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El Partido Republicano está organizado alrededor de un individuo

Lo cual es peligroso.

Todos los presidentes, republicanos y demócratas, buscan reconstruir su partido a su propia imagen. Donald Trump ha tenido más éxito que la mayoría. Desde el principio, los votantes que él hipnotizaba en la campaña lo abrazaron más fervientemente de lo que los republicanos del Congreso estaban dispuestos a admitir. Después de 15 meses en el poder, como explica nuestro informe, Trump se ha adueñado del partido. Es un logro extraordinario para un hombre que nunca había vivido en Washington, DC, que nunca había ocupado cargos públicos, que se jactaba de hostigar mujeres y que, tan recientemente como 2014, era un donante de los odiados demócratas.

El principio organizador del partido Republicano bajo Trump es la lealtad. No, como con los mejores presidentes, la lealtad a un ideal, una visión o a un programa legislativo, sino a un solo hombre — Donald J. Trump — y al prejuicio y la rabia que consumen la base de votantes que, en ocasiones, incluso él tiene problemas para controlar. En Estados Unidos ello no tiene precedentes y es peligroso.

Entendemos que algunos de nuestros lectores republicanos estén molestos con esta nota. Dirán que nuestra crítica revela más sobre nosotros y nuestro supuesto elitismo que sobre Trump. Pero no estamos hablando aquí de las políticas de la actual administración, algunas de las cuales apoyamos, muchas de las cuales no,  y todas las cuales deben ser debatidas sobre sus méritos. La preocupación más grande y más urgente es el temperamento y el estilo de gobierno de Donald Trump. La lealtad sumisa a un hombre y la rabia que él alimenta e incita es una amenaza a la brillante democracia que el mundo ha tomado a menudo como su ejemplo.

No qué, sino cómo

El control del partido por parte del Sr. Trump tiene sus raíces en el tribalismo  sin contemplaciones que se apoderó de la política norteamericana mucho antes de él convertirse en Presidente. En el pasado la Oficina Oval ha tenido ocasionalmente narcisistas, algunos de los cuales mintieron, sedujeron, intimidaron o socavaron las normas presidenciales. Pero ninguno se ha comportado tan descaradamente como Trump.

En el corazón de su sistema de poder está el desprecio por la verdad. En una memoria publicada esta semana (véase Lexington), James Comey, a quien el Sr. Trump destituyó como director del FBI, se lamenta de «la mentira que está sobre todas las cosas, grandes y pequeñas, al servicio de algún código de lealtad que pone a la organización por encima de la moralidad y por encima de la verdad«. Trump no distingue -tal vez no puede- entre hechos y falsedades. Como empresario y en la campaña electoral se comportó como si la verdad fuera cualquier cosa con la que él pudiera salirse con la suya. Y, como Presidente, Trump seguramente cree que su poder significa que puede salirse con la suya en muchas ocasiones.

Cuando el poder domina la verdad, la crítica se convierte en traición. Los críticos no pueden apelar a hechos neutros y permanecer leales, porque los hechos no son neutrales. Como Hannah Arendt escribió sobre las décadas de los 20 y 30, cualquier declaración de hecho se convierte en una cuestión de motivo. Así, cuando H.R. McMaster, un ex asesor de seguridad nacional, dijo (incontrovertiblemente) que Rusia había interferido en la campaña electoral, Trump consideró sus palabras como imperdonablemente hostiles. Poco después fue despedido.

El culto a la lealtad al actual Presidente y su base afecta al Gobierno de tres maneras. En primer lugar, la formulación de políticas sufre ya que, en lugar de un programa coherente, Estados Unidos se somete al gobierno por impulso — odio, nativismo, mercantilismo — fuera del alcance del argumento empírico. Su primer año ha incluido logros: la aprobación de un gran recorte de impuestos, una reversión regulatoria y el nombramiento de jueces conservadores. Pero la mayor parte de su formulación de políticas está marcada por el caos más que por un propósito. Primero estuvo en contra del acuerdo comercial Trans-Pacífico, luego a favor, para luego volver a oponerse.  A favor del control de armas, para después proponer, en su lugar, armar a los docentes.

En segundo lugar, los convenios que apuntalan los límites constitucionales del Presidente han sido víctimas del egoísmo descuidado de Trump. David Frum, quien fuera parte del equipo escritor de discursos para George W. Bush, enumera algunos que el actual presidente ha roto (y cuánto tiempo se habían observado): la negativa a revelar su declaración de impuestos (desde Gerald Ford), ignorar las reglas de conflicto de intereses (Richard Nixon), dirigir un negocio por lucro (Lyndon Johnson), nombrar parientes en puestos de alto nivel de la administración (John F. Kennedy) y enriquecimiento familiar por clientelismo (Ulises S. Grant).

Y en tercer lugar, Trump considera que los que se interponen en su camino no son oponentes, sino malvados o corruptos o traidores. Trump y su base dividen a los republicanos en buenas personas que lo apoyan y gente mala que no lo hace -una razón por la que un número récord de 40 republicanos del Congreso, incluyendo el  Portavoz de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, no buscará la reelección-. Los medios de comunicación que lo apoyan son leales fervientes; los que no, son enemigos del pueblo. Las investigaciones judiciales realizadas por Robert Mueller sobre sus vínculos comerciales y políticos con Rusia son para Trump una profunda conspiración estatal. Al parecer, Trump está considerando el despido del Sr. Mueller o de su jefe en el Departamento de Justicia. Sin embargo, si un Presidente no puede ser investigado sin que ello sea considerado como un acto de traición, entonces, como un rey, él está por encima de la ley.

La mejor reprimenda al solipsismo de Trump sería la derrota republicana en las urnas, comenzando con las elecciones de mitad de período, el próximo mes de noviembre, lo cual está todavía por suceder. Pero la base republicana del presidente, agitada por sus leales medios de comunicación, no muestra ninguna señal de ablandamiento. Las encuestas sugieren que sus miembros creen abrumadoramente al Presidente, y no al señor Comey. Para ellos, la crítica desde las instituciones es una prueba de que Trump debe estar haciendo algo bien.

Reflexionar, mirar al futuro y examinarse

Pero la responsabilidad también recae en los republicanos que saben que  Trump es perjudicial para los Estados Unidos y para el mundo. Se sienten inmovilizados, porque no pueden ganar elecciones sin la base de Trump, pero, por igual, no pueden intentar atacar a Trump y su base sin ser considerados traidores.

Esos republicanos necesitan reflexionar sobre cómo el hablar sin reservas se reflejará en su legado. Preocupados por el futuro de su partido, deben recordar que la creciente diversidad racial de Estados Unidos significa que apoyar políticas nativistas los conducirá eventualmente al desierto electoral. Y, por el bien de su país, necesitan aprobar un proyecto de ley para proteger contra el sabotaje la investigación del Sr. Mueller. Si la lealtad a Trump le garantiza impunidad, ¿quién sabe a qué más se atreverá? George Mason, hablando a la Convención Constitucional en 1787, lo señaló de la mejor forma posible: «¿Estará ese hombre que cometa la mayor injusticia, por encima de [la justicia]?»

Traducción: Marcos Villasmil


NOTA ORIGINAL:

The Economist

The Trump presidency

The Republican Party is organised around one man

That is dangerous

ALL presidents, Republican and Democrat, seek to remake their party in their own image. Donald Trump has been more successful than most. From the start, the voters he mesmerised in the campaign embraced him more fervently than congressional Republicans were ready to admit. After 15 months in power, as our briefing explains, he has taken ownership of their party. It is an extraordinary achievement from a man who had never lived in Washington, DC, who never held public office, who boasted of groping women and who, as recently as 2014, was a donor to the hated Democrats.

The organising principle of Mr Trump’s Republican Party is loyalty. Not, as with the best presidents, loyalty to an ideal, a vision or a legislative programme, but to just one man—Donald J. Trump—and to the prejudice and rage which consume the voter base that, on occasion, even he struggles to control. In America that is unprecedented and it is dangerous.

Already, some of our Republican readers will be rolling their eyes. They will say that our criticism reveals more about us and our supposed elitism than it does about Mr Trump. But we are not talking here about the policies of Mr Trump’s administration, a few of which we support, many of which we do not and all of which should be debated on their merits. The bigger, more urgent concern is Mr Trump’s temperament and style of government. Submissive loyalty to one man and the rage he both feeds off and incites is a threat to the shining democracy that the world has often taken as its example.

Not what, but how

Mr Trump’s takeover has its roots in the take-no-prisoners tribalism that gripped American politics long before he became president. And in the past the Oval Office has occasionally belonged to narcissists some of whom lied, seduced, bullied or undermined presidential norms. But none has behaved quite as blatantly as Mr Trump.

At the heart of his system of power is his contempt for the truth. In a memoir published this week (see Lexington) James Comey, whom Mr Trump fired as director of the FBI, laments “the lying about all things, large and small, in service to some code of loyalty that put the organisation above morality and above the truth”. Mr Trump does not—perhaps cannot—distinguish between facts and falsehoods. As a businessman and on the campaign he behaved as if the truth was whatever he could get away with. And, as president, Mr Trump surely believes that his power means he can get away with a great deal.

When power dominates truth, criticism becomes betrayal. Critics cannot appeal to neutral facts and remain loyal, because facts are not neutral. As Hannah Arendt wrote of the 1920s and 1930s, any statement of fact becomes a question of motive. Thus, when H.R. McMaster, a former national security adviser, said (uncontroversially) that Russia had interfered in the election campaign, Mr Trump heard his words as unforgivably hostile. Soon after, he was sacked.

The cult of loyalty to Mr Trump and his base affects government in three ways. First, policymaking suffers as, instead of a coherent programme, America undergoes government by impulse—anger, nativism, mercantilism—beyond the reach of empirical argument. Mr Trump’s first year has included accomplishments: the passage of a big tax cut, a regulatory rollback and the appointment of conservative judges. But most of his policymaking is marked by chaos rather than purpose. He was against the Trans-Pacific trade deal, then for it, then against it again; for gun control, then for arming teachers instead.

Second, the conventions that buttress the constitution’s limits on the president have fallen victim to Mr Trump’s careless selfishness. David Frum, once a speechwriter for George W. Bush, lists some he has broken (and how long they have been observed): a refusal to disclose his tax return (since Gerald Ford), ignoring conflict-of-interest rules (Richard Nixon), running a business for profit (Lyndon Johnson), appointing relatives to senior posts in the administration (John F. Kennedy) and family enrichment by patronage (Ulysses S. Grant).

And third, Mr Trump paints those who stand in his way not as opponents, but as wicked or corrupt or traitors. Mr Trump and his base divide Republicans into good people who support him and bad people who do not—one reason why a record 40 congressional Republicans, including the House Speaker, Paul Ryan, will not seek re-election. The media that are for him are zealous loyalists; those that are not are branded enemies of the people. He has cast judicial investigations by Robert Mueller into his commercial and political links with Russia as a “deep-state” conspiracy. Mr Trump is reportedly toying with firing Mr Mueller or his boss in the Department of Justice. Yet, if a president cannot be investigated without it being counted as treason then, like a king, he is above the law.

The best rebuke to Mr Trump’s solipsism would be Republican defeat at the ballot box, starting with November’s mid-term elections. That may yet come to pass. But Mr Trump’s Republican base, stirred up by his loyal media, shows no sign of going soft. Polls suggest that its members overwhelmingly believe the president over Mr Comey. For them, criticism from the establishment is proof he must be doing something right.

Look up, look forwards and look in

But responsibility also falls to Republicans who know that Mr Trump is bad for America and the world. They feel pinned down, because they cannot win elections without Mr Trump’s base but, equally, they cannot begin to attempt to prise Mr Trump and his base apart without being branded traitors.

Such Republicans need to reflect on how speaking up will bear on their legacy. Mindful of their party’s future, they should remember that America’s growing racial diversity means that nativism will eventually lead to the electoral wilderness. And, for the sake of their country, they need to bring in a bill to protect Mr Mueller’s investigation from sabotage. If loyalty to Mr Trump grants him impunity, who knows where he will venture? Speaking to the Constitutional Convention in 1787 George Mason put it best: “Shall that man be above [justice], who can commit the most extensive injustice?”

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