Bolsonaro, los límites de la representación política en el corazón de Latinoamérica
La irrupción de Bolsonaro es la individualización de la política. La política del miedo y el fracaso de la política (tradicional). Brasil y la región, en incertidumbre.
¿Qué sucedió o qué no sucedió en Brasil para que Bolsonaro se constituyera en la centralidad política del proceso electoral? ¿Por qué la novedad de Bolsonaro dice más de la forma de analizar los fenómenos de la representación y la democracia en Brasil, que del propio Bolsonaro?
Un punto de quiebre, sin duda, fue el proceso de impeachment contra Dilma Rousseff. Esta instancia marcó el inicio de un proceso de descenso en la calidad institucional de Brasil. La deslegitimación de la investidura presidencial vino acompañada de una nube de sospechas sobre el proceso de impeachment en sí mismo, lo que devino en la asunción de Temer como presidente de Brasil, con márgenes de popularidad inferiores al cinco por ciento. El resultado del impeachment contra Dilma fue el primer acto de campaña de Bolsonaro. Y la prohibición de la candidatura de Lula fue el segundo.
Bolsonaro y su equipo comprendieron la oportunidad electoral que ofrecía el sentimiento antipetista que se propagaba por Brasil, y definieron trazar una estrategia comunicacional para encarnar ese espacio político. En este punto Bolsonaro debió construir un relato que resultara electoralmente efectivo y lo hizo tomando el principio borgeano de «no nos une el amor, sino el espanto», para catalizar un conjunto contradictorio de voluntades políticas excluyentes entre sí. Ese relato político concentró a los desencantados del PT, demandas populares tradicionales como la seguridad, demandas de los sectores más nacionalistas y la promesa de una mejora relativa en los términos de inserción global de Brasil. Un relato embebido por el halo místico de la Iglesia pentecostal. Sin duda Bolsonaro leyó a Laclau: encontró en el antipetismo y la corrupción su significante vacío, y desde ahí, articulando una serie de cadenas de equivalencia, solo nos queda el interrogante de si podrá consolidar una hegemonía gramsciana.
«Orden y Progreso» reza la bandera de Brasil. Quizás este punto sea otro de los apoyos del bolsonarismo, porque el horizonte parece no ubicarse en un salto hacia adelante, sino que encuentra salida en el pasado. En esa tarea de reconstruir el pasado a partir del orden y el progreso, la tarea asociada es revertir el orden social que construyeron los gobiernos de Lula y Dilma. El paraíso bolsonarista, de existir, se encuentra en un orden social prepetista.
Parece cobrar sentido una nueva interpretación que aporta el jesuita Rodrigo Zarazaga, y que «la dinámica del odio acorrala a la democracia». El voto parece subvertir su valor consagratorio y, desde algunos sectores de la sociedad, toma una carga de castigo y va a parar al extremo opuesto de quien se responsabiliza por fracasos políticos anteriores.
Solo resta ver si el presidencialismo disperso del sistema institucional brasilero actúa como un dique o como un trampolín para un potencial hiperpresidencialismo autoritario de Bolsonaro en pos de dar una respuesta al problema social de la seguridad en los grandes centros urbanos.
El efecto Bolsonaro termina por relevar más interrogantes que certezas. ¿Los gobiernos que practican el extractivismo desarrollista necesariamente devienen en populismos de derecha? ¿Es posible salir de una crisis de legitimidad a partir de un personalismo extremo? ¿La corrupción es la variable explicativa de las crisis orgánicas que vive la política tradicional latinoamericana? ¿Es necesario que surjan Bolsonaros para que la centroizquierda haga autocrítica sobre la maduración de los procesos políticos? ¿Será el Brasil de Bolsonaro sinónimo de «Orden y Progreso»? Y así cobrará sentido el 18 Brumario de Luis Bonaparte: «¡Antes un final terrible que un terror sin fin!».