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La epístola de ‘Santrich’

Se juntaron las dos cosas que menos funcionan en Colombia: la justicia y los correos.

Estoy por creer que el Ministerio de Justicia está integrado exclusivamente por millennials. O, más bien, por la generación que les sigue, los ‘nativos digitales’ que algunos llaman generación Z. En todo caso, por gente muy joven, que nunca usó correspondencia de papel y, por tanto, nunca conoció el matasellos de lo que alguna vez se llamó Adpostal y hoy se llama 4-72. Solo así se explica que allí ignoren lo que cualquier compatriota de 40 años o más sabe: que al servicio colombiano de correos no se le confía nada, ni una postal.

Si uno vivía en el exterior en la época en la que todavía se escribían cartas, descubría muy pronto que Adpostal era la sucursal criolla del Triángulo de las Bermudas. Los documentos y las encomiendas en su custodia desaparecían; si llegaban, llegaban con meses de retraso. Un paquete de Europa a Colombia se demoraba más, en plena era del jet, de lo que le tomó a Colón cruzar el Atlántico en carabela. Una vez, un amigo en EE. UU. terminó por teléfono con su novia en Colombia. Días después le escribió una carta arrepentido. Pero, cuando la carta le llegó, había pasado tanto tiempo que la exnovia se había comprometido con alguien más. Adpostal, como ven, no solo extraviaba paquetes, también rompía corazones.

En el fondo, la posible extradición de ‘Santrich’ y el extravío de la carta que decidiría su suerte están tan estrechamente relacionados que una cosa casi explica la otra.

No entiende uno, entonces, cómo el Ministerio de Justicia le entrega al 4-72 la carta en la que se solicitan las pruebas para la posible extradición del exjefe de las Farc ‘Jesús Santrich’, un asunto tan importante que no es exagerado decir que de él dependen la credibilidad de la JEP, del ministerio, de la Corte Suprema, del Gobierno y del acuerdo del teatro Colón. Se juntaron las dos cosas que menos funcionan en Colombia: la justicia y los correos. ¿Cómo no se iba a perder la carta?

Al conocerse la noticia, llovieron críticas y recomendaciones tardías: el documento ha debido enviarse por correo electrónico, por valija diplomática, por Servientrega, por paloma mensajera, por Rappi. Más de uno señaló el anacronismo de seguir enviando cartas en estos tiempos de comunicación digital instantánea.

Desde un punto de vista meramente práctico, tienen razón los críticos. El mundo necesita menos correspondencia de papel. Pero hay algo más de fondo en este incidente, una moraleja que me parece que, en medio de la discusión, se ha ignorado.

El buen funcionamiento del correo es, junto con otros factores como la puntualidad de los trenes, una de las características indispensables de lo que consideraríamos un país “serio”. Los países serios tienen buen correo. Como ese servicio suele pertenecer al Estado, la agencia de correos es, en ciertas partes del mundo, motivo de orgullo nacional. En Francia, por ejemplo, La Poste, además de prestar el servicio de mensajería, representa la confianza del pueblo en el Estado mismo. Es el símbolo de una sociedad organizada y disciplinada. Un buzón es una garantía, una promesa: la promesa de que un sobre depositado allí será conducido a su destino. En los lugares más alejados, donde casi no hay más nada, la presencia de un buzón o una oficina de correos es la prueba, única pero suficiente, de que el Estado existe. De que, en cualquier rincón del territorio, cumple sus promesas.

Por eso, este bufonesco episodio no es tan anecdótico como parece. No hemos aprendido bien la lección si lo reducimos a una simple chambonada administrativa. En el fondo, la posible extradición de ‘Santrich’ y el extravío de la carta que decidiría su suerte están tan estrechamente relacionados que una cosa casi explica la otra. Dicho de otro modo: si alguna vez hubiéramos sido el tipo de sociedad que se preocupa porque las cartas lleguen a su destino, nunca hubiéramos sido el tipo de sociedad que tiene que extraditar a tipos como ‘Santrich’.

@tways / tde@thierryw.net

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