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El mártir más famoso de El Salvador, Óscar Romero, es canonizado

Pero la teología de la liberación fue esencialmente un fracaso.

Ya era un santo popular. Desde hace años los fieles se congregan cada domingo para celebrar misa junto a su tumba en la cripta de la catedral de San Salvador, inspirados en el hombre al que llamaban San Óscar o San Romero de América. Ahora es oficial. El 14 de octubre en Roma, Mons. Óscar Arnulfo Romero fue canonizado, casi 40 años después de haber caído ante la bala de un pistolero mientras terminaba una misa privada en una capilla que hoy es un lugar de peregrinación. Había recitado el Salmo 23: «Aunque camine por el valle de la sombra de la muerte, no temeré mal ninguno.»

Si el Vaticano tardó casi 40 años en reconocer al Arzobispo Romero como santo, es porque su ejemplo ha sido controversial. Considerado a menudo como un izquierdista ideológico, fue sobre todo un mártir por su fe y su iglesia. Nacido en un modesto hogar de un pueblo de montaña, era considerado un conservador cuando fue nombrado arzobispo en 1977. Fueron las circunstancias de su país las que lo convirtieron en un radical.

El Salvador había estado gobernado por el ejército y una oligarquía cafetera durante casi medio siglo. En la década de 1970 su control fue desafiado por sindicatos de izquierda y grupos campesinos, con la ayuda de sacerdotes radicales. En ninguna otra parte de América Latina la «teología de la liberación» tuvo un impacto mayor. En una conferencia en 1968, los obispos latinoamericanos adoptaron la «opción por los pobres» de los teólogos de la liberación y denunciaron la «violencia institucionalizada» del capitalismo y la pobreza. «No debe sorprendernos que la tentación de la violencia’ surja en América Latina», añadieron.

Esa era aparentemente una descripción certera de El Salvador, donde el ejército bloqueaba el cambio pacífico. En 1972, a una coalición reformista se le negó la victoria en una elección presidencial mediante fraude. La izquierda tomó las armas. A medida que surgieron los grupos guerrilleros, se enfrentaron a la represión, apoyada por Estados Unidos. La iglesia era un blanco particular: 12 sacerdotes fueron asesinados antes que el arzobispo, y otros más tarde.

El arzobispo Romero dijo que tenía que defender la iglesia, y eso significaba criticar a la junta gobernante. «No pasamos por alto los pecados de la izquierda«, dijo semanas antes de morir el 24 de marzo de 1980. «Pero son proporcionalmente menos que la violencia de la represión.» El día antes de ser asesinado, había suplicado: «Ningún soldado está obligado a obedecer una orden de matar si va en contra de la ley de Dios.» La ferocidad de la represión en defensa de lo que él veía como un régimen injusto lo había llevado al borde de proclamar una guerra justa. Cuando una dictadura «cierra todos los canales de diálogo… la iglesia habla del derecho legítimo a la violencia insurreccional», dijo.

Eso era quizás moralmente defendible. Pero era políticamente problemático. La guerrilla era demasiado débil para proteger a sus partidarios. Más de 60.000 fueron asesinados por el ejército y sus aliados. Pero si la guerrilla hubiera triunfado militarmente, casi con toda seguridad habrían tratado de imponer el comunismo al estilo cubano en El Salvador, negando los derechos humanos que Romero defendía.

En cambio, su martirio contribuiría a un resultado diferente. El Salvador se sumió en una guerra civil. Pero su asesinato, ordenado por un escuadrón de la muerte vinculado al ejército, y el de tres monjas estadounidenses meses después, trajo la condena internacional de la junta. Mientras continuaba ayudando al régimen asesino, Estados Unidos presionaba lentamente por una transición democrática y persuadía al ejército a que aceptara un acuerdo de paz, firmado en 1992, y que ofreció a El Salvador la esperanza de un nuevo comienzo.

Trágicamente, eso ha sido frustrado. La violencia de las pandillas hace de El Salvador uno de los países más violentos del mundo y la economía está estancada. En un país llamado así por el redentor, los ciudadanos prósperos nunca han estado dispuestos a pagar los impuestos necesarios para proporcionar seguridad pública e igualdad de oportunidades.

La teología de la liberación puede presumir de algunos logros duraderos. Fue un catalizador para el movimiento de derechos humanos en América Latina. Capacitó a una generación de líderes de base que han luchado pacíficamente por la justicia social y han contribuido a incluir la reducción de la desigualdad en la agenda política de la región. Pero finalmente fracasó. No ofrecía una salida a la pobreza porque era anticapitalista y defendía el colectivismo. Muchos de los pobres prefieren los mensajes de auto-perfeccionamiento ofrecidos por el protestantismo evangélico.

Cuatro décadas después del asesinato de San Óscar, la iglesia tiene otras preocupaciones además de la justicia social. Su credibilidad se ha visto dañada por el encubrimiento de abusos por parte de sacerdotes pedófilos. La Iglesia de hoy necesita campeones tan santos y queridos como San Óscar.

Traducción: Marcos Villasmil

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NOTA ORIGINAL:

The Economist – Bello

El Salvador’s most famous martyr, Óscar Romero, is canonised

But liberation theology was mostly a failure

He was already a popular saint. For years the faithful have congregated every Sunday for mass by his tomb in the crypt of the cathedral in San Salvador, inspired by the man they called San Óscar or San Romero de América. Now it is official. On October 14th in Rome, Archbishop Óscar Arnulfo Romero was canonised, almost 40 years after he fell to a gunman’s bullet while finishing a private mass at a chapel that is today a site of pilgrimage. He had recited the 23rd Psalm: “Yea, though I walk through the valley of the shadow of death, I will fear no evil.”

If it took the Vatican almost 40 years to recognise Archbishop Romero as a saint, that is because his example has been controversial. Often seen as ideologically left wing, he was above all a martyr for his faith and his church. Born in a modest household in a mountain village, he was regarded as a conservative when he was named archbishop in 1977. It was his country’s circumstances that made him a radical.

El Salvador had been ruled by the army and a coffee oligarchy for almost half a century. In the 1970s their grip was challenged by left-wing trade unions and peasant groups, with help from radical priests. Nowhere else in Latin America did “liberation theology” have a bigger impact. At a conference in 1968 Latin American bishops had adopted the liberation theologians’ “option for the poor” and denounced the “institutionalised violence” of capitalism and poverty. “We should not be surprised that ‘the temptation for violence’ arises in Latin America,” they went on.

That seemed to describe El Salvador, where the army blocked peaceful change. In 1972 a reformist coalition was denied victory in a presidential election by fraud. The left took up arms. As guerrilla groups emerged, they were met with repression, backed by the United States. The church was a particular target: 12 priests were murdered before the archbishop, and others were later.

Archbishop Romero said he had to defend the church, and that meant criticising the ruling junta. “We do not overlook the sins of the left,” he said weeks before he died on March 24th 1980. “But they are proportionately fewer than the violence of the repression.” The day before he was killed he had beseeched: “no soldier is obliged to obey an order to kill if it is against the law of God.” The ferocity of the repression in defence of what he saw as an unjust regime had led him to the verge of proclaiming a just war. When a dictatorship “closes all channels of dialogue…the church speaks of the legitimate right to insurrectional violence,” he said.

That was perhaps morally defensible. But it was politically problematic. The guerrillas were too weak to protect their supporters. More than 60,000 were murdered by the army and its allies. But had the guerrillas triumphed militarily, they would almost certainly have tried to impose Cuban-style communism in El Salvador—in denial of the human rights that Romero championed.

Instead, his martyrdom would eventually contribute to a different outcome. El Salvador descended into civil war. But his murder, ordered by an army-linked death squad, and that of three American nuns months later, brought international condemnation of the junta. Even as it continued aiding the murderous regime, the United States would slowly push for a democratic transition and coax the army to accept a peace deal, signed in 1992. It offered El Salvador hope of a fresh start.

Tragically, that has been dashed. Gang violence makes El Salvador one of the world’s most violent countries and the economy is stagnant. In a country named for the saviour, prosperous citizens have never been prepared to pay the taxes needed to provide public security and equal opportunity.

Liberation theology can boast some lasting achievements. It was a catalyst for the human-rights movement in Latin America. It trained a generation of grassroots leaders who have fought peacefully for social justice, and have helped to put the reduction of inequality on the region’s political agenda. But it ultimately failed. It didn’t offer a way out of poverty because it was anti-capitalist and championed collectivism. Many of the poor prefer the messages of self-betterment offered by evangelical Protestantism.

Four decades after San Óscar’s murder the church has preoccupations other than social justice. Its credibility has been damaged by its cover-up of abuse by paedophile priests. The church today needs champions as saintly and beloved as San Óscar.

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