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De Nicaragua, democracias en crisis y el ruidoso sonido del silencio

Carlos Luis Napoléon, por Menchi Sabat

El debate crece sobre si esta en ocaso el sistema republicano en gran parte del mundo. En América latina se suceden los ejemplos de esa agonía, con casos dramáticos de autoritarismo como los de Nicaragua y Venezuela que generan solo murmullos leves de condena del vecindario.

El debate es fascinante pero también ominoso y se expande por el mundo. Se plantea si la democracia o, con más precisión, el conjunto del sistema republicano, está en un ciclo de ocaso. Lo que gatilla esa percepción es la multiplicación de modelos autoritarios que crecieron, muchos de ellos, al socaire de las crisis económicas, en particular la global del 2008. El deterioro social y el futuro muchas veces cancelado agudizaron tanto la frustración de las masas como la demanda de soluciones. En esa circunstancia, el orden que llevan las cosas necesariamente entra en cuestionamiento. Pero el tema principal aquí es el extremo al que está llegando este proceso. 

Media Europa ya experimenta liderazgos, o el desarrollo de poderosas fuerzas con pretensión de mando, fuertemente personalistas que exhiben un claro desdén por el balance de poderes y el sistema representativo. A los ejemplos de autoritarismos tradicionales -y éxito económico- como los casos de China y Vietnam, se agregan los de la Rusia de Vladimir Putin y últimamente la Turquía de Recep Tayyip Erdogan y el Irán teocrático. Más allá de esa fronteras, se adivina el mismo esquema en Hungría, Polonia, larvadamente en Francia o en Italia. En este último país, cuna del capitalismo y la banca, por si hubiera dudas, el pensamiento de Mussolini ha vuelto al discurso de uno de sus máximos funcionarios.

Existen estudios que detectan la desconfianza en los valores republicanos como una tendencia creciente. Una investigación de la Unidad de inteligencia de The Economist observó que en 2017 un total de 89 países experimentaron una regresión de estos valores comparados con solo 27 que mejoraron. Hoy, menos de un tercio de los jóvenes estadounidenses piensa que es “esencial” vivir en democracia. El ejemplo desde el poder no ayuda a mejorar ese cuadro. Donald Trump celebró como un dato enaltecedor cuando supo que el presidente chino Xi Jinping suprimió, en el 19° Congreso del Partido Comunista, los límites para la finalización de su mandato. “Presidente de por vida, presidente de por vida -repitió conmovido-. Es estupendo. Quizá algún día lo probemos”.

Estos procesos en América latina posiblemente sorprendan menos, como sucede cuando los males se tornan costumbre. Al sistema republicano en gran parte de la región se le reprochan debilidades e inmadureces sistémicas. De modo que los esquemas de avasallamiento de las instituciones se han tornado más frecuentes y, por lo tanto, producen menos escándalo. Venezuela, Nicaragua o un puñado de otros países son, o fueron hasta hace poco, parte de este juego oportunista, con democracias más monárquicas que republicanas y un elenco de votantes agrupado como una mayoría plebiscitaria de la voz del jefe. 

Es parte de ese comportamiento, que hace un sentido común de estos excesos, la moderada molestia que el subcontinente expresa por la deriva autoritaria en esos dos países donde las protestas en demanda del regreso a la normalidad representativa se han saldado con centenares de muertos.

 
Un graffiti que cuestion duramente al autócrata nicaraguense Daniel Ortega. AP

Un graffiti que cuestion duramente al autócrata nicaraguense Daniel Ortega. AP

En una primera mirada el escenario puede parecer un poco más grotesco que en la otra parte del mundo, aunque casos como el de Viktor Orban en Hungría advierten que no se debería exagerar en la diferenciación. Sin embargo aquí hay extremos relevantes. Daniel Ortega, como el venezolano Nicolás Maduro, emulan los procedimientos de exterminio de las dictaduras del pasado para alcanzar ese mismo objetivo de sus símiles autócratas asiáticos o europeos de retener el poder. La violencia callejera que estamos viendo en sus países es consecuencia de que la debacle económica doméstica multiplica la demanda social y la resistencia. La coartada para la represión es la etiqueta de una revolución que ya no existe si es que estuvo alguna vez, según la cual lo que se objeta por derecha en otras partes, aquí es puro progresismo aunque se trate de paramilitares o un ajuste ortodoxo brutal como la reducción de las jubilaciones, que es lo que disparó la tragedia nicaragüense.

De este modo, el sistema representativo ya herido por las formas en que se encaraman estos líderes en el poder, es relevado totalmente por un orden de autoritarismo absoluto. Ortega, que lleva tres periodos consecutivos, privilegio que prohíbe su propia Constitución, pretende llamar a elecciones el año entrante para sentar en la presidencia a su mujer Rosario Murillo, actual vice, y luego regresar al gobierno en un enroque previsible.

En pasos similares anda el mandatario boliviano Evo Morales, quien busca un cuarto mandato consecutivo también en 2019. Ese récord de permanencia lo ha conquistado pese a un referéndum en 2016 que rechazó la posibilidad de reelegirse y por medio de un fallo del Tribunal Constitucional, cooptado por el Gobierno, que declaró inaplicables justamente los cuatro artículos de la Constitución que limitan el tiempo de mandato de las autoridades.

En Bolivia no se reproduce el cuadro violento de Venezuela o Nicaragua, porque su economía tiene una de las mejores performances del vecindario. Pero sí se repiten ahí las mañas políticas de sus primos bolivarianos. Las elecciones del año próximo muestran en las encuestas empatado al Presidente con Carlos Mesa. Pero ya la justicia le ha trabado una demanda a ese ex mandatario socialdemócrata esgrimiendo una vieja pulla de contratos petroleros con la intención de apartarlo de la carrera presidencial, cuestión que es muy probable que el régimen logre.

Como en el caso de los autócratas europeos aunque no tanto de los asiáticos, despreocupados de estos detalles, estos abusos vienen acompañados de una verbórrea legalista y de auto reivindicación democrática e institucional. Aunque reúnen todo el poder, y a veces, como vemos, de la peor manera, se agazapan como una minoría acosada en defensa presunta de esos valores. En todo caso la experiencia confirma una vez más que cuanto menos signifiquen las instituciones y la República más serán expuestos a las masas, como describió el alemán Oswald Spengler ya en los primeros años del siglo pasado al denunciar el peligro de las hipocresías de las dirigencias.

Estos experimentos de liderazgos rígidos e impunes que se presentan como defensores del pueblo y sus derechos, configuran lo que se suele denominar cesarismo, por la comparación con el absolutismo personalista de los emperadores romanos. Pero también más correctamente, no solo desde la izquierda, se los descalifica como bonapartistas. Ese era el término peyorativo que Carlos Marx le achacaba a Simón Bolívar y por esas mismas razones “de la invención de mitos y grandes hombres” que no son lo que dicen que son y menos lo que se supone que se espera de ellos. Ortega puede encabezar hoy la lista.

El concepto tiene su historia. Alude al complejo sobrino del primer Napoleón Bonaparte, Carlos Luis, un aristócrata que ganó las elecciones de diciembre de 1848 en Francia por el 75% de los votos con la proclama populista de “abajo los ricos, abajo los impuestos” y por cierto, en orden de ahondar las coincidencias, también con la consigna de “abajo la República”. Enfrentado visceralmente con el congreso de la II República y con su Constitución, que recortaba de modo drástico la capacidad de maniobra del jefe de Estado y limitaba su mandato a cuatro años, este Bonaparte se envolvió en banderas populistas como defensor de la democracia y el voto universal, dio un golpe de Estado y finalmente logró lo que quería, una Constitución a la carta y hasta ser nombrado emperador y perpetuarse casi dos décadas en el poder. Como se afirma que dijo Mark Twain, “la historia no se repite, pero rima”.

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