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La división de la izquierda latinoamericana frente a Nicaragua

CIUDAD DE MÉXICO —La crisis nicaragüense ha abierto un nuevo capítulo en la división de la izquierda latinoamericana. Ya el año pasado la izquierda se había fragmentado en torno a la crisis venezolana.

En el momento más cruel de la represión en Venezuela —en cuatro meses de 2017, 124 personas fueron asesinadas— y luego de la imposición de la Asamblea Nacional Constituyente, que usurpó las funciones del poder legislativo legítimo, muchas voces de la izquierda se distanciaron del régimen de Nicolás Maduro. Ahora, otro acto de represión brutal —en el que han muerto más de 300 personas— del gobierno del sandinista Daniel Ortega en Nicaragua divide posturas en la izquierda regional.

Esta fragmentación de la izquierda, sumada al desgaste natural del movimiento antiorteguista, la represión violenta y sistemática del Estado nicaragüense y la estrategia ineficaz de la comunidad internacional, ha ocasionado que en Nicaragua todo siga igual: el intento de diálogo entre el gobierno y la oposición se hundió en julio, no se han convocado nuevas elecciones, Ortega y Rosario Murillo —su vicepresidenta y esposa— no dan señales de renunciar y el Estado sigue persiguiendo y encarcelando a opositores.

La crisis política y el mayor despotismo estatal en Nicaragua solo hacen más evidente la fractura de la izquierda latinoamericana en dos bandos distintos: la izquierda democrática —que condena la violencia del gobierno de Nicaragua— y la autocrática —que lo respalda y que, hasta la fecha, apoya a Maduro—.

Esa fractura tiene raíces profundas en los procesos de transición a la democracia de las últimas décadas del siglo pasado y se remonta a las diferencias entre Luiz Inácio Lula da Silva y Hugo Chávez en los primeros años del siglo XXI.

Existe un consenso antineoliberal en toda la izquierda de la región, pero claras divergencias en cuanto a la estrategia geopolítica a seguir frente a Estados Unidos y a la aceptación plena de las normas democráticas, la división de poderes y el respeto a los derechos humanos. Algunos de los principales foros de integración latinoamericana, como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), se encuentran actualmente escindidos.

El exsenador y expresidente de Uruguay José Mujica dijo en el Congreso uruguayo que recordaba los años gloriosos de la Revolución sandinista e invitaba a su líder histórico, Daniel Ortega, a reconocer que, en honor a ese legado, había llegado el momento de dejar el poder. También diversos sectores intelectuales y políticos de la izquierda brasileña y argentina se han sumado a la solidaridad con el movimiento que se opone a la reforma del seguro social en Nicaragua, al canal interoceánico y a la reelección indefinida de Ortega y Murillo.

En Chile, el diputado socialista Gabriel Boric, uno de los principales dirigentes del movimiento estudiantil de 2011, ha exhortado a la izquierda latinoamericana a condenar, con la misma fuerza, los “golpes blandos” de la derecha en Paraguay, Honduras o Brasil y “la permanente restricción de libertades en Cuba, la represión del gobierno de Ortega en Nicaragua […] y el debilitamiento de las condiciones básicas de la democracia en Venezuela”.

En Colombia, el excandidato a la presidencia Gustavo Petro advirtió: “En Venezuela como en Nicaragua no hay un socialismo, lo que hay es el uso de una retórica de izquierda del siglo XX para encubrir una oligarquía que se roba el Estado”. Y en México, el líder moral de la izquierda, Cuauhtémoc Cárdenas, y un grupo de intelectuales lamentaron la “ambición por el poder” de Ortega y Murillo y demandaron al gobierno saliente del priista Enrique Peña Nieto y al entrante de Andrés Manuel López Obrador fijar una posición frente a la crisis nicaragüense. Tal vez la principal figura de la intelectualidad lopezobradorista, la escritora Elena Poniatowska, escribió que lo que pasa en Nicaragua “no es un golpe de Estado, de lo que se trata es de aplastar la opinión de los nicaragüenses”.

Mientras el gobierno saliente de Enrique Peña Nieto y su secretario de Relaciones Interiores, Luis Videgaray, toman una posición moderadamente crítica en foros interamericanos, como la Organización de los Estados Americanos (OEA), López Obrador y el que será su canciller, Marcelo Ebrard, guardan silencio. Es comprensible esa discreción en un liderazgo que todavía no entra en funciones, pero los máximos dirigentes de Morena, el partido que fundó López Obrador y que obtuvo mayoría parlamentaria en estas elecciones, no ocultan su apoyo a Ortega y Murillo.

Y, en el interior de Nicaragua, los escritores más reconocidos —Fernando Larios, Gioconda Belli, Ernesto Cardenal y Sergio Ramírez— vienen clamando desde hace años contra el autoritarismo de la pareja presidencial.

No se trata de una denuncia sectaria sino razonada, que retoma valores clásicos de la izquierda latinoamericana —como la soberanía y la justicia— y los entrelaza con las premisas pluralistas de la democracia. Para esos escritores, el sandinismo en el poder dejó de ser de izquierda hace mucho tiempo porque se subordinó al capital financiero internacional y adoptó modalidades antidemocráticas, como el abandono de la división de poderes y la reelección indefinida con el fin de perpetuar a una familia en la presidencia.

Frente a esa izquierda que rompe con Ortega y Murillo se coloca otra, anclada en la red bolivariana de La Habana y Caracas y el Foro de São Paulo, que suscribe la tesis de que Nicaragua es víctima de un “golpe suave”, como el que tuvo lugar hace un año en Venezuela, cuando se produjo un largo ciclo de manifestaciones populares contra Nicolás Maduro.

Los partidos políticos reunidos en la última cumbre de esa red en La Habana —los comunistas cubanos, el PSUV venezolano, la Farc colombiana, el mexicano Morena, el Partido de los Trabajadores brasileño, el MAS boliviano y, por supuesto, el FSLN nicaragüense— reiteraron su solidaridad con el gobierno de Ortega y, paradójicamente, no con los movimientos sociales que luchan contra el neoliberalismo en ese país centroamericano.

Ahora, igual que como sucedió hace un año, Estados Unidos ha contribuido a la descalificación y, con el tiempo, a la neutralización de la izquierda democrática.

Una vez que la Casa Blanca o un grupo de congresistas estadounidenses se posicionan contra Venezuela o Nicaragua, las credenciales de la izquierda antiautoritaria se devalúan de cara a la opinión pública regional. Las propias élites de Venezuela y Nicaragua —discípulas del experimentado magisterio de Fidel y Raúl Castro en Cuba— son conscientes de que si Estados Unidos asume un papel protagónico en la confrontación con algún gobierno latinoamericano, la oposición de izquierda rápidamente se repliega, por miedo al estigma del imperialismo.

La represión en Cuba, Venezuela y Nicaragua siempre ha cumplido el rol perverso de atizar el intervencionismo de Estados Unidos, infligiendo, como daño colateral, la desacreditación de la oposición de izquierda. En Cuba y Venezuela, este mecanismo ha sido exitoso en la preservación de ambos regímenes. En Nicaragua, el “eslabón más débil” de la cadena bolivariana, parafraseando a Lenin, está por verse.

El 3 de agosto de 2018, se instalaron unas cruces en memoria de las víctimas de la represión a las manifestaciones en Nicaragua. Credit Oswaldo Rivas/Reuters

A finales de julio, la Casa Blanca publicó una  en la que “condena enérgicamente la violencia en curso en Nicaragua y los abusos contra los derechos humanos cometidos por el régimen de Ortega”. También se impusieron sanciones a funcionarios nicaragüenses desde Washington, que auguran lo peor.

La intervención de la OEA, más legítima que la de Estados Unidos, tampoco ha logrado resultados concretos. Daniel Ortega no se ha comprometido a nada específico. Sus ofertas de diálogo a los obispos, a quienes convoca y descalifica a la vez, parecen maniobras de dilación antes que verdaderos actos de pacificación. No hay, en Nicaragua, el menor indicio de una salida negociada a la crisis, pero tampoco señales de un escalamiento del conflicto.

Como en Venezuela hace un año, el curso de los acontecimientos se mueve a favor del autoritarismo. La izquierda democrática latinoamericana no es una entelequia, pero carece de una diplomacia autónoma que pueda contener de manera efectiva la perpetuación de regímenes que violan los derechos fundamentales de sus ciudadanos y reprimen a la oposición pacífica en nombre de la soberanía.

La democracia fue una conquista de esas izquierdas contra las dictaduras derechistas de la Guerra Fría. La falta de solidaridad de esa misma izquierda ante los atropellos de gobiernos “socialistas” pone en riesgo a toda la democracia latinoamericana.

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