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Un polo de reliquias para Fidel Castro

Raúl Castro ante la sepultura de Fidel Castro, Santa Ifigenia, Santiago de Cuba. (EL19DIGITAL)

La contigüidad de la sepultura de Fidel Castro al mausoleo de José Martí en el cementerio santiaguero de Santa Ifigenia era ya una representación de La historia me absolverá y el reparto de las autorías intelectual y factual que el primero estableciera para justificar su ataque al cuartel Moncada.

Ahora, el acercamiento de los restos de Carlos Manuel de Céspedes y de Mariana Grajales a la sepultura de Castro es la puesta en escena del discurso «Cien años de lucha», que intentó configurar una sola revolución, iniciada por el Padre de la Patria en 1868, triunfante en 1959 y vibrante en 1968.

Al lugar de adoración del comandante en jefe han venido a sumarse representantes de cada una de las guerras de liberación. (Dado el escándalo que habría sido acarrear desde El Cacahual los restos del lugarteniente general Antonio Maceo, debió optarse por su representación materna, Mariana Grajales).

La explicación oficial de estos cambios habla de facilitarle el tránsito a turistas y visitantes, de construir un mejor circuito turístico dentro del cementerio santiaguero. Se avecina el primer aniversario del fallecimiento de Fidel Castro y acaban de celebrar el cincuentenario de la muerte de Ernesto «Che» Guevara. La creación de un polo de reliquias permitiría a Santa Ifigenia competir en visitas con el mausoleo de Santa Clara.

En vida, Fidel Castro fue proclive a esta clase de operaciones simbólicas. Durante las protestas de 1947 contra el presidente Ramón Grau San Martín, llevó la campana de La Demajagua, aquella que Céspedes tocara a rebato, desde Manzanillo hasta la Colina Universitaria. Cuatro años después, promovió el traslado del cadáver de Eduardo Chibás al recinto universitario, lo cual le permitió ganar presencia y visibilidad en la guardia de honor. Y luego, dispuesta la partida hacia el Cementerio de Colón, pidió cargar con el cadáver rumbo al Palacio Presidencial con el objetivo de derrocar a Carlos Prío Socarrás.

Una escena del documental Looking for Fidel (2005), el segundo que le dedicara Oliver Stone, muestra a un Fidel Castro preocupado por su tiempo póstumo. Menciona a Egipto, quizás por ser la gran cultura de los preparativos mortuorios, quizás porque la momificación leninista cabía entre sus alternativas, y avisa de que no le gustaría correr la suerte de aquellos faraones que terminaron tan lejos de sus tumbas, exhibidos como momias en los museos occidentales.

Se trata de un raro atisbo de lo que pensaba acerca de su destino póstumo. Fidel Castro descartaba para sí un destino de faraón fuera de la pirámide. La cremación, que ha sido la solución procurada a su caso y al de la mayor parte de sus oficiales y burócratas, esquiva exitosamente la profanación del cadáver. Llegada la hora en que se vengan los contrarios, estos no encontrarán esqueleto que violar. Las cenizas existen propiamente para ser dispersadas. Cremado el cadáver, la venganza contra él se hace polvo.

Asimismo, queda suprimida la eventualidad de que el cráneo o los huesos largos acaben sirviendo en algún rito religioso. En su libro Los brujos de Chávez. La magia como prolongación de la política, el periodista David Placer historia las violaciones de tumbas de presidentes venezolanos, con la única excepción de la mastodóntica sepultura de Rómulo Gallegos. Los trabajos de Palo Monte, impulsados en Venezuela por los servicios de inteligencia cubanos, tienen en alta estima los huesos de presidentes, en la convicción de que quienes ejercieron el poder político resultan, en la muerte, los mejores agentes para garantizarlo.

La nomenclatura castrista, imbuida como parece estar de estas creencias o por lo menos respetuosa de ellas, teme a la profanación de cadáveres y a los servicios de ultratumba a los que puedan obligarlos. Para alguien como Fidel Castro y sus acólitos, tendría que ser agobiante la perspectiva de obedecer servilmente a voluntades ajenas.

Rodear sus cenizas de cadáveres ilustres (si es que de veras se encuentran depositadas en la sepultura de Santa Ifigenia sus cenizas), obedece menos a facilitar y promover el turismo que a dotar de protección al difunto comandante en jefe. El Padre de la Patria y la madre de Maceo, más la cercanía de Martí, lo dotan de un cuerpo de guardias ultraterrenos. Es protección mágica o simplemente histórica porque, no importa cuánto pueda desestimarse la lógica de ciertos credos, la administración de la memoria histórica no deja de beber en las fuentes del pensamiento mágico.

Por su parte, Raúl Castro ha arreglado que su cadáver termine en otro nudo funerario, construido en tierras del antiguo Segundo Frente, en las montañas que rodean a Santiago de Cuba. Ese megalito fue el modelo seguido para la sepultura de Fidel Castro. Allí se encuentran depositadas  las cenizas de su esposa, Vilma Espín, y unas letras de bronce avisan del futuro ocupante. Menos dado a lo histórico que a lo sentimental (que elija el lector en cuál sentido estricto), él ha querido que en proximidad a su tumba y la de su esposa repose el bailarín español Antonio Gades.

Raúl Castro, que se ha mostrado incapaz de visitar los sitios devastados por el huracán Irma y se niega a mostrar empatía por los damnificados, ha reservado sus últimas apariciones públicas para cuestiones funerarias (con la excepción de un recibimiento a Nicolás Maduro). Presidió la celebración del cincuentenario de la muerte de Ernesto «Che» Guevara en el mausoleo de Santa Clara, así como la inauguración del polo de reliquias de Santa Ifigenia. Desentendido de los vivos y del presente, se ocupa únicamente de los muertos y de lo conmemorativo.

La alta jefatura cubana, tildada justamente de geriátrica, se está poniendo tanática ahora. Son la muerte y los preparativos funerarios las cuestiones que más parecen interesarle.

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