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Argentina: la revolución de Macri tendrá que esperar

Argentina es un campo de batalla permanente que se regula por las vacaciones. Desde hace decenios, todas las discusiones políticas acaban en la calle. La tensión crece en diciembre, justo antes de las vacaciones de verano, después tiene un parón, y vuelve a finales de febrero, cuando arranca el curso escolar, casi siempre con huelgas. Mauricio Macri creía haber logrado desarmar esa dinámica con su victoria electoral en octubre de 2017, cuando ganó en Buenos Aires a Cristina Kirchner y dio un golpe al peronismo que entonces parecía definitivo. Pero la realidad de fondo de una economía destartalada, un país lleno de pequeñas islas de poder que Macri no logra desactivar y un imprevisto escándalo interno trabajan contra ese sueño del presidente de convertir Argentina en un país normal, similar por los menos a sus vecinos latinoamericanos, con una inflación de un dígito, precios normalizados, crédito extendido, y un mercado financiero razonable.

Las vacaciones se acaban otra vez en febrero, y la realidad se calienta de nuevo. El mes arranca con nuevos tarifazos de transportes –hasta 37%- luz -24%- sanidad privada –otro 4% después de varias subidas- que empujan de nuevo sobre la inflación más alta de Latinoamérica si se excluye la locura venezolana. La devaluación del 13% del peso en dos meses, que roza ya los 20 dólares, presiona también sobre los precios. Y los sindicatos, empujados por el incombustible líder camionero Hugo Moyano, ya calientan para una gran marcha el 22 de febrero.

El entorno de Macri está muy tranquilo. Aseguran que todo se irá reordenando poco a poco y que el presidente camina con seguridad hacia la reelección en 2019, lo que sí le permitiría soñar con un cambio radical del país en ocho años. Él mismo ha insistido esta semana en que este escepticismo que nota entre sus propias filas, entre muchos de los que le votaron, y que ha provocado una caída de su imagen en las encuestas –que a pesar de todo le mantienen como uno de los presidentes latinoamericanos mejor valorados- le ha perseguido toda su vida. Él trata de exorcizarlo: «Tenemos que encarar todas las transformaciones que necesitemos para crecer, sin miedo a aquellos que quieren seguir defendiendo sus privilegios. Vamos bien».

Macri, según su propio relato, vivió la desconfianza de su propio padre cuando lo puso al frente de alguna de sus empresas. Rompió con él y logró ser presidente de Boca Juniors, pero también los socios desconfiaban. Empezó fatal, pero después llevó al equipo al mejor momento de su historia. Después logró ser alcalde de Buenos Aires. También empezó muy mal, pero después de ocho años salió con una alta valoración. Y ahora está convencido de que logrará lo mismo como presidente de Argentina.

Sin embargo, los propios analistas cercanos al macrismo se empiezan a inquietar ante la evidencia de que dos años después de la victoria de Macri, la inflación no da tregua y la economía, aunque mejora –los últimos datos de crecimiento industrial son muy positivos- no está ni cerca de las expectativas que millones de argentinos pusieron en el cambio de ciclo con la llegada al poder de este multimillonario que no viene de ninguno de las formaciones históricas, radicalismo y peronismo.

La idea que se está instalando entre las clases medias de Buenos Aires, el centro de la política argentina y el lugar más afectado por las subidas de tarifas –porque antes fue el más subvencionado por el kirchnerismo precisamente por su importancia electoral- es que la revolución que Macri había prometido tendrá que esperar.

La batalla campal en la que derivó la última reforma de las pensiones aprobada en diciembre, con 88 policías heridos a pocos metros del Congreso, sirvió para recordar a todos, sobre todo al Gobierno, que en Argentina nadie manda nunca de forma absoluta. Y menos un presidente con minoría parlamentaria.

Una semana después de ese estallido en las calles, el equipo económico de Macri dio un giro a su política y admitió que le va a costar mucho más de lo previsto bajar la inflación. Un escándalo interno imprevisto, que estalló al publicarse que el ministro de Trabajo, Jorge Triaca, había pagado a su empleada doméstica en negro y la había colocado en un sindicato intervenido para completarle el sueldo, ha consolidado la idea de que Macri no podrá ir muy rápido con sus reformas. La laboral era precisamente una de las más polémicas, y Triaca, al que el presidente ha decidido mantener, es el principal negociador con los sindicatos.

Macri sigue teniendo la enorme ventaja de contar con una oposición dividida, dominada por un peronismo que no logra encontrarle sucesor a Cristina Fernández de Kirchner. El propio sindicalismo también está dividido. Incluso el todopoderoso Moyano, al que el presidente ha decidido enfrentarse con dureza, corre riesgo real de acabar en la cárcel, algo impensable hace unos años, cuando se enfrentaba a gobiernos peronistas. Eso y el rechazo que sigue generando en buena parte de la clase media el recuerdo de los últimos años del kirchnerismo suponen un colchón enorme para el macrismo. Nadie duda de que el presidente tiene fuerza para terminar el mandato e incluso para renovarlo. Pero lo que no está nada claro es que la tenga también para cambiar a fondo uno de los países más complejos de América.

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