acordadas en las reuniones entre representantes del gobierno y la oposición: libertad de todos los presos políticos, reconocimiento de la autoridad constitucional de la Asamblea Nacional, una cronograma electoral confiable y la apertura de canales internacionales de ayuda humanitaria.

   Esa carta, por supuesto, no tuvo respuesta. Al menos, respuesta pública. En cambio, el TSJ volvió a las suyas a finales de marzo con sus infames sentencias 155 y 156 contra la Asamblea y a la MUD no le quedó más remedio que denunciar al régimen de haber dado un golpe de estado. En consecuencia, convocó al pueblo a la rebelión civil. Desde entonces, casi a diario, se han sucedido manifestaciones, plantones y trancas. Cada día con mayor intensidad, con más jóvenes asesinados por la Guardia Nacional, ya pasan de 100 las víctimas de la brutal represión del régimen, y mayor número de heridos y detenidos que, por disposición inconstitucional, como acaba de suceder en Maracay con 27 estudiantes, pasan a ser juzgados sumariamente por tribunales militares, una decisión que la fiscal Ortega Díaz ha condenado como flagrante violación a los derechos humanos consagrados en la Constitución Nacional. El éxito abrumador de estas manifestaciones de rechazo popular al régimen impulsó a Maduro a sacarse de la manga la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente, cuya verdadera finalidad era amenazar al país con la creación de un régimen que sería copia fiel del régimen totalitario cubano.

   Nada, ni los consejos de sus socios cubanos, han hecho cambiar de parecer a Maduro y compañía y el régimen ha venido avanzando, abrumadoramente, hacia esta confrontación decisiva entre una oposición resuelta a impedir que el 30 de julio se celebre la elección de los 545 diputados que conformarían la ANC. Por su parte, el régimen ha hecho saber que quien intente hacerlo estará cometiendo un delito y serán tratados en consecuencia. Una confrontación, sin duda, que podría terminar en una auténtica catástrofe. De ahí la decisión opositora de conformar un gran frente nacional que permita adelantar, además de desconocer la convocatoria de la Constituyente y de exhortar a la FAN a no reprimir las manifestaciones no violentas de los ciudadanos, a consultar al pueblo para tomar dos medidas que bien podría haber tomado la Asamblea sin enredarse en las complicaciones materiales de un plebiscito para proceder, por una parte, a nombrar a los 32 magistrados de un nuevo Tribunal Supremo de Justicia y a los 5 rectores del Consejo Nacional Electoral; por la otra, constituir un Gobierno de Unidad Nacional para poner en marcha una transición cuyo última instancia sería la convocatoria de unas elecciones generales, libres y transparentes.

   Al margen de la controversia que ya ha comenzado a generarse en torno a la necesidad o no de convocar un plebiscito y a las dificultades técnicas y las situaciones de violencia que acarrea la celebración de una consulta electoral en Venezuela de esta naturaleza, en 1600 centros de votación instalados en plazas públicas, iglesias católicas y templos evangélicos del país, y en 108 centros que se instalarían en el exterior, lo cierto es que el objetivo de la oposición abre un capítulo inédito en la historia nacional: la confrontación entre un Estado declarado en defensa radical del orden democrático y la Constitución y otro comprometido, también radicalmente, a conservar a sangre y fuego el poder hegemónico según el modelo cubano. Entonces tendríamos que admitir la existencia, sobre un mismo territorio, de dos Estados paralelos irreconciliables, es decir, de imposible convergencia. Una confrontación cuya solución, fatalmente, pasaría por la intervención de un árbitro, que como suele ocurrir en estas circunstancias, sería forzosamente el árbitro militar. Con todas sus consecuencias. Las más deseables, por supuesto, pero también las más indeseables.    

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