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Armando Durán / Laberintos: El gran dilema latinoamericano

El próximo 11 de marzo los colombianos acudirán a las urnas para elegir un nuevo Senado y una nueva Cámara de Representantes. Apenas dos meses más tarde, el 27 de mayo, volverán a depositar sus votos en la primera vuelta de la elección presidencial. Según todas las encuestas, Gustavo Petro, ex guerrillero del M-19 y polémico alcalde de Bogotá entre 2012 y 2015, se alzará ese día con el triunfo, pero ni él ni ninguno de los otros candidatos obtendrá la mitad más uno de los votos válidos emitidos, exigencia que establece la legislación electoral colombiana. Esta circunstancia obligará a los dos candidatos más votados a competir de nuevo el 17 de junio en una decisiva segunda vuelta electoral.

Pocos días después, el primero de julio, a los mexicanos también les corresponderá elegir a su próximo presidente. Y como en Colombia, los sondeos de opinión indican que si las elecciones se celebraran hoy, el próximo presidente de México sería también un candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, ex jefe del Gobierno del Distrito Federal entre 2000 y 2005, y fundador del Partido de Renovación Nacional (MORENA). Con una diferencia: En México poco importa la cantidad de votos o el porcentaje que obtenga el ganador; basta que llegue de primero. Derrotado en las elecciones federales de 2006 y 2012, en esta ocasión, López Obrador, le bastaría ese poco más de 23 por ciento de respaldo popular que le atribuyen los sondeos de opinión para mandar de vuelta a sus casas a Ricardo Anaya, del conservador Partido de Acción Nacional (PAN), quien obtendría 20 por ciento de los voto, José Antonio Meade, del oficialista Partido Revolucionario Institucional (PRI), con 18 por ciento, y por supuesto a todos los demás.

Lo significativo de estas dos elecciones, sin embargo, es que las eventuales victorias de Petro y López Obrador implicarían un cambio de gran hondura en la cambiante realidad política latinoamericana. Recordemos que el proyecto más ambicioso de Hugo Chávez al conquistar la Presidencia de Venezuela en las elecciones de diciembre de 1998, fue la expansión de su “revolución bolivariana” por todo el continente, no por la vía de la lucha armada, como lo habían intentado infructuosamente Fidel Castro y Ernesto Che Guevara, sino por el imprevisto medio de una circunvalación electoral. Como había hecho él. De ahí que en su discurso de toma de posesión del 4 de febrero de 1999, Chávez se sintió en la obligación de referirse a la famosa sentencia con que Carl von Clausewitz había definido la guerra como la prolongación de la política por otros medios, para sostener todo lo contrario. “La política”, afirmó ese mediodía, “es la guerra por otros medios.” En la práctica, esto consistió en emplear el carácter carismático de su liderazgo y los inmensos recursos financieros de la industria petrolera venezolana, primero, para financiar la toma del poder de los candidatos de izquierda por la vía de los votos; después, para ayudarlos a redactar constituciones que permitieran establecer las coordenadas de una nueva y radicalmente distinta estructura política y social del Estado, sin violentar formalmente la legalidad democrática que se pretendía abolir; por último, con el fin de impulsar una gran alianza continental de fuerzas políticas de izquierda para dinamitar desde dentro los fundamentos democráticos y reproducir progresivamente la experiencia cubana. Resultado de ese costoso proyecto de integración política, que llegó a abarcar a naciones poderosas como Argentina y Brasil, y a otras más pequeñas, como Bolivia, Ecuador, Nicaragua y algunas islas del Caribe, a la hora de su muerte, Chávez podía jactarse de haber articulado un formidable desafío político a Washington.

El derrumbe del mercado petrolero a raíz de la crisis financiera de 2008, la muerte prematura de Chávez y la incompetencia sistemática de los recursos materiales de Venezuela, que ciertamente no eran infinitos como suponía Chávez, transformaron a la rica y moderna Venezuela en uno de los países más atrasados y miserables del hemisferio. A ello se deben, sin la menor duda, las derrotas del chavismo en Perú y Argentina a manos de Pedro Pablo Kuczynski y de Mauricio Macri, y la reciente reelección de Sebastián Piñera en Chile. También sin duda propiciaron que el nuevo presidente ecuatoriano, Lenin Moreno, a pesar de ser hombre de la mayor confianza de Rafael Correa, muy pronto le diera la espalda a su mentor. Mientras tanto, el escándalo Odebrecht provocó la destitución de la presidenta Dilma Rousseff, le arrebató a Luis Inázio Lula da Silva su esperanza de volver a la presidencia de su país y dejó al Foro de San Pablo sin el oxígeno institucional que le había permitido convertirse en referencia ideológica de las izquierdas latinoamericanas. Cambios que, sumados a la sustitución de Barack Obama por Donald Trump, han terminado por despojar a Venezuela y a Cuba de sus principales asideros hemisféricos.

En los próximos meses, esta nueva correlación de fuerzas puede volver a cambiar, gracias a la radicalización del régimen venezolano a partir del simulacro electoral convocado por sus “autoridades” electorales para el 22 de abril y hace pocos días pospuesto para el 20 de mayo y a los eventuales triunfos de Petro en Colombia, quien ya ha anunciado que su primera medida al asumir la Presidencia sería convocar la elección de una Asamblea Nacional Constituyente para redactar una nueva constitución para Colombia, clara aplicación de la estrategia chavista, y de López Obrador en México.

Mauricio Macri – Michel Temer – Pedro Pablo Kuczynski

   Al peligro que representan la eventual consolidación de la dictadura en Venezuela y las probables victorias electorales de la izquierda en Colombia y México, debemos añadir el efecto tóxico que podrían llegar a tener las protestas sociales y los escándalos de corrupción que comienzan a acosar a los gobiernos de Kuczynski, Macri y Temer, la insistencia de Evo Morales en volver a reelegirse a pesar de que las leyes de Bolivia se lo prohíben expresamente y la desesperada ofensiva que Cuba y Venezuela al convocar un encuentro de “organizaciones sociales” latinoamericanas en Lima los mismos días de la Cumbre de las Américas, para “contrarrestar” lo que el diario Granma, órgano oficial del Partido Comunista cubano califica como contraofensiva de la derecha continental “para promover el proyecto económico de la Alianza del Pacífico y los intereses políticos del Grupo de Lima.” Se trata de un acto similar a la anti-cumbre del ALBA, convocada por Chávez en Mar de Plata en paralelo a la IV Cumbre de las Américas que se celebró en noviembre de 2005 en Buenos Aires, y que en esta ocasión empleará Maduro para denunciar el giro que Trump le ha dado a las relaciones exteriores de Estados Unidos con respecto a América Latina y para burlar la prohibición de ingreso de Maduro a Perú acordado por del gobierno peruano con el respaldo de los gobiernos del Grupo de Lima. Una anti-cumbre, que con la simple participación de Maduro, adquirirá un indiscutible y desafiante carácter subversivo, que a todas luces generará esos días en Lima un clima político explosivo que acaparará toda la atención de los medios de comunicación del mundo. Todo ello a la medida exacta de los intereses del eje La Habana-Caracas.

Esta situación irregular, a la que muy pronto se añadirán el simulacro electoral de Venezuela y las elecciones presidenciales de Colombia y México, por indeseable que resulte, reabrirá en América Latina un dilema, democracia burguesa o revolución socialista a la manera cubana, que parecía haber sido sepultado bajo las ruinas del muro de Berlín y de la Unión Soviética. Por fortuna, sin la amenaza de un conflicto nuclear, como estuvo a punto de estallar en octubre de 1962 con la llamada crisis cubana de los cohetes, pero con fuerza y dramatismo suficientes para alterar a fondo la realidad política de América Latina y la relación entre las dos Américas. Un dilema que también obligará a los latinoamericanos, aunque prefieran hacer como si en verdad nada extraordinario sucediera o estuviera a punto de suceder, a tomar partido y sufrir las consecuencias de una confrontación política e ideológica que muy equivocadamente se creía superada para siempre.

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