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Armando Durán / Laberintos: Nuevo fracaso del «diálogo» régimen chavista-oposición

 

   Este sábado, al caer la noche, Danilo Medina, presidente de República Dominicana bajo cuyo auspicio representantes de Nicolás Maduro y de una parte de la oposición venezolana protagonizaron durante dos días un diálogo que se pospone, se suspende y se reanuda desde hace 15 años, anunció con indiferencia diplomática que el encuentro había terminado pero sin llegar a ningún acuerdo. Añadió, sin embargo, que las conversaciones continuarán dentro de dos semanas y justificó este rotundo fracaso con un lugar común de muy infeliz simpleza: “Es mejor ir despacio para que las cosas salgan mejor.”

   Por su parte, Julio Borges, presidente de la Asamblea Nacional hasta el próximo mes de enero, presentado por el animador del acto de clausura como “jefe de la oposición”, que ciertamente no lo es, añadió leña al fuego de un pesimismo que ya no parece tener remedio. “Hemos defendido en nombre del pueblo”, sostuvo como si veras creyera en lo que estaba diciendo, “cada uno de los puntos, veremos si en la reunión del 15 de diciembre se pueden acercar las posiciones.” Una afirmación muy misteriosamente modesta, acercar las posiciones y sólo eso, si la comparamos con la contundente declaración que hizo en Caracas antes de viajar a Santo Domingo, cuando en uso de la más ramplona retórica politiquera manifestó que “vamos a buscar restituir los derechos que han perdido los venezolanos.”

   Lo cierto es que basta una sola palabra, “nada”, para describir con exactitud lo ocurrido estos días en la capital dominicana. En realidad, este triste desenlace estaba previsto. Los dirigentes del sector dialogante podrán decir y repetir hasta la saciedad que tarde o temprano, con puros argumentos dialécticos, lograrán convencer al régimen de rectificar sus erradas políticas públicas, causantes de la actual crisis general que devasta a Venezuela como nación, pero todos, incluyéndolos a ellos, sabemos que la circunstancia política de Venezuela es otra. El proyecto que Hugo Chávez puso en marcha hace casi 20 años, por definición, no contempla la menor posibilidad de modificar ahora ni nunca el rumbo emprendido entonces. Basta un simple ejemplo. Borges y la cúpula de los 4 partidos que gestionan lo que queda de la Mesa de la Unidad Democrática redujeron sin consultar a nadie la consigna de cambiar de presidente, gobierno y régimen en el menor tiempo posible, compromiso que produjo las grandes victorias opositoras desde su histórica aunque inútil victoria en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre de 2015 hasta las asombrosas movilizaciones populares que acorralaron al régimen desde el 2 de abril hasta el primero de agosto de este año, al muchísimo más humilde objetivo de convencer al régimen a abrir canales internacionales de asistencia humanitaria para aliviar la dramática escasez de alimentos y medicinas que sufren millones de venezolanos. No sabemos qué se dijo sobre este tema en los dos días de reuniones que concluyeron el sábado sin ninguna gloria, pero desde Caracas, Luis López, ministro de Salud, este mismo sábado al mediodía, declaró a la televisora oficial que “aquí nadie se arrodilla ante el imperio y mucho menos vamos a permitir que esta derecha imponga una supuesta ayuda humanitaria cuando nuestro pueblo está siendo atendido por el presidente Nicolás Maduro.”

   Esta es la dura, implacable realidad del proceso político venezolano, y ningún indicio permite presumir que vaya a producirse el menor cambio en los tiempos por venir. De ahí que uno se pregunte cuál es la enigmática razón por la que los dirigentes de Acción Democrática, Primero Justicia, Un Nuevo Tiempo y desde hace pocas semanas Voluntad Popular abandonaron las calles en el momento de mayor debilidad de Maduro con este argumento de hacerlo recapacitar, como si los males que afectan a la Venezuela chavista no fueran el resultado concreto de un proyecto político e ideológico cuyo porvenir no es negociable.

   Hace pocos días, ante la inminente reanudación de este diálogo que desde 2002 es la encerrona diseñada entonces por Chávez como mecanismo propicio para atenuar en casos extremos el poder de una fuerza opositora crecida circunstancialmente aquellos días por la gigantesca manifestación del 11 de abril y su encarcelamiento durante 47 horas, insistí en que no valía la pena recaer en el falso dilema de dialogar con el régimen o no. Sin la menor duda, las negociaciones son el mecanismo natural de toda sociedad democrática para superar sus diferencias, pero en el marco de las condiciones políticas y económicas que desde hace casi 20 años definen la naturaleza cada día más despótica y totalitaria del régimen, la utilidad de un eventual diálogo entre representantes del régimen y la oposición sencillamente carece de sentido. Vaya, que un auténtico entendimiento entre el régimen y la oposición es una experiencia ajena por completo a la Venezuela de hoy en día. A fin de cuentas, el desafío que desde hace 18 años le presenta el régimen al país es el mismo proyecto que a cañonazos trató Chávez de imponerle a los venezolanos aquel sangriento 4 de febrero de 1992. Ese es el aspecto central del único debate que pueden y deben abordar las muy diversas fuerzas políticas que dicen oponerse al régimen, obligadas hoy más que nunca a definir de una vez por todas el objetivo que de veras se persigue. ¿Tratar de curar con aspirinas y emplastes domésticos un cáncer que amenaza llegar muy pronto a ser terminal, o extirpar el mal de raíz antes de que sea demasiado tarde?

   En otras palabras. ¿Se trata de luchar para restaurar en el menor tiempo posible la democracia, el hilo constitucional y el estado de Derecho, metas que jamás se alcanzarán en una mesa de diálogo armada por José Luis Rodríguez Zapatero a la medida exacta de los intereses del régimen, o resignarse a continuar renunciando a todos los derechos con la única finalidad de obtener algunos “espacios”, por insignificantes que sean, para quienes una vez más acepten entrar por el angosto aro del colaboracionismo y la complicidad?

   O lo uno o lo otro. A este dilema se reduce la alternativa presente de la oposición. O seguir “negociando” a ver qué agarro, aunque sea fallo, o asumir el reto de una encrucijada sin precedentes en la historia nacional, que por supuesto no limita el campo de batalla a la urgencia de despejar las incógnitas más puntuales de la crisis, que no constituyen la esencia de la enfermedad que aqueja a Venezuela, sino que apenas son los síntomas más visibles de un mal que paso a paso se hace incurable. De manera muy particular en estos momentos, cuando el ensimismamiento de los dirigentes de MUD, más y más alejados de los anhelos de la gente, ha terminado por deslegitimizar la representatividad de la alianza opositora. Ingratas coordenadas que la noche del viernes le permitieron a Maduro felicitar alborozado a la MUD y a sus principales representantes en el cónclave de Santo Domingo, Julio Borges (Primero Justicia) y Luis Florido (Voluntad Popular) por su colaboración en el empeño del régimen por crear en Venezuela un clima de “convivencia y paz.” Un mensaje que en verdad, lamentablemente, lo dice todo.

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