Amnistía para la casta
Tras criticar durante años los privilegios de nuestros representantes, Podemos reclama la inmunidad para ciertos delitos y ciertos delincuentes.
Si para algo ha servido el procés es para obligar a los partidos a posicionarse con respecto a un buen número de asuntos, de modo que la política española parece hoy menos un baile de máscaras.
Ha habido pocas sorpresas en las filas del PP, PSOE y Ciudadanos, pero alguna más en Podemos. Podemos se precia de ser el partido que nació para canalizar y articular institucionalmente la indignación que había tomado las calles de España durante las manifestaciones del 15-M. En aquellas protestas se mezclaron dos factores para un cóctel efervescente: por un lado, la angustia económica de un país que tenía las colas del paro más largas de Europa; por el otro, el hartazgo de una ciudadanía que pasaba penalidades al tiempo que percibía que había unas élites florecientes, y en no pocos casos corruptas, que no habían dejado de lucrarse ni siquiera en los años más duros de la crisis.
El concurso de la recesión espoleó la intransigencia de los españoles para con las malas prácticas que políticos y grandes empresarios, en un compadreo de cócteles y palcos, habían ejercido durante décadas, imperturbables, casi invulnerables. Fue así como las plazas de nuestro país se poblaron de pancartas y consignas que apremiaban a poner fin a lo que se percibía como una corrupción normalizada e impune. Después, ese descontento nutrió de votos a Podemos y también a Ciudadanos, hasta transformar por completo el viejo paisaje parlamentario que durante tanto tiempo había dominado el bipartidismo.
Sin embargo, una vez en las instituciones, las formación morada se liberó de la prisa por acometer grandes cambios. Hace unos años, Alfonso Guerra dijo que una vida dedicada a la política le había servido para comprender que “lo verdaderamente revolucionario es el reformismo”. Pero Pablo Iglesias no es un reformista, acaso tampoco un revolucionario, y Podemos ha estado casi siempre por el colapso. Espera la quiebra del modelo constitucional del 78 para poder edificar un régimen que esté a la altura de sus aspiraciones democráticas. El problema es que ello puede ser como esperar la segunda venida de Cristo. Y, así, a fin de acortar los plazos, Iglesias ha trazado una estrategia rupturista de alianza con el separatismo de la periferia.
Esa coalición discursiva implica, sin embargo, el abandono definitivo de las aspiraciones regeneracionistas de Podemos. Ya no se trata solo de que la formación haya renunciado a liderar desde el parlamento la lucha contra la corrupción y los privilegios políticos. En los últimos meses ha comenzado a tramitarse una proposición de ley de Ciudadanos, un plan de choque contra la corrupción que garantiza la protección de quienes denuncien irregularidades en la administración, impide la participación política de los encausados por estos delitos, establece el cese inmediato de los altos cargos imputados, regula la actividad del lobby para sacarla de la penumbra, prohíbe los indultos por corrupción, tipifica el delito de enriquecimiento ilícito, obliga a los partidos a responder con su patrimonio por los desfalcos de sus miembros, protege la independencia de los funcionarios y elimina los plazos máximos de instrucción penal que tantas veces acaban en la impunidad de los tramposos.
Podemos olvidó la tesis once de Marx sobre Feuerbach: había hecho grandes esfuerzos por interpretar la España posterior a la burbuja, pero se dejó el aliento en el relato y ya no le quedaron fuerzas para transformarla. Así, no solo ha desertado de sus viejas ambiciones de regeneración, cediendo ese papel a otros partidos del arco parlamentario, sino que parece haberse pasado al enemigo. Esta semana, y a raíz de las detenciones de varios exconsellers del Govern, Pablo Iglesias escribió en Twitter: “Me avergüenza que en mi país se encarcele a opositores. No queremos la independencia de Cataluña pero hoy decimos: libertad presos políticos”. Es una declaración que transmite no poca información valiosa.
Cabría empezar por señalar lo obvio: que en España no hay presos políticos. No hay en nuestro código penal delitos políticos. Lo que sí prevé nuestro ordenamiento es que haya políticos que cometan delitos. Y este es el caso ante el que nos encontramos. Pero no es esto lo que le molesta a Iglesias. Su queja no es que haya eventuales, hipotéticos presos políticos, pues este hecho nunca le ha ofendido cuando en otras partes del mundo han llevado a la cárcel a quienes no pensaban como él. Su protesta se debe a que los que hoy duermen entre rejas forman parte de su alianza contra el régimen del 78. Para ellos, por tanto, no cabe aplicar los fríos criterios legalistas que nos administrarían a cualquier trabajador mediano.
El discurso de Iglesias encierra un elitismo indisimulado, un alineamiento por arriba con unas élites para las que se exige un tratamiento diferenciado amparado en su estatus político. Después muchos años clamando contra los privilegios y los aforamientos de nuestros representantes, descubrimos ahora, algunos con más sorpresa que otros, que Podemos reclama la inmunidad para ciertos delitos y ciertos delincuentes. También, que la amnistía será su promesa estrella en la campaña de las elecciones del 21 de diciembre.
Apartadas quedan las ambiciones de mejorar la vida de los trabajadores, los que pagan impuestos y cumplen las leyes y a duras penas llegan a fin de mes, ahora postergados por la urgencia en socorrer a un puñado de burgueses temerarios: rebelión, sedición y malversación son los nuevos libertad, igualdad y fraternidad. Nunca antes un líder político había delineado de forma tan clara esa frontera que separa a los de arriba de los de abajo, nunca antes habíamos contemplado con tanta lucidez y transparencia el significado de casta.