Juan Guaidó: Venezuela y el nuevo liderazgo
Hace muchos años, en medio de los tiempos más oscuros de la dominación chavista, cuando la república agonizaba, ahogada por el culto a la personalidad, la imprudencia, el nominalismo enfermizo, la mediocridad y la corrupción que impuso en Venezuela Hugo Chávez, y que sus herederos han convertido en metástasis generalizada en el cuerpo social y político de la nación, me puse a evocar una parábola antigua sobre las sorpresas de la historia, sobre su inefable fortuna, sobre los accidentes de la soberanía: aquella de un náufrago que, echado a las costas de una isla sin rumbo y sin monarca, se encuentra con sorpresa reconocido por sus pobladores como soberano.
Hace 20 años, mientras un oscuro teniente coronel acaparaba una vez más el imaginario en Venezuela, escribí: “Por una parte tenemos a un abismado, a un hombre hundido en el abismo de su propio naufragio, de su incierta fortuna; por otra parte tenemos a un rey perdido e invisible, a un abismo de Poder. El sentido de esta fábula moral, que es una variación barroca sobre la naturaleza del Poder, una versión francesa, dramática, jansenista de la Tempestad de Shakespeare (…) reside en recordarnos que todo soberano, todo detentor del Poder es un usurpador del Poder. Que todo ejercicio del Poder está fundado en un abismo (de Poder) y es el resultado de una ‘mímesis fortuita’: de un simple y momentáneo parecido, de una apariencia, de una ilusión. Usurpador de un reino, todo soberano, todo gobernante es también usurpador verídico del Poder que detenta, y la autenticidad de su ejercicio del Poder es por ello relativa. Se entiende entonces que no existe ningún Poder originario y que la discusión sobre el tema es profunda, pues divide a los hombres en bandos de diferente apuesta metafísica: los unos creemos que el Rey se ha perdido para siempre y que debemos substituirlo por otro, siempre interino, cada cierto tiempo, con normas claras y legítimas; otros creen que el Rey ha vuelto a aparecer, o que se ha reencarnado telúricamente; otros que el náufrago es el Rey y le ofrecen entonces su vida y la vida de todos en un abismo peor que el de su pérdida. El lúcido escepticismo de Pascal nos enseñó que no existe ningún soberano ideal. Que el Poder Absoluto, esa fuerza sin justicia, es otro abismo, un abismo tan grande y tan riesgoso como el vacío absoluto de Poder”.
No quiero con ello minimizar la verdad meridiana que nos ha traído, de la mano de un liderazgo político colectivo, encarnado en la Asamblea Nacional, este momento promisorio de la historia: que Nicolás Maduro, por haber destrozado criminalmente las reglas claras y legítimas del ejercicio de la soberanía, es un usurpador en la representación del Estado. Pero sí me gustaría recordar lo que se decía, en mentideros y plazas públicas, del infausto líder que fue Hugo Chávez, también hace veinte años: por entonces nos repetían los “expertos” que Chávez encarnaba la versión orgánica de una ilusión revolucionaria cuyo fracaso repetido, primero en la guerra de guerrillas y luego en el ejercicio democrático, aquel teniente había venido a redimir de la mano del pueblo. Nunca creí en esa narrativa organicista que concibe al liderazgo político en términos botánicos, deterministas: como si los líderes fuesen ramajes de un árbol y no obra siempre facultativa y agónica de la libertad humana. Pero encaramados en esa falacia revolucionaria todos, o casi, nos entregamos a padecer –entre resistencias y omisiones inmensas– el descalabro del país.
En verdad aquella propaganda anacrónica y falsa del líder orgánico omitía culpablemente, y aún lo hace, que Chávez no llegó al poder encaramado en olas de entusiasmo popular, sino en abismos de abstención, cansancio, antipolítica y agotamiento de la imaginación. Hacia 2002, si no hubiese sido por una suma garrafal de errores en la oposición, el gobierno de Chávez estaba ya perdido, con la clase media que lo encumbró detestándolo y aún sin el apoyo de los menos favorecidos. Por esa razón la prioridad de Chávez fue, desde ese momento, evitar el referendo revocatorio, y sólo llegó a ser inmensamente popular, enracinando su liderazgo hegemónico sobre el protectorado cubano en que convirtió a Venezuela, con ayuda de cuatro impulsos: las misiones populistas, el fallido golpe, una avalancha inédita de petrodólares y el abuso de poder.
Desde la agonía de su libertad y la pérdida de su soberanía económica, territorial y política, hoy Venezuela observa con optimismo un nuevo liderazgo, antitético al personalismo populista, en todo opuesto a los caporales de hacienda que se hacen llamar comandantes, menos verbal, más reflexivo, respetuoso de las multitudes, a las cuales se dirige como si en verdad cupieran en un recinto modesto, como a un grupo de amigos, y que viene así a emanciparlas de la alienación colectiva, hablándoles como si fuese uno sólo, sin hipérboles innecesarias ni nauseabundas arengas, sin secuestrarnos hasta el hartazgo nuestro tiempo.
Me sorprende –y me conmueve– de Juan Guaidó su anticarisma. Entiéndase: no quiero decir que carece de carisma, al contrario. Quiero decir que su carisma proviene de la obvia certeza que desprende sobre su compromiso, asumido con modestia, hacia el país, hacia nosotros, hacia su misión concreta, sin alimentarse de la empatía que nosotros sentimos por él: este hombre nos habla directamente a la razón, al sentido común, a la tolerancia, a la inteligencia emocional y no, nunca, a las bajas pasiones del alma. Guaidó es, así, el anti-Chávez que Venezuela ha engendrado de sus agonías. Por esto no se cansa de repetirnos, para curarnos de la enfermedad caudillista, que el suyo es también un liderazgo colectivo, fruto de una labor lenta, colegiada, obra del encuentro y del aprendizaje del error, de la metabólica asimilación de los traumas que ha traído la dictadura infausta, anacrónica, abusiva, mentirosa, violenta que de la mano de Chávez y luego Maduro, con todos sus cómplices, ha hecho del país un territorio de desechos, un campo de fuga y sufrimiento.
Me gustaría subrayar que, siendo hasta hace poco un desconocido para la inmensa mayoría, Guaidó no es un náufrago: no ha llegado inesperadamente a estas riberas, que por lo demás ya lo esperaban. No: hay que pensar que el ingeniero Guaidó es, como millones de venezolanos de su generación, consecuencia de un momento único, sin precedentes, en la historia de nuestra nación: cuando por primera vez desde que existe Venezuela pudo contar con suficientes talentos profesionales, de los más diversos orígenes sociales, como para desmantelar el estrecho y tradicional dominio elitesco que proyectó desde siempre su sombra atávica sobre el país.
Presidente universitario, como lo llamó recientemente un líder estudiantil, Guaidó pertenece a esas generaciones de talento que la modernidad produjo, y que son testimonio de que incluso desde sus ruinas nuestra ilusión moderna no cesará de engendrar vitales efectos. Que el chavismo hiciera de esos innumerables profesionales y trabajadores humildes objeto de su violencia y carne de una diáspora sin precedentes es algo que tampoco le perdonará la historia. Por ello lleva razón el presidente de la Asamblea Nacional, este nuevo líder, en repetir, como un ritornello didáctico, que las prioridades serán abrevar el sufrimiento de la gente y convocar el retorno del gentilicio nacional, en el más amplio sentido del término: simplemente hacer por fin un país de ciudadanos, no de militantes, ni de milicianos. Es ese, y no es poco, el vasto proyecto para un siglo que comienza.