La gran política ha muerto, y no pasa nada
El debate sobre las políticas de la identidad cae a menudo en la nostalgia de los grandes relatos de antaño.
A los que criticamos a la izquierda contemporánea nos encanta acusarla de elitista: ya no llega a las clases bajas, que no entienden su lenguaje influido por los estudios culturales ni sus debates sobre comida ecológica, veganismo, derechos de los animales y series de la HBO. Es una discusión que existe, con variaciones, al menos desde el 68. Es el debate sobre la cuestión de la clase, pero también el de la nación: la izquierda se ha fragmentado en infinidad de identidades, que a menudo no conversan entre ellas, y no ofrece un relato unificador, sea patriótico o clasista. En El Confidencial, Esteban Hernández y Víctor Lenore han profundizado en esto, a partir de la lectura de Mark Lilla (The once and future liberal, que publicará Debate pronto) y Jim Goad (Manifiesto redneck). También en Letras Libres Aurora Nacarino-Brabo ha escrito sobre este tema. Es algo curioso: un libro como el de Lilla, más estadounidense que la crema de cacahuete, provoca un debate en la izquierda española.
Es una acusación maliciosa, porque ataca el núcleo de lo que se entiende que es la izquierda: la defensa de los más débiles. A veces es un poco injusta. Usamos a los pobres como mercancía y arma política. Hay un cruce de acusaciones de elitismo y condescendencia: unos dicen que la izquierda universitaria (lo que los anglosajones llaman limousine liberal) no conoce el país real, otros dicen que la izquierda que se dice defensora real de la clase obrera en realidad desea que no deje de serlo, que no salga de la pobreza. De pronto, quienes nunca se han preocupado por las clases baja se convierten en sus defensores. A veces me recuerda a la derecha que de pronto se hace feminista para señalar las contradicciones de la izquierda feminista.
También hay una parte de este discurso, especialmente el influido por Mark Lilla y su libro sobre el liberalismo identitario, que cae en cierta nostalgia. The once and future liberal es un libro necesario y lleno de reflexiones interesantes. Habla de las eras o dispensations en las que una cultura política cambia y se establece una nueva, un poco al estilo de Thomas Kuhn y las revoluciones científicas. Lilla habla de dos: Roosevelt y Reagan. Lilla critica el neoliberalismo despersonalizado de Reagan y afirma que tras él hubo no solo un giro cultural e identitario en la izquierda, sino narcisista e individualista. Es decir, que la izquierda no propuso una nueva dispensation sino que adaptó en cierto modo la cultura política egoísta y la trasladó a las políticas de la identidad. Como dice de manera épica, “Están perdiendo porque se han retirado hacia las cuevas que se han hecho para ellos mismos donde antes había una gran montaña.”
Aunque Lilla se cubre las espaldas con varias frases epigramáticas y contundentes que demuestran su confianza en el futuro y el progreso (“Esto no significa que hay que volver al New Deal. Los liberales del futuro no pueden ser como los liberales de antaño; han cambiado demasiadas cosas. […] No hay un ‘otra vez’ en política, solo hay un futuro.”), hay un tono en general melancólico cuando habla de Roosevelt, de una época dorada en la que trabajadores sin camiseta, todos unidos, construyeron la gran presa Hoover en California y también un gran país de valores compartidos.
Lilla tiene razón al acusar a la izquierda de narcisista (no la tiene tanto, si miramos las encuestas y los datos, cuando piensa que la identidad y la corrección política fueron los culpables verdaderos de la derrota de los demócratas y la victoria de Trump) y hace un análisis muy inteligente sobre las políticas identitarias. “El liberalismo identitario ha dejado de ser un proyecto político y se ha convertido en uno evangélico. La diferencia es esta: el evangelismo trata de decirle la verdad al poder. La política trata de alcanzar el poder para defender la verdad.” Es una postura pragmática: “En una democracia la única manera significativa de defenderlas [las causas necesarias] -y no solo hacer gestos vacíos de reconocimiento y ‘celebración’- es ganando elecciones y ejerciendo el poder en el largo plazo, en cualquier nivel de gobierno.” No vale esperar a que todos vean la luz. Hay un párrafo donde compara la política con la pesca:
La política electoral es un poco como pescar. Cuando pescas te levantas pronto y vas a donde están los peces, no a donde desearías que estuvieran. Entonces metes el anzuelo en el agua. Cuando el pez se da cuenta de que lo has enganchado quizá se resista. Déjale; suelta un poco la caña. Tarde o temprano se calmará y puedes volver a tirar, con cuidado de no provocarlo innecesariamente. La estrategia de pesca de los liberales identitarios es permanecer en la orilla, gritando a los peces sobre los errores históricos que ha cometido el mar contra ellos, y la necesidad de que la vida acuática renuncie a su privilegio. Todo con la esperanza de que los peces confiesen colectivamente sus pecados y naden hacia la orilla para que los metan en las redes. Si esa es tu estrategia de pesca, mejor hazte vegano.
Los peces no van a venir a la red por mucho que pensemos que es lo mejor para el bien común. Y menos si ir hacia la red implica una expiación sobre los pecados propios. Es posible que los grandes relatos y los grandes líderes no vuelvan. Tampoco sirven las explicaciones unicausales, como la patria o la clase. No es algo necesariamente malo. Quizá hay buenas ideas diseminadas y fragmentadas en diversos discursos y opciones políticas; solo hace falta encontrar la manera de gestionar esa pluralidad sin matarnos unos a otros. Es el discurso de las coaliciones que defiende Lilla cuando no se pone nostálgico, o pensadores como Michael Walzer. Hay que sumar acuerdos de mínimos, en vez de esperar a que todos estemos de acuerdo.