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Armando Durán / Laberintos: ¿Adiós a las Cumbres Iberoamericanas?

   El jueves y el viernes de la semana pasada, en la muy hermosa ciudad guatemalteca de Antigua, se celebró la XXVII Cumbre Iberoamericana, cuyo tema fue “Una Iberoamérica próspera, inclusiva y sostenible”, trasfondo tan impalpable y sin consecuencias como cualquier lista de buenas intenciones. Nada más.

 

   Por supuesto, esa no fue la razón que impulsó la idea de reunir a los presidentes de América Latina en lo que sus promotores calificaron como “foro de concertación política”, sin la presencia siempre tutelar del presidente de Estados Unidos. No por rechazo político, sino porque el poder de Washington es tan grande que queriéndolo o no, hasta en el más inocente de los casos, su presencia inhibe. Sin embargo, sí se incorporó al grupo, por razones de historia y de identidad cultural, a los jefes de Estado y de Gobierno de España y Portugal.

   Haciendo un poco de memoria me parece oportuno recordar que la primera de estas cumbres se realizó en septiembre de 1991, en la ciudad mexicana de Guadalajara. En aquella oportunidad yo acompañé al presidente Carlos Andrés Pérez, de quien era entonces ministro de Relaciones Exteriores, y soy testigo de que el encuentro cumplió a cabalidad ese objetivo de ser, exclusivamente, un foro de concertación política. Yo destacaría, además, que fue al margen de las paralizantes tradiciones burocráticas que afectan el funcionamiento efectivo de mecanismos como este. De manera muy especial, porque en 1991 América Latina ya llevaba algunos años inmersa en un notable proceso democratizador, y bajo ese signo en la región soplaban vientos de razonable optimismo; se tenía la convicción de que al calor de ese proceso el futuro latinoamericano sería de respeto a los derechos políticos y civiles de sus ciudadanos y todo apuntaba a dos cambios políticos de enorme importancia a corto plazo. Uno, el fin de la sangrienta guerra en El Salvador por la vía pacífica de la negociación política; el otro, que la revolución cubana, factor de constante perturbación en la región, acorralada por los efectos del derrumbe del muro de Berlín y la rápida desintegración de la Unión Soviética, vería en esta Cumbre la única oportunidad de encontrar una salida satisfactoria a esa crisis en la reinserción de su gobierno a la comunidad latinoamericana. Aunque ello significara admitir una progresiva apertura, en un principio económica y después inevitablemente política, no impuesta, sino acordada con los gobiernos hermanos de la región y de la península ibérica.

   Estos dos puntos, la guerra en El Salvador y Cuba, estuvieron más que presentes en Guadalajara. Precisamente en aquel momento se percibían señales evidentes de que ambas realidades experimentarían muy pronto cambios cualitativos de gran importancia. Por una parte, los diálogos formales e informales entre representantes del presidente salvadoreño y representantes de la guerrilla salvadoreña avanzaban aceleradamente. El segundo punto es que en julio Fidel Castro había viajado a la isla venezolana de La Orchila a entrevistarse muy privadamente con Pérez, y Pérez, en nombre suyo y en el de sus socios en el llamado grupo de Los Tres, el presidente colombiano César Gaviria y el mexicano Carlos Salinas de Gortari, le planteó al visitante la conveniencia de aprovechar esta primera Cumbre Iberoamericana para dialogar sin complejos ni ideas preconcebidas con los presidentes de la región y explorar la posible reinserción de Cuba en la comunidad latinoamericana.

   En otra larga reunión informal que sostuvieron en Guadalajara Salinas de Gortari, Pérez y Gaviria con Castro, conversación a la que se sumó Felipe González, presidente en aquella época del gobierno español, se dialogó sobre algunos pasos concretos que le sirvieran al gobierno cubano para avanzar en esa dirección. En esas conversaciones no se habló explícitamente de condiciones, pero todos los presentes entendían que problemas de esta magnitud sólo pueden resolverse si las partes involucradas estás dispuestas a ceder algo. De acuerdo con esto, Pérez le había planteado a Castro en La Orchila aprovechar la celebración el 10 de octubre del X Congreso del Partido Comunista de Cuba, para promover dos medidas muy concretas encaminadas a facilitar la gradual apertura de la economía cubana y la eventual separación institucional de las figuras de presidente y primer ministro, pasos indispensables si de veras se pensaba en la posibilidad de un auténtico cambio político. Al concluir aquella conversación, Salinas de Gortari invitó a sus homólogos a continuar el diálogo en un almuerzo en la isla de Cozumel, algunos días después del Congreso del PCC. Castro estuvo muy de acuerdo, porque según dijo, una cosa era pretender que Cuba negociara algo con el “imperio” y otra muy distinta negociar acuerdos de importancia con los hermanos latinoamericanos.

   Dos hechos dieron al traste con aquella iniciativa. El primero fue que durante el almuerzo del grupo con Castro, el presidente cubano solo pudo referirse al hecho de que el PCC había decidido despenalizar la posesión de dólares en manos de ciudadanos cubanos, cambio de cierta importancia sin duda, pero insuficiente por completo para darle un vuelco al control absoluto de la economía por parte del PCC. Sobre el otro tema, el institucional, no dijo ni media palabra. A pesar del desaliento de Salinas, Pérez y Gaviria, los tres presidentes estuvieron de acuerdo en no cerrar del todo la puerta que a todas luces estaban abriendo. El segundo hecho fue que el 4 de febrero del año siguiente, un oscuro teniente coronel paracaidista, de nombre Hugo Chávez, intentó derrocar a Pérez a cañonazos. Su intentona golpista fue sofocada política y militarmente de inmediato y se capturó a sus principales cabecillas, pero ni Pérez ni su gobierno pudieron recuperar el ímpetu de su agenda internacional y la iniciativa de llegar a acuerdos concretos con La Habana languideció rápidamente y poco después murió. Mientras tanto, Castro entendió que Chávez sería, como en efecto ha sido, la tabla de salvación de su proyecto sin necesidad de ceder y mucho menos de claudicar.

   Pocos días antes de aquel frustrado golpe contra Pérez, el 16 de enero, en el mexicano Castillo de Chapultepec, el presidente salvadoreño Alfredo Cristiani y los comandantes del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional firmaron finalmente los acuerdos que le devolvieron la paz y la normalización a la vida política de la pequeña nación centroamericana. Era el resultado de conversaciones entre los gobiernos de El Salvador y el Frente que se iniciaron en 1984, y en las que a solicitud de Cristiani, en 1989, se incorporó el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. En este sentido me parece interesante señalar que durante una de las sesiones de la Cumbre de Guadalajara, Cristiani y Castro, principales protagonistas de aquella guerra, tuvieron que sentarse uno al lado del otro. En un principio ambos mandatarios, sobre todo Cristiani, hicieron palpable su incomodidad, pero al terminar la sesión ya conversaban entre sí, en algunos momentos intercambiaron sonrisas de complicidad y por último se despidieron amablemente. No fueron esas dos o tres horas de contacto directo las que hicieron posible la firma de los Acuerdos, pero debemos incluir este episodio entre los factores que en algo contribuyeron a esa histórica firma.

   Como quiera que sea, aquella primera Cumbre, gracias a las continuas conversaciones informales de los presidentes, demostró ser un mecanismo político más que adecuado. En todo caso, mucho más real y equilibrado, por ejemplo, que la Organización de Estados Americanos, iniciativa estadounidense puesta en marcha dentro del marco explosivo de la Guerra Fría para asegurar respaldo regional a sus políticas a la URSS.

   Nunca sabremos hasta qué extremo la influencia de Washington fue decisiva en el rápido proceso de burocratización que sufrió la organización de la Cumbre desde su siguiente capítulo, que tuvo a Madrid como escenario, pero desde entonces, la agenda previa de cada Cumbre y la decisión de habilitar una Secretaría General que le hiciera seguimiento a los acuerdos hasta la siguiente Cumbre, con el evidente propósito de convertir el mecanismo en un organismo multilateral idéntico a los demás mecanismos similares, la despojó de la “informalidad” que precisamente le daba originalidad y validez a la iniciativa. Una iniciativa, por cierto, cuya principal pretensión era ir mucho más allá de la simple firma de algunos acuerdos más o menos retóricos aprobados por unanimidad o por una amplísima mayoría, como si el organismo, concebido originalmente como foro de concertación política, en realidad fuera otra suerte de rígida camisa de fuerza diplomática.

   En todo caso, lo que acaba de ocurrir en Antigua basta para dictar sentencia. Fue, no cabe la menor duda, un encuentro presidencial irrelevante, sin interés real para nadie, y la agenda del encuentro y los documentos “negociados” por funcionarios diplomáticos de oficio, no constituyen el resultado de conversaciones políticas libres y desprejuiciadas de los presidentes, sino cuidadosamente vigilada por supuestos “técnicos”, encargados de conservar la inservible pulcritud diplomática de los debates y los documentos, sin afectar la sensibilidad ni los intereses de ningún presidente. O sea, perfectamente ajustados a la conveniencia de decir y aprobar sólo cosas que en definitiva no signifiquen ni cambien nada. Prueba de esta triste realidad es que estas cumbres ya no despiertan el interés de nadie ni merecen espacio alguno en los medios de comunicación, como si lo que ocurra en estas ocasiones fueran sucesos que por supuesto no generen ni gloria ni pena. O sea, que sólo sean pura vida sin existencia. Como café descafeinado y como si fueran lo que en verdad se pretende que sean, nada.
     

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