Cuba está inmersa en un proceso acelerado de normalización de sus relaciones exteriores. El reflejo más visible del comienzo de ese deshielo fue la visita en marzo del año pasado del presidente Obama, un acontecimiento —la visita de un presidente estadounidense— para el que tuvieron que transcurrir 88 años.
A Obama ya se le había adelantado el presidente francés, François Hollande, que había visitado la isla en mayo de 2015, convirtiéndose así en el primer jefe de Estado o de Gobierno europeo en visitar Cuba tras el anuncio de restablecimiento de relaciones diplomáticas entre EE UU y Cuba en diciembre de 2014. Y le siguió en noviembre de 2016 Justin Trudeau, el primer ministro de Canadá, con quien Cuba también mantiene importantes lazos económicos.
Más recientemente, en julio de este año, la Unión Europea revocó la llamada “posición común”, en vigor desde 1996, que condicionaba las relaciones entre Cuba y la UE al avance democrático y en derechos en la isla, abriendo así también su propio periodo de deshielo en las relaciones políticas, económicas y culturales entre Bruselas y La Habana.
Con esos antecedentes, el anuncio del ministro de Exteriores, Alfonso Dastis, sobre la próxima visita a Cuba del rey Felipe VI debe ser bienvenido. Si acaso, podría ser criticado por su tardanza: no es de recibo que España no esté presente en Cuba con una intensidad acorde con la profundidad de sus lazos históricos y culturales y la importancia de la isla para los intereses económicos y comerciales de España. Resulta inexplicable que haya que remontarse casi 20 años, a 1999, para encontrar al jefe del Estado, el rey Juan Carlos, en La Habana, y que esa presencia solo fuera posible en el contexto de una cumbre iberoamericana, no como una decisión propia.
Si algo ha demostrado el tiempo es que las posiciones de fuerza sobre Cuba, estadounidenses o europeas, no han conseguido sus objetivos. Aceptar ese hecho y revisar dichas políticas no supone renunciar a la democratización de la isla ni dar la espalda a las legítimas aspiraciones de los cubanos a dotarse de un régimen de derechos y libertades como el que disfrutan sus vecinos latinoamericanos o socios europeos. Simplemente supone reconocer que los medios, los instrumentos de acción, deben cambiar y que es mejor estar cerca de Cuba cuando se produzcan los cambios que, inevitablemente, han de producirse, que lejos, aislados y sin capacidad alguna de influencia.
Es en ese papel de representación de los intereses y valores de España, así como de articulación de una comunidad iberoamericana de valores, en el que el rey Felipe VI aparece como un instrumento de política exterior especialmente valioso que debe ser aprovechado al máximo. Su reciente visita de Estado a Reino Unido es un buen ejemplo de cómo estar presente en un país y hacer valer los intereses de España sin que de ello se deduzca endosar políticas —como el Brexit— con las que el Gobierno español legítimamente discrepa. Con su presencia en Cuba, Felipe VI no respaldará a un Raúl Castro en retirada, sino a una sociedad, la cubana, al lado de la cual España tiene el derecho y la obligación de acompañar en los momentos de cambio que se avecinan.