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Armando Durán / Laberintos: Los caminos de la transición (1 de 2)

   ¿Saben ustedes cuál es la palabra que más se escucha estos días en Venezuela? “Transición.” ¿Por qué? ¿Quizá porque de alguna manera ya está en marcha esa dichosa transición? ¿Acaso porque los devastadores efectos generados por una crisis que comenzó siendo política y ha terminado en tragedia humanitaria ha colocado al país y a sus ciudadanos en una situación sencillamente insostenible? ¿Es decir, porque a estas alturas se tiene la certeza absoluta de que las circunstancias de esta realidad conducen forzosamente a la transición del actual proceso político hacia algo que poco o nada tenga que ver con el socialismo del siglo XXI? ¿O más bien sólo se trata de la repetición más o menos neurótica de un deseo desesperado que comparten millones de ciudadanos, abandonados por unos y otros a una orfandad tan sin precedentes como la magnitud de la gran catástrofe venezolana, y que en virtud de esta suerte de impotencia colectiva han convertido el término “transición” en mantra que dale que te da a todas horas como recurso infalible propuesto por los libros de autoayuda para alcanzar y fijar en la imaginación de todos el objetivo sanador de liberar la mente del flujo de pensamientos negativos sobre el presente y el futuro del país, y superar así, al menos temporalmente, el creciente temor a que ya es demasiado tarde para frenar la precipitada carrera de Venezuela hacia la nada?

   En el muy áspero marco de esta compleja situación lo que sí llama poderosamente la atención es el hecho de que si bien desde finales del año 2015 el universo opositor había comenzado a hablar con un sola voz del imprescindible y finalmente posible cambio profundo del proceso político venezolano a cortísimo plazo, nadie sostenga ahora que eso siga siendo sea el destino cierto de la lucha ciudadana. Como si de repente, tras los muy diversos caminos emprendidos sin el menor éxito real, la única solución posible sea la invocación de ese deseado cambio profundo de las coordenadas políticas y económicas que acorralan a la población, para que por algún acto de magia esa ilusión se haga de pronto realidad.

   Las razones del fracaso ciudadano

   La verdad es que lo largo de estos últimos 20 años se han combinado dos factores que han propiciado la materialización del actual gran desastre venezolana. Por una parte, la naturaleza totalitaria del proyecto político totalitario que Hugo Chávez puso en marcha con su victoria electoral de diciembre de 1998; por el otro, la mecánica electoralista como seña de identidad del sistema de partidos generado por el pacto de los dirigentes de esos partidos, con la excepción del Partido Comunista de Venezuela, a la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez el 23 de enero de 1958, como mecanismo necesario y suficiente para dejar atrás la nefasta experiencia de golpes y dictaduras militares.

   Cuarenta años después, en las postrimerías del siglo pasado, ya no quedaba de aquellos partidos más que jirones de lo que alguna vez fueron, víctima de la deriva antidemocrática como reacción de sus dirigentes, condenados por la dictadura a la amarga soledad de la persecución y el destierro durante 10 años interminables. Y así, para no volver sufrir esa experiencia, el objetivo principal de aquella alianza política, que había sido darle a la naciente democracia venezolana un piso político suficientemente firme para atajar a tiempo las tentaciones golpista tradicionales y los futuros sobresaltos sociales que pudieran producirse bajo la influencia del ejemplo cubano, se fue transformando en un auténtico pacto de élites políticas, económicas y sindicales con la finalidad exclusiva de garantizarle a esas cúpulas poder suficiente para sobrevivir a todos los contratiempos que surgieran sin perder ninguno de sus muchos privilegios.

   Esa fue, sin la menor duda, el fundamento teórico y práctico de lo que Chávez y su gente han llamado despectivamente la IV República, período de acomodos por arriba para facilitar la satisfacción de mezquinos intereses grupales. Un mecanismo que sin duda aceleró la muerte de la democracia como sistema político estable y le abrió de par en par a Chávez las puertas del poder. Peor aún resultó que los dirigentes de esas élites, agrupados en partidos políticos que se entendían más allá de sus diferencias ideológicas, en la gran alianza de cámaras económicas y comerciales llamada Fedecámaras y en la poderosa Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), persistieron en el error de abandonar a los ciudadanos a su suerte, a cambio de algunas concesiones puntuales. Por esta razón, ese entendimiento de partes que de hecho no debían de haberse entendido tan fácilmente, en lugar de introducir los correctivos que les devolvieran su razón de ser como correas naturales de transmisión entre las minúsculas cúspides de la pirámide y su amplísima base, por ignorancia, por arrogancia, por comodidad y por oportunismo, se encerraron en su propio y cada día más destartalado juguete hasta llegar a querer creer que el ex teniente coronel golpista de 1992, devenido en presidente legítimo de Venezuela gracias a las elecciones de diciembre de 1998, no fuera lo que era, un enemigo radical del sistema que se había propuesto destruir, sino uno más de ellos.

   Rondas de conversaciones y elecciones  

   La astucia que demostraron Chávez y sus asesores nacionales y extranjeros para enfrentar el rechazo ciudadano desde finales de 2001 le permitió al régimen naciente manejar a su antojo la voluntad y las acciones de sus adversarios políticos, gremiales y sociales, empeñados, contra viento y marea, en esa tarea imposible de seguir pensando que el sistema democrático venezolano se había convertido en una versión sin duda heterodoxa de la democracia pero sin dejar de ser democracia. En vista de ello, la esencia del sistema seguía siendo la misma, y no había por qué dejar de hacer lo que habían hecho durante los 40 años anteriores. Bastaba acomodarse a lo que en definitiva era una modificación del maquillaje. Lo que importaba tener en cuenta es entender que nada de lo que parecía estar ocurriendo estaba en realidad ocurriendo.

   No vale la pena dispersarnos en el recuerdo de lo que ha sucedido durante estos durísimos años de imperial hegemonía chavista, pero sí debemos señalar que gracias a esa ceguera de quienes sin serlo se jactaban de ser los únicos políticos que sí sabían cómo se cortaba el bacalao, Chávez supo superar los obstáculos que fue encontrando en su camino y pudo avanzar en su proyecto hasta este punto de no retorno en el que Nicolás Maduro, su fiel sacerdote, ha logrado colocar finalmente a Venezuela.

   Se trata de una extraordinaria capacidad para adaptarse a situaciones hostiles que hasta hace poco parecía haberle servido a los viejos partidos del antiguo régimen, AD, COPEI y el Movimiento al Socialismo, y a los nuevos, que en realidad sólo son figuraciones actuales de un cambio que solo se entiende si admitimos que su propósito era que nada cambiara, Primero Justicia, Voluntad Popular y Un Nuevo Tiempo (UNT). Y así, como como si la ficción y la realidad fueran las dos caras de la misma moneda, esos viejos y nuevos partidos han conseguido organizar y alimentar alianzas, no políticas sino electorales, la llamada Coordinadora Democrática primero y la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), cuyo objetivo común nunca fue promover un vuelco del proceso político venezolano iniciado por Chávez, sino la creación de mecanismos que les facilitaran la integración a ese proceso. Es decir, la cohabitación con el régimen, como objetivo de sus luchas para seguir haciendo lo que siempre habían hecho desde 1958: sobrevivir.

   Para alcanzar este objetivo, y para nada más, la mayoría de los partidos de la oposición venezolana, agarraditos de la mano con los representantes del nuevo régimen, le dieron su apoyo a las convocatorias oficiales de sucesivas rondas de conversaciones entre unos y otros, como útil herramienta para apaciguar los ánimos de la sociedad civil cada vez que la indignación la impulsaba a asumir posiciones extremas. Gracias a ello pudieron reconducir esa rabia ciudadana rumbo a supuestas salidas electorales, a sabiendas que todas, desde el referéndum revocatorio del mandato presidencial de Chávez en 2004, fueron elecciones amañadas con la finalidad de darle alguna verosimilitud a las manipulaciones políticas del régimen para conservar el poder hasta el fin de los siglos.

   El fin de las ilusiones electorales

   La derrota aplastante de los candidatos chavistas en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015 cerró ese largo capítulo de ficciones y simulaciones democráticas. Sus inesperados resultados pusieron en evidencia que ya no era posible seguir alimentando ese juego de falsificaciones de la realidad que iniciaron en 2003 Jimmy Carter y César Gaviria con la infame Mesa de Negociación y Acuerdos. A partir de esa derrota de hace casi tres años, indiscutible punto de inflexión del proceso político venezolano, el régimen comprendió que la sociedad civil, acosada por las consecuencias de una crisis que sencillamente no cesaba de agudizarse, entendió que desde el Poder Legislativo, ahora con dos terceras partes de sus escaños ocupados por diputados de la oposición, al fin la sociedad civil contaba con poder constitucional suficiente para desplegar una estrategia mediante la cual, a muy corto plazo, podría propiciar el cambio de presidente, gobierno y régimen sin necesidad de recurrir a la violencia. Una amenaza real que obligaba al régimen a enfrentarla y frenarla al precio que fuera.

Esta difícil tarea del régimen la facilitaron los principales partidos de la MUD, porque tampoco ellos podían aceptar tranquilamente la posibilidad de ese cambio político profundo, pues sus consecuencias también resultarían inevitablemente inconveniente para ellos. Sus dirigentes solo aspiraban a conservar su vigencia política y para ello necesitaban que no se hicieran olas que provocaran situaciones perturbadoras fuera del control de la MUD, como las que habían creado en el año 2014 las manifestaciones estudiantiles y las acciones de calle convocadas por la alianza de tres dirigentes disidentes de la MUD, Leopoldo López, Antonio Ledezma y María Corina Machado. En pocas palabras, que la MUD, feliz en un primer momento por la derrota electoral del chavismo en las elecciones parlamentarias, no tardó mucho en darse cuenta de que esa histórica victoria que amenazaba la estabilidad del régimen, también amenazaba con romper los hilos del entramado político nacional que desde 1958 resultaba imprescindible para que ellos pudieran seguir siendo protagonistas, desde el gobierno o desde la oposición, de esa conveniente realidad política.

   La victoria electoral de la sociedad civil en las urnas de diciembre de 2015 estimulaba el estallido de un optimismo efervescente que al agitar la conciencia y los corazones de los ciudadanos de a pie, amenazaba de muerte al régimen, pero también a la oposición “oficial.” De ahí lo ocurrido desde entonces, la agudización de la crisis hasta convertir a Venezuela en una nación ingobernable y de ahí también que esa “transición”, válvula de escape de la que todo el mundo habla aunque nadie diga cómo ni cuándo se pondrá en marcha, sea ahora el destino inexorable del país o sólo una última ficción para consolar a los ciudadanos mientras a pesar de todos los pesares y miserias se consolida el régimen. Una cuestión de la que nos ocuparemos la próxima semana en este mismo espacio.      

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