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El mundo Mundial 1: La fábrica de ficciones

A partir del miércoles 13 de junio, la columna El mundo Mundial de Martín Caparrós en The New York Times en Español comentará día tras día lo que suceda en Rusia 2018.

BARCELONA — Fue un hondo drama humano: un joven arquero jugaba el partido de su vida —la final de la Champions Liverpool contra el Real Madrid— y cometió dos errores ridículos, que destruyeron a su equipo y lo llevaron a perder 3 a 1. El joven arquero —alemán, para colmo– había fallado en el momento decisivo; millones lo vimos llorando con hipos en la tele. Millones nos emocionamos con la pena infinita del muchacho que había arruinado su carrera: lo compadecimos, nos identificamos con su inmenso dolor; la vida, sin duda, es demasiado cruel. Hasta que, al día siguiente, empezaron a circular las fotos del muchacho —muy cachas, muy bonito— con una modelo rubia subiendo a un Porsche platinado, y algo se rompió. En un mundo tan lleno de urgencias e injusticias, mi dolor por un nuevo rico que usa sus millones —de euros, de mirones— para convertirse en una caricatura barata del éxito caro me dolió. El fútbol me había engañado una vez más.

Es lo que hace: el fútbol es la mejor máquina de ficción que hemos inventado desde que un tal Saulo dijo que un tal Jesús había resucitado, desde que un tal Robespierre insistió en que una república da a sus ciudadanos libertad, igualdad y esas cosas. El fútbol no llega a tanto, pero es un gran fabricante de ficciones.

Produce, para empezar, la ficción de la igualdad de oportunidades: que cualquiera puede conseguirlo, que todos podemos. Alguien dijo que el éxito del fútbol se basa en que permite que cualquiera lo practique: que, a diferencia de la mayoría de los deportes, tiene un puesto para el grandote casi torpe, uno para el flaco movedizo, uno para el petiso vigoroso, incluso uno para el gordito, que de últimas va al arco pero también juega.

A su imagen y semejanza, el fútbol vende la ficción de la igualdad de oportunidades globales: que cualquiera podría ser Cristiano o Neymar o Dembelé. Que cualquier jovencito senegalés o colombiano, por más pobre que sea, puede tener su rubia y su Porsche si aprende a jugar a la pelota, si quiere dejar su barrio y sus amigos y apostar a la salvación individual: no buscar la forma de crecer con todos sino dejarlos atrás y transformarse en uno de los otros, triunfar en esta vida. Para eso sirven los futbolistas, la exhibición de Porsches y de rubias.

El portero del Liverpool, luego de la reciente derrota en la Champions.

Durante siglos, la condición de existencia de los pobres era que no terminaran de saber cómo vivían los ricos. Ahora es lo contrario: para que los pobres existan —y acepten su pobreza— les muestran a los ricos y les dicen que podrían ser como ellos. Con una astucia suplementaria: como es difícil suponer que alguien puede empezar una carrera futbolística después de los veinte, está la opción de los hijos, y por eso se ven, en todas las canchitas del tercer mundo, esos padres ansiosos que se juegan el Porsche a las piernas flacas de sus vástagos.

Hay más ficciones. La ficción de orden, por ejemplo: si algo puede explicar el auge de los deportes es que en ellos, a diferencia de la vida, se sabe el resultado. Un gol vale un gol, se conoce quién gana y quién pierde, las cosas se definen, el principio de incertidumbre se derrumba: hay un orden y es fácil entenderlo.

Y la ficción de cercanía: en los ascensores, las barras de los bares, las colas de los bancos y los demás encuentros breves o fortuitos, el fútbol nos provee la ilusión de que tenemos algo que decirnos. Que compartimos algo que podemos compartir, que somos parte de la misma tribu y nos hablamos.

Y la ficción de tolerancia: en el fútbol, esa puesta en escena acotada, limitada, se tolera lo que en la vida no —y a veces se confunden las fronteras—. Quien viera el equipo de Francia, por ejemplo, con mayoría de morenos, podría pensar que “representan” a un país abierto y tolerante, no uno donde las opciones abiertamente racistas se llevan un tercio de los votos.

Y la ficción de igualdad: hay pocos clichés más famosos en el fútbol que el famoso “en la cancha son 11 contra 11”. Lo son, pero los 11 de un lado pueden valer o costar varios cientos de millones de dólares y los del otro con suerte siete u ocho. En este ecosistema la desigualdad es extrema: Europa se lleva la carne de futbolista que Sudamérica produce, diez o doce clubes europeos concentran la riqueza futbolística mundial. Por eso esos clubes ricos, compradores tiránicos, vendedores globales, se quedan con todos los títulos: controlan la pelota.

Así que en general el orden del fútbol es el orden capitalista global, sin interferencia de los Estados. Los futbolistas circulan sin trabas y trabajan donde les dan más plata. Que te vendan —que te “vendan”— afuera es lo que quiere cualquier joven de un país pobre o empobrecido. Hasta que, una vez cada cuatro años, en cada Mundial, la ficción cambia: los equipos definidos por la plata son remplazados por equipos definidos por banderas. El Efecto Patria se despliega.

Llámase Efecto Patria a esa rara conducta por la cual personas que no tienen ningún otro acuerdo entre sí –que se detestan, por ejemplo– coinciden en la celebración de una supuesta gesta nacional. El fútbol lo favorece especialmente. De hecho, se dice que el término fue acuñado por un joven escritor argentino cuando se dio cuenta de que estaba gritando el mismo gol que el entonces general Videla o el entonces capitán Astiz, símbolos de la dictadura, o el entonces presidente Menem, entre otras musarañas, y le dio como un asco.

El efecto es potente en los Mundiales. De pronto, por un mes, la emoción de la Patria se vuelve protagonista de todas las charlitas, todas las esperas y pasa a ser el mejor argumento para vender cervezas, coches, televisores, papafritas, cuentas en los bancos. La Patria, tan difusa, se concreta: sus colores y sus jugadores, sus horarios, sus metas. Es la esperanza del triunfo, algún triunfo. La Patria se defiende a las patadas, se juega a la pelota.

Son días de cuento: la máquina de producir ficciones se alía con la mayor ficción para darnos unos días de irrealidad casi perfecta, de placer, de emociones, que la vida real no suele proveernos. Las dos grandes ficciones se potencian y producen una tan potente: un Mundial de fútbol, una riña de patrias que suspende el tiempo por un mes.

Y otras ficciones o naciones lo aprovechan: Rusia y su Putin, por ejemplo, intentarán sumarse al producir la apariencia de un país amable y armónico —si se pudo hacer un Mundial en la Argentina de 1978 se puede hacer cualquiera—. Habrá que disfrutarlo o, incluso, creérselo durante un par de horas, y gritar y sufrir y disfrutar y gritar otra vez, decir nosotros cuando deberíamos decir ellos, hacernos uno con los otros: patriotear, que a veces nos excita tanto.

 
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