Tortura y muerte en Estambul y Caracas
Las similitudes del despotismo
Jamal Khashoggi fue al consulado de Arabia Saudita en Estambul el pasado 2 de octubre para realizar trámites personales. Nadie volvió a verlo con vida. Una cámara de seguridad grabó su ingreso a la sede diplomática, no así su salida. Agentes de la inteligencia saudita lo esperaban, con un médico entre ellos y equipados con una sierra para cortar huesos.
Periodista crítico de la monarquía, escribía para The Washington Post. A los pocos minutos de entrar al consulado estaba muerto, sus dedos amputados y su cuerpo descuartizado. No es claro en qué secuencia, sus asesinos solo necesitaron dos horas para toda la tarea, según las grabaciones filtradas por el gobierno de Turquía. Eran quince, aparentemente, todos con vínculos con el príncipe heredero Mohammed bin Salman.
Mientras era brutalmente asesinado, el Post ya tenía su columna en la redacción, pieza póstuma. El argumento de la misma fue revelador, sino premonitorio, desde el título mismo: «Lo que el mundo árabe más necesita es libertad de expresión». La cual practicaba regularmente, a menudo denunciando los abusos de la monarquía: censura, intimidación, encarcelamiento. Ello alcanzó para convertirlo en blanco.
Las explicaciones oficiales se propagaron, contradictorias entre sí. Primero que no sabían dónde estaba. Luego que lo ocurrido dentro del consulado no fue de conocimiento del gobierno de Riyhad, como si se tratara de un hecho privado en una dependencia oficial. Más tarde que fue un interrogatorio que salió mal—«botched», en inglés, es la expresión usada que denota incompetencia o descuido—en una admisión de haber torturado a la víctima pero sin la intención de matarlo.
Finalmente, un comunicado de la fiscalía Saudí dice que Khashoggi murió en una «acalorada pelea» dentro del consulado, y que 18 funcionarios han sido arrestados por ello, iniciándose una investigación. Es sabido donde terminarán esas 18 personas. La ausencia del Estado de Derecho tiene consecuencias para propios y extraños.
El gobierno de Estados Unidos—aliado de Arabia Saudita y de Turquía, a su vez rivales entre sí—no parece acertar en sus respuestas, admitiendo dichas explicaciones mutuamente contradictorias a lo largo de estas semanas. Ello incluye haber aceptado las promesas del gobierno saudí de llevar a cabo su propia investigación. Quedar a dos fuegos es problemático aun en términos de una política exterior realista; es decir, prescindiendo de consideraciones normativas. Turquía ahora anuncia que mostrará toda la evidencia que posee.
En América Latina nada de esto sorprende demasiado, desgraciadamente. Por un lado porque la violencia contra periodistas se ha hecho costumbre. Sea por investigar al autoritarismo, la corrupción o el narcotráfico, y la confluencia de todo ello, el periodismo es víctima de una guerra sin reglas donde el objetivo es silenciar al mensajero. Pero además no sorprende por las similitudes de las autocracias en relación a sus críticos.
Tómese el caso de Fernando Albán. Abogado, dirigente político y concejal, también él estaba marcado. Después de asistir a la Asamblea General de Naciones Unidas, lo esperaban en el aeropuerto a su llegada a Caracas. De Maiquetía al Helicoide, prisión administrada por el Sebin, hasta su muerte. El cuerpo de Albán cayó de un décimo piso.
El régimen argumentó suicidio, que Albán se había arrojado desde la ventana de un baño. Ex prisioneros políticos declararon de inmediato que ningún baño tiene ventana y que nadie va al baño solo. Hubo una autopsia oficial, pero las no oficiales aseguraron que el dirigente político tenía agua en sus pulmones.
También allí fue un caso de tortura «botched». El régimen comunicó de inmediato que llevaría a cabo una investigación de los hechos. Aquí la idea que los que torturan y matan son capaces de averiguar la verdad y contarla solo pareció aceptable para Zapatero y pocos más.
En el mercado de vidas y muertes que es la Venezuela de Maduro, dejar de hablar del asesinato de Albán requirió hablar de otro preso político, y para eso se dispuso la excarcelación y destierro de Lorent Saleh. La dictadura chavista es tan abominable que la libertad de un inocente es consecuencia del asesinato de otro inocente, ambos de idéntica autoría. Es una sociedad victimizada por muchas tragedias, pero tal vez ninguna como la erosión de la más básica dignidad humana.
Ya que se trata de dignidad, el caso es relevante. Lorent Saleh residía en Colombia, pero el gobierno de Santos le negó la petición de asilo, desconociendo normas fundamentales del derecho internacional, y lo extraditó en septiembre de 2014. Las autoridades colombianas lo cruzaron en andas sobre el puente internacional Simón Bolívar, entregándolo al Sebin en mano en la frontera. Literalmente, el video está en Youtube. Su madre, Yamile Saleh, ha recorrido el mundo para mostrar semejante horror.
Es que todo esto tiene que ver con la libertad, como en la columna de Khashoggi. Para los periodistas y los opositores políticos, es la libertad de investigar al poder, contárselo al ciudadano, criticar, asignar responsabilidades y exigir rendición de cuentas, todo ello mientras son protegidos por garantías constitucionales. Garantías que el despotismo anula, el monárquico, como en Arabia Saudita, o el militar y de partido único, como en Venezuela.